Historias en primera persona

“Si me dicen que hay una familia de trapos rojos, allá vamos”

El Barrio es una casa de puertas abiertas, un lugar de encuentro más que un restaurante. Y yo soy el anfitrión. Desde hace nueve años mucha gente ha pasado por aquí a comer, a bailar, para hacer amigos. Me encanta estar rodeado de gente. Eso es lo que me hace feliz. Así que cuando apareció la pandemia y tuvimos que cerrar, uf, lo primero que sentí es que iba a estar lejos de los amigos. Imagínate: la tristeza de un restaurante sin mesas, que se traduce en la tristeza de un restaurante sin amigos. Este era el escenario donde se tejía la amistad, no tenerlo es desolador. Solo eso ya es desolador.

A eso súmale la preocupación por los empleados -9 de planta y los meseros que trabajan por turnos, 16 personas en total- todos son muchachos que viven de esto. Días antes de que decretaran la cuarentena, cuando se sabía poco del coronavirus, nosotros empezamos a atender con mesas separadas pero ya casi no venía gente. Y luego llegó todo, las primeras noticias sobre el factor de contagio, las cifras de Italia y los planes pendientes a desmoronarse. Yo estaba feliz porque iba a ser DJ internacional en un matrimonio de un amigo en México, pero todo quedó en el aire. Cuando anunciaron el cierre de aeropuertos vi que la cosa era seria, que no estamos jugando y antes de que el gobierno anunciara el aislamiento obligatorio, cerramos el restaurante.

Dos semanas después, viendo que la vaina se iba a alargar, dije, bueno miremos qué posibilidades hay de abrir para domicilios. El restaurante es absolutamente manual, no hay departamento de marketing ni nada, siempre ha sido el amigo que trae al amigo y así. Ahora sí nos toca, estamos sacando una carta nueva, desarrollando un QR para que la gente no toque nada y venga solo por el menú, como pensando en el escenario cuando volvamos a abrir.

La cosa es que un día me fui a hacer compras para un domicilio y volví llorando. Acá les dio risa pero yo dije no, mañana hacemos una sopa y voy y la reparto a la gente que vi afuera del supermercado. Era una familia con niños y no podía dejar de pensar en ellos. Tengo 45 años, soy de Nocaima. Me encanta decir que soy de Nocaima, ¡ser de pueblo!, eso le da a uno un espíritu diferente en la vida. He vivido en Bogotá y la verdad es que me duele, mucho más ahora que hay tanta gente pasando hambre.

Así empezamos a salir dos días y luego les escribí a unos amigos, ‘oiga estoy haciendo esto, ¿me quiere ayudar con cualquier cosa?’. Entonces los amigos empezaron a donar. Al principio no teníamos mucho norte, arrancamos para el barrio Santa Fe, porque habíamos leído lo de los trapos rojos que la gente cuelga para decir que tiene hambre. Y ese día llegamos a una casa muy particular llena de gente en los balcones, parecía el Mayflower con la gente asomada en el borde del barco. Era un hervidero de gente. Paramos en el carro y preguntamos si había niños.

Calculamos unas 100 personas y sobre todo pelaítos que salían y salían en fila india para recibir un plato de comida. Esa casa nos llamó la atención porque tiene una cobija roja gigante y por la cantidad de gente. Ahora ya nos conocen porque hemos vuelto varias veces. Así vamos recorriendo el barrio y paramos casi siempre donde nos dicen que hay niños. Me dan más duro los niños. Yo sí creo que una mamá prefiere aguantar hambre a ver que su muchachito no tiene. Yo veo que las chicas siempre se guardan el plato para ellos.

Así es la cosa: los amigos me donan comida, plata, el tío del primo de la esposa nos da algo y, con los muchachos del restaurante, cocinamos. Hoy, por ejemplo hicimos arroz con pollo, como para unas 120 personas. Usualmente almorzamos de lo mismo que regalamos porque yo creo que la comida siempre tiene que ser digna. Nos ponemos los trajes protectores que a mí me hacen parecer el de los Beastie Boys, agarramos las ollas con la comida y arrancamos a buscar dónde llevarla.

Ospina reparte cada día comida en los barrios más necesitados de Bogotá. CAMILO ROZO / EL PAÍS

Si me dicen que hay una familia de trapos rojos, allá vamos. Casi siempre estamos con Marian y Yurni, que se baja a preguntar dónde hay niños para llevar la comida. La misma gente nos dice: vayan a esta casa o a esta otra y agarramos para allá. La vez pasada hicimos 250 hamburguesas pero se nos estaba calentando el parche, porque llegó más gente de la esperada y algunas personas de la calle se nos iban enojando.

Hay días duros en los que volvemos muy destrozados. Me acuerdo de un día que una señora me dijo ‘gracias, sumercé’, solo había tomado agua de panela en todo el día’ y ya eran como las 4 de la tarde. O de una chica que nos vio y salió corriendo para abrazarnos. Y de un señor que es de la calle pero todo educado, con códigos. Siempre dice: los niños y las mujeres primero, así que a él siempre le guardo un platico.

Eso es todo. Y es nada.

Vamos a ver hasta cuándo va todo esto. Para mí, esta también ha sido una manera de estar cerca de los amigos, de hacer nuevos amigos aunque ni ellos me conocen ni yo los conozco. Realmente hay otra dimensión de pobreza. Mucha gente vivía de la caridad, pero con la pandemia la caridad se guardó también.

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