He quedado a las 9 a. m. para desayunar en un café clásico del West Village de Nueva York. En un intercambio cultural no premeditado, mi cita (una amiga americana) señala al camarero la línea del menú que reza Spanish omelette, y yo me decanto por un —típico neoyorquino— sándwich club. Mientras nos ponemos al día, la tercera persona a la que esperábamos (una amiga de mi amiga, también americana) entra en el café y se une a la mesa pidiendo una tostada de aguacate, la opción más apátrida del menú: mientras que algunos la sitúan en Australia, el boom que la tostada de aguacate ha vivido en los últimos años está tan vinculado a la exposición que tuvo en los albores foodies de las redes sociales que quizás lo más acertado sería afirmar que se trata de una “receta tradicional de Instagram”.
La chica en cuestión es fundadora de una firma de zapatos que fabrica el total de su producción en nuestro país. Me comenta que le encanta la forma de ser española; menciona nuestra amabilidad y dice algo sobre que “no hay ego”, un cumplido que, me pareció, podría tener varias lecturas. Seguimos desayunando. Por las ventanas de la cafetería se colaba el otoño en forma de rayos dorados con destellos ocres, tan bonitos como para resarcir la dudosa calidad del café. Al terminar, pongo rumbo hacia Chelsea Market sin dejar de pensar en ese ‘no ego’ español: el cumplido tenía una esencia inocente y cumplidora pero, al respecto de la realidad subyacente, ¿es humildad, o falta de autoestima?
No hay duda de que el carácter nacional es, por defecto, abierto, acogedor, cálido y amable. No hay rastro de la condescendencia, ni de la superioridad, con la que otras culturas hacen sentir a quien viene de fuera. Pero no es menos cierto que en ocasiones esa forma de ser complaciente puede ser interpretada como falta de garra a la hora de defender lo nuestro. Es sabido por todos (o al menos, así nos lo repetimos en una especie de cantinela autocrítica) que nos cuesta reconocer el mérito propio y que en muchos ámbitos nos encontramos, a menudo, desplazados por aquellos que sienten mayor seguridad a la hora de comunicar las bondades de su producto.
El universo gastronómico es buen ejemplo: España produce el 50% del aceite de oliva del mundo, somos el mayor productor de marisco de Europa, el jamón ibérico de bellota no tiene parangón (se pongan como se pongan los italianos), ocupamos una posición privilegiada como productores vinícolas… Si bien es cierto que a lo largo de la historia hemos conseguido posicionar dichos productos y hacerlos “del mundo”, no es menos cierto que, culturalmente, ese ‘no ego’ actúa de piedrecita en el zapato cuando de promocionarse se trata. Por utilizar de ejemplo a una cultura difícil de obviar en este contexto, la italiana, su bien sabido espíritu comerciante y su capacidad para contarle al mundo las bondades de su producto son responsables de la aparición de buques insignia como Eataly. Sus últimas aperturas incluyen Copenhague, Toronto o París (a este respecto, me gustaría saber más sobre la reacción del ‘sí ego’ gastronómico de los franceses) y los rumores apuntaban a que Madrid podría estar en el centro de la diana. ¿Sacaríamos las garras en el hipotético caso de que los italianos llegasen a la capital con su mastodóntica propuesta? ¿Nuestro ‘no ego’ estaría dispuesto a cederle terreno al prosciutto con la misma facilidad con la que yo prescindí de la Spanish omelette para desayunar un sándwich club? Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra…