La brecha parental
Ahora la pregunta “¿qué tal estás conciliando?”, significa ¿te dejan trabajar los niños? Pero conciliar es justo lo contrario
Podría haber ocurrido a cualquier hora. Pero pasó a las 21.50. A 10 decisivos minutos de cerrar la versión impresa del periódico. Ese ratito de máxima concentración en el que tras 13 horas de adrenalina retocas el titular de apertura del día siguiente. Y de pronto: el Armamágeddon (chiste que solo entenderás si has visto, 10 veces, la Lego Película). Gritos desesperados de un niño. “¡Mi ojo, mi ojo!”. Gritos divertidos de la otra: “¡Cuánta sangre! ¡Todo el pasillo lleno de sangre, mamá!”. Y los susurros del padre, que dan más miedo: “¡Déjame ver, cariño, déjame ver, tranquilo!”. Y tú pe...
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Podría haber ocurrido a cualquier hora. Pero pasó a las 21.50. A 10 decisivos minutos de cerrar la versión impresa del periódico. Ese ratito de máxima concentración en el que tras 13 horas de adrenalina retocas el titular de apertura del día siguiente. Y de pronto: el Armamágeddon (chiste que solo entenderás si has visto, 10 veces, la Lego Película). Gritos desesperados de un niño. “¡Mi ojo, mi ojo!”. Gritos divertidos de la otra: “¡Cuánta sangre! ¡Todo el pasillo lleno de sangre, mamá!”. Y los susurros del padre, que dan más miedo: “¡Déjame ver, cariño, déjame ver, tranquilo!”. Y tú pensando: “Suena grave” / “Mierda, justo se me acaba de ocurrir un titular mejor” / “Ya sabía yo que un día se abriría la cabeza” / “¿Me da tiempo a cambiarlo?” / ¿Y si se ha sacado un ojo? / “Control Z, Control Z” / “¡Vooooy!”. Tus prioridades en una batidora loca. La mitad de tu cerebro en el pasillo, la otra en “la nube”.
No fue grave. Se quedó el titular que había, que era soso, pero correcto.
No, el niño tampoco perdió el ojo. Eso sí, carrera en pijama a la farmacia y puntos de aproximación mediante, quedó una buena brecha en la ceja. Poca cosa comparada con la que un compañero, periodista y padre, ha bautizado como la “brecha parental”. La brutal diferencia entre los que estamos viviendo el confinamiento con hijos y los que no.
Antes de que se lancen los odiadores, admito que no es la brecha más importante, las hay mayores. Es peor que te haya tocado el virus de cerca, claro, y ser pobre, que es peor siempre (también antes, más con niños). Hay quien lo tiene más difícil por otras razones, las madres solteras, las parejas de sanitarios con hijos… Pero entre iguales confinados (pongamos periodistas que teletrabajan) la brecha parental es un abismo.
No es la anécdota puntual de una cicatriz. Ni la aparición estelar, hasta graciosa, de un niño en una telerreunión. Es el ruido que no cesa. El caos. El agotamiento físico que supone alimentar, limpiar y distraer para que a los 10 minutos vuelva el hambre, lo sucio y el “me aburro”. Las seis horas de sueño, para adelantar algo de madrugada cuando la casa está en silencio, si nadie se mea claro, ni hay pesadillas. Es el desgaste emocional de suplir la ausencia de los amigos y los abuelos, el parque y las maestras: ese tótem de la infancia. “Eres la peor profe del mundo”, me han dicho, mientras me peleaba por bajar el PDF de las tareas diarias y contestar whatsapps del curro. Me lo he ganado, no suelto el móvil, se me acaba la paciencia y no soy la mejor multiplicando. Y a las siete horas de estar a medias con ellos, me encierro en una habitación con los cascos y a mí sí está prohibido interrumpirme. A veces entran, se frotan un rato y es delicioso. Y a veces les oigo al otro lado, peleándose o desatados lanzando cosas o destruidos dándose cabezazos mientras lloran. Y no salgo. Si salgo es peor, porque arranca la bronca “en mi turno están más tranquilos”.
Esa es la prioridad, que estén tranquilos. No tanto para que el otro pueda currar, que también, sino porque lo peor es el desconsuelo. Los abrazos desesperados, los llantos desgarrados, las pataletas raras. Estoy a punto de grabar una para tenerla a mano cuando llame alguien fuera de hora. Si la escuchas, lo entiendes: claman que soy indispensable.
Iban a ser dos semanas y ahora parece que no hay final del túnel. Tras el verano, que a ver cómo hacemos, se barajan aulas con mesas vacías, patios con la mitad de niños, clases en días alternos. Que vuelva o no la normalidad al colegio tendrá que decidirlo la autoridad sanitaria. Pero el coste de que no lo haga no pueden seguir asumiéndolo las familias. Los niños no van al cole para que los mayores, todos los mayores, no se mueran. Es necesario socializar el precio que hasta ahora hemos soportado los padres con sobre esfuerzo, estrés laboral y familiar y horas de sueño. O con dinero, pagando cuidadoras o, quien puede y tiene arrestos, dejando de cobrar por una reducción o una excedencia. Tampoco lo deben pagar escuelas y profesores. Los centros no son aparcaderos de niños. Su misión no es que los padres podamos ser productivos, sino el derecho de los pequeños a ser educados. Estos meses la pregunta “¿qué tal estás conciliando?”, significa ¿te dejan trabajar los niños? Pero la conciliación es justo lo contrario; que el trabajo te permita cuidar a quienes dependen de ti. Y eso no es tarea de los padres ni de las escuelas, sino de las Administraciones y de las empresas. Y ahora es más prioritaria que nunca, porque la brecha está sangrando.
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