“Hace como 100 años que no saco mi patinete”
Capacidad de adaptación, resignación, aburrimiento, pero también cosas buenas y unas cuantas aventuras. Los niños confinados repasan su encierro dispuestos a aprovechar al máximo los paseos de una hora que empiezan este domingo
“Mi papá es el jefe de matar a los coronavirus”, revela con voz de misterio Xián Vidal, de seis años, “por eso no estamos con él desde hace muchísimo tiempo”. En esta familia, las misiones son siempre complejas, y no es tan fácil saber quién está viviendo en estos momentos la mayor aventura de su vida. Porque si el comandante de la Guardia Civil José Antonio Vidal, destinado en Gran Canaria, es responsable del dispositivo isleño anticoronavirus, Xián y su hermano ...
“Mi papá es el jefe de matar a los coronavirus”, revela con voz de misterio Xián Vidal, de seis años, “por eso no estamos con él desde hace muchísimo tiempo”. En esta familia, las misiones son siempre complejas, y no es tan fácil saber quién está viviendo en estos momentos la mayor aventura de su vida. Porque si el comandante de la Guardia Civil José Antonio Vidal, destinado en Gran Canaria, es responsable del dispositivo isleño anticoronavirus, Xián y su hermano Yué, dos años menor, deben enfrentarse a diario a la espantosa presencia del “monstruo de la caca”.
La balsa de purín de la granja familiar de O Couce, la aldea de Aranga (A Coruña) a la que se han ido a vivir durante el estado de alarma, “se comió al perrín pequeño”, cuenta el mayor, que el 13 de marzo, cuando se cerraron los colegios en Galicia, dejó su centro de enseñanza británica en la ciudad de A Coruña para explorar un mundo nuevo. Ha descubierto, por ejemplo, que su pasión son los tractores, tanto que ahora sabe que ya eran una de sus “cosas más favoritas” cuando “estaba en la barriga de mami”. Mientras tanto, Yué ha estrechado lazos con las vacas lecheras y hasta se ha ganado la confianza de la díscola Yuala, “la más grande de todas”. Entre el “montón de becerriños” que han visto nacer y los sobres de “Superzings” que les trae algunas tardes su madre, Yaiza Hidalgo, cuando vuelve de trabajar en la comandancia de A Coruña, el confinamiento, en este rincón de un planeta en cuarentena, no tiene nada de agobiante y aburrido.
Pero después de 42 días entre cuatro paredes, con mañanas de precaria enseñanza virtual y tardes de series, juegos de mesa en familia, aparatos electrónicos y aplausos, la mayoría de los niños están deseando salir, por primera vez, este domingo. Aunque el mundo permitido para ellos se acabe a las puertas de un parque todavía prohibido. “No voy al parque desde los cuatro, y ahora tengo seis… Entonces aún no se había inventado el coronavirus”, describe lo eterno que se le está haciendo todo esto Beatriz Bravo, de Salamanca. Ella y su hermana Alba, de tres años, pasaron muchos días en cuarentena, sin poder acercarse a su madre, que estuvo contagiada. “Mamá no podía respirar, tenía mucha tos… Solo podíamos dejarle la comida en la habitación y ya”.
“Hace como 100 años que no saco mi patinete”, calcula con similares leyes aritméticas Teo Villanueva, de seis años, que habita un adosado en León. La verdad es que un patinete como el suyo es casi una obligación lucirlo en la calle, porque “tiene música, luces y humo”. Pero este pequeño alberga tantos planes para el gran día en el que al fin va a poder airearse, que va a tener que elegir, porque una hora pasa volando. “Vamos a dar un paseo por la mañana y otro por la tarde”, promete. “María, mi hermana, va a salir con papá y un poco de comida. Yo voy a salir con mamá y un poco de comida. Y vamos a quedar para merendar”. El lugar pactado son unos depósitos “rodeados de campo” que hay muy cerca de casa.
A su primer paseo de alivio, las gemelas de siete años Isabel y Lara Llorente, vecinas de Paracuellos del Jarama (Madrid), llevarán también sus patinetes. “No tenemos miedo, queremos salir, pero con mascarillas puestas para no contagiarnos”, puntualizan. “Yo voy a ir con mi madre al quiosco y me voy a comprar unos Superzings”, anuncia el malagueño Martín Fernández, de seis años, que si se juntase con el gallego Xián podrían formar todo un ejército de esas figurillas de goma que ya van por la quinta temporada de furor infantil.
Sin embargo, Fiz Cibes, confinado en un piso en Santiago, deja claro, a voz en grito, antes de alcanzar el teléfono que le pasa su madre para ser entrevistado, que no quiere salir ya más de su hogar: “No, no y no. Me sienta muy bien estar aquí”, protesta el pequeño compostelano, “con mis cuentos y mis padres”. Aunque a veces el niño se queda mirando fijamente por la ventana al vecino, que juega en la calle a lanzarle una pelotita al perro, Fiz insiste en que solo planea salir “el día que abran las tiendas de juguetes”. Porque la semana que viene cumple cinco años y un lustro de vida merece un premio como el “barco de la Patrulla Canina”. Mientras aguarda la reapertura de los negocios, su familia le ha pedido por Amazon “un microscopio para ver el coronavirus”, esa “bola redonda que tiene pinchos y que se coge en cosas que hace un millón de años que no se limpian”.
En el amor de sus padres también ha decidido, por instinto, confinarse Ibai Odriozola, nacido el pasado 26 de enero. El bebé rubio y radiante lleva seis semanas encerrado en el piso 14º de un edificio en San Sebastián. Y aunque no lo puede decir con palabras, el confinamiento parece empujarlo a fundirse de nuevo con su madre, Leire Ruiz, cuando apenas había salido al mundo. “Por la noche tiene que estar en sus brazos todo el rato. Eso no lo hacía al principio”, cuenta Mario, su padre: “Cuando está dormido lloriquea. O de repente se queda mirando al vacío y llora sin motivo”. “Antes, cuando salía a la calle, tenía más tendencia a quedarse dormido, estaba más relajado. Ahora el crío está mucho más nervioso, y tira mucho más de nosotros”, explica. En la última revisión, la pediatra preguntó a los padres si habían “notado algo” y les comentó que ya existía un estudio sobre los efectos del confinamiento en los bebés. “Se ha vuelto mucho más demandante en el comer y en los mimos”, concluye el padre. “Si no está mamando tiene que estar agarrado al cuerpo de Leire o al mío. Necesita estar rodeado, pegado, totalmente abrazado”.
42 días dan para tanto que Javi y Álvaro Rodríguez, de nueve y seis años, no solo han explorado rincones insospechados de su piso en Oviedo, diseñado “circuitos de obstáculos” en el salón y recorrido “durante una hora” diaria el pasillo para mantenerse en forma. Además, Álvaro comprobó que “el ratoncito Pérez se camufla” para llegar a las casas en el estado de alarma, y Javi tuvo la mejor fiesta de cumpleaños que podría imaginar: después de los aplausos de las ocho, los vecinos le cantaron desde las ventanas y los amigos le grabaron mensajes de felicitación. Son cosas buenas que pasan a pesar de las malas, porque su padre es médico y no saben cuándo podrán dejar de saludarlo con codazos en lugar de besos. Este domingo, al salir, el pequeño sonreirá sin los dos incisivos que se llevó el célebre roedor estos días, y el mayor chutará el balón con la convicción del que se sabe amigo de dos futbolistas que admira y que también le mandaron vídeos por su aniversario: Toché, que ahora juega en el Burgos, y Mossa, del Real Oviedo. Los conoció en la calle, los saludaba cada día, y los conquistó.
“Si llega el verano y no puedo ver el atardecer en la playa, me moriré”
Sin embargo, la viguesa Brenda Gracia, de 16 años, el lucense Breixo Porto y el madrileño Javi Nieto, ambos de 14, tendrán que quedarse en casa, “atiborrados de deberes”, protestan. Los jóvenes de 14 a 17 años se llevan la peor parte porque de momento no pueden salir a pasear ni acompañar a sus hermanos menores, como los de 18. “No lo veo ni medio normal. Primero nos dijeron que no, luego que sí... Hoy [este sábado] nos enteramos otra vez de que no", lamenta Breixo, que desde que vive confinado ha escrito “novela y media”, unos thriller “inspirados en las series de televisión favoritas” a las que ha regresado estos días. “Yo ya planeaba sacar la bici”, cuenta Javi, que tiene “la suerte” de vivir en un chalé en El Escorial, lo que al menos le permite dar patadas al balón y seguir las pautas que le marca su entrenador de fútbol estos días.
“No sé muy bien por qué han decidido que no salgamos”, comenta Javi. “Los niños pueden entretenerse en casa, pero los adolescentes tenemos más vida en la calle..., quedamos con los amigos, vamos a sitios, a comer o a cenar, a jugar al fútbol”, detalla el muchacho: “Ojalá nos dejasen, aunque sea con mascarillas y a distancia. Y el que tenga novia que se aguante”. “Yo en parte lo entiendo, porque somos los más gamberros”, admite Brenda. De momento, a la chica, que este domingo verá cómo su hermana pequeña, Marta, sale a tomar el aire, le “salva” que hace deporte en el piso, que habla por el móvil, que graba uno o dos TikTok (red social de vídeos cortos) todos los días. “Pero si llega el verano y no puedo salir a ver el atardecer en la playa, me moriré”, avisa.
“Deberían probar poco a poco, dejarnos quedar con amigas, con mascarillas y guantes, y a un metro, porque hay gente que lo está pasando muy mal, con problemas psicológicos”, asegura Brenda. “Yo antes del confinamiento solo pasaba dos horas en casa, aparte de las de dormir”. “Cuando se suspendieron las clases todos se pusieron a gritar, ¡superfiesta, vacaciones, yupi!", recuerda la chica; "al día siguiente nos entró el bajón: nos dimos cuenta de que el mundo se había parado y que íbamos a salir en los libros de historia”.
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