La odisea de resurgir del trastorno alimentario que se enquista: “Me estaba matando”
Una unidad pionera del Hospital de Bellvitge y el Sagrat Cor de Martorell propone un nuevo modelo terapéutico para tratar a las pacientes con una enfermedad resistente de muchos años de evolución
Hace casi 35 años que una anorexia nerviosa lacera el cuerpo y la mente de Begoña V. “Toda una vida”, suspira. Ha pasado más tiempo lidiando con la enfermedad que sin ella. Tiene 49 años y desde los 15, en los que aquella niña insegura y de baja autoestima empezó a hacer dietas restrictivas en las comidas, está inmersa en la enrevesada espiral destructiva de los trastornos de la conducta alimentaria. Ha pasado por tratamientos ambulatorios, psicólogos, psiquiatras y varios ingresos. Pero la enfermedad sigue ahí, enquistada. “Esto no tiene nada que ver con la comida o el cuerpo. Eso solo es un síntoma. El problema es mental, no alimentario”, enfatiza una y otra vez.
Hace un par de meses que se ha dado “la última oportunidad”, asegura. El pasado 2 de abril ingresó en la Unidad Integral de Recuperación de adultos con trastornos de la conducta alimentaria (TCA) de alta complejidad y duración, un dispositivo pionero gestionado por el hospital de Bellvitge y el Sagrat Cor de Germanes Hospitalàries de Martorell (Barcelona), para tratar pacientes con una enfermedad resistente de muchos años de evolución. “Cuando me ofrecieron venir aquí, me tiraba para atrás la idea, pero no tenía salida. Estaba fatal. Mi vida no tenía sentido. Me autolesionaba, me daba atracones, me provocaba hipoglucemias. Me estaba matando. Todo me importaba una puta mierda”, recuerda emocionada.
Los trastornos de la conducta alimentaria son enfermedades mentales graves. La anorexia nerviosa, la bulimia o el trastorno por atracón son algunos de ellos, pero no solo: también hay otros cuadros más inespecíficos —atípicos, los llaman—, que no encajan exactamente dentro de ninguna de esas categorías, pero que son también TCA, igual de complejos y peligrosos. O incluso más, apuntala Fernando Fernández Aranda, psicólogo clínico y director del Área de TCA Bellvitge-Sagrat Cor, donde se ubica esta novedosa unidad: “Son más resistentes al tratamiento porque parecen menos severos y se les presta menos atención. Pero duran más en el tiempo y tienen más riesgo de cronicidad”. Por ejemplo, una anorexia sin un bajo peso extremo, una bulimia con atracones y vómitos más espaciados en el tiempo.
La enfermedad trasciende al estereotipo: la mayoría de personas con un TCA son mujeres, sí; pero ni todas son jóvenes, ni todas sufren una delgadez extrema. Y la conducta alterada en la alimentación solo es, como avanzaba Begoña, la punta del iceberg, apenas un síntoma de un daño más profundo y complejo a nivel mental.
La prevalencia de los TCA ronda el 4% de la población (la mayoría, mujeres) de entre 12 y 21 años, pero hay casos, como el de Begoña, que se perpetúan durante décadas. Según Fernández Aranda, “cuatro de cada 10 pacientes no se recuperan o se recuperan solo parcialmente”.
En esa bolsa de pacientes están los casos más graves, que llega incluso a fallecer por consecuencias de la enfermedad, pero también aquellas pacientes crónicas que, si bien no están en la fase más aguda y extrema del trastorno donde su vida corre peligro inminente, se han estancado con unos problemas de salud crónicos que merman su calidad de vida. “En el que se recupera solo parcialmente, la enfermedad está impactando en su día a día, a nivel familiar, individual y laboral. Pueden hacer, más o menos, una vida, pero generalmente están solos y el trastorno impacta”, describe el especialista, que es también jefe de la Unidad de TCA de Bellvitge.
Begoña pasó muchos años inadvertida. O “tirando”, al menos. “Como no tenía el peso tan bajo no le dieron tanta importancia, aunque yo por dentro me sentía muy mal. Era infeliz”, explica. Pero así aguantó durante años, hasta que su vida empezó a correr peligro y entonces sí, tuvieron que hospitalizarla. “Era mi única salida: o ingresaba o me iba al otro lado”, relata. Y en cada ingreso, algo mejoraba y recuperaba peso, pero su cabeza “no estaba bien”. La última vez, ya lo veía venir: “Yo me sentía muy a gusto con el apoyo y el cariño del equipo médico, pero cuando me dieron el alta se lo dije: ‘Me habéis soltado al mar sin flotador’. Y volví a recaer”.
Son casos atrapados en un limbo terapéutico y administrativo, sin tratamientos ni recursos específicos para abordar esa complejidad. “Hasta ahora lo que se hacía era un poco lo que se podía: hacer de nuevo el tratamiento, ver si hay factores motivadores… Pero hemos visto que lo que antes no había funcionado, por repetirlo más veces, no va a dar resultado”, admite el psicólogo clínico.
El nuevo dispositivo puesto en marcha por Bellvitge y el Sagrat Cor de Martorell intenta tapar ese agujero asistencial. Es, en palabras de Fernández Aranda, “una esperanza” para un perfil de paciente muy concreto: aquellas con la enfermedad enquistada, de muchos años de evolución, que han agotado todas las alternativas terapéuticas. “No hay que centrarse en lo que ha fracasado, como solo el trastorno alimentario o el peso. Tenemos que mirar qué otros aspectos que están manteniendo esta situación del problema alimentario: la motivación, el trabajo familiar intensivo, la esperanza de vida, qué objetivos tiene a medio plazo… Y luego sí, también mirar aspectos nucleares del trastorno alimentario que, a lo mejor, no han sido abordados”, explica el especialista. La unidad, ubicada en las instalaciones del Sagrat Cor, está funcionando desde el pasado enero y cuenta con una veintena de plazas.
Edurne (nombre ficticio) ocupa ahora mismo una de ellas. Tiene 31 años y desde los 15 arrastra también una anorexia nerviosa. “He tenido muchos ingresos: ingresaba, subía de peso, salía y bajaba otra vez de peso”, rememora. En este centro lleva tres meses y asegura que es completamente diferente a los demás, el “más duro de todos”. Y reflexiona: “Es un proceso muy duro porque tú coges más responsabilidad. En los otros sitios, tienes unas normas muy estrictas. Aquí tú decides si hacer algo o no. Ponen unas normas para que no haya riesgo de desnutrición, claro, pero tú decides. Esta libertad que te dan significa coger tú la responsabilidad. Y es muy positivo porque cuando estás fuera, no tienes a alguien que te diga que comas. Lo harás porque quieras tú”.
La corresponsabilidad es clave en este nuevo abordaje terapéutico, destaca Nuria Jaurrieta-Guarner, coordinadora de la nueva unidad: “Hay que abordarlo desde el no control y trabajar mucho la responsabilidad de la propia persona dentro de este proceso de cambio”. De hecho, abunda Fernández Aranda, el peso no marca el ritmo del proceso terapéutico: “Así como en otras unidades tienen visitas en función del peso, aquí tienen visitas [independientemente del peso] porque esto es una herramienta terapéutica más. Y las altas no van supeditadas al peso que recuperen o no porque, a lo mejor, están estancadas en un bajo peso (no en una situación crítica, por supuesto) desde hace años o tienen un peso más o menos normal, pero no se les da el alta porque hay objetivos que se siguen trabajando”.
El recorrido terapéutico dura entre tres o cuatro meses. Un tiempo centrado en la recuperación a todos los niveles: desde la recuperación de la musculatura con un fisioterapeuta a la recuperación de la persona y de sus habilidades sociales con acompañamiento psicológico. “Hay una primera fase de adaptación, donde llegan a la unidad y se trabajan aspectos motivacionales. Luego, otra fase de empoderamiento de la persona y de trabajo con las familias y, por último, una etapa de prealta donde se trabaja el vínculo y la recuperación psicosocial en la que se entrenan habilidades para utilizar fuera”, explica la coordinadora. En este momento, hay siete pacientes ingresadas y varios casos en estudio.
No puede entrar cualquiera. Esta unidad está pensada solo para pacientes con una larga duración de la enfermedad y que están estancados tras haber agotado todas las alternativas terapéuticas en las unidades de TCA de los hospitales. Son, de hecho, estos servicios los que tienen potestad para derivar los perfiles más adecuados a la nueva unidad integral, con la que trabajan de forma coordinada y en red —las pacientes, después de los tres o cuatro meses de hospitalización con el equipo de Jaurrieta-Guarner, continúan bajo el seguimiento asistencial en su UTCA de referencia—.
Edurne está a punto de comenzar unas prácticas de trabajo que podrá compaginar con el ingreso. Le da un poco de miedo volver al mundo laboral y no disfrutarlo, dice, porque la enfermedad, al final, es eso: “Un miedo, un no puedo, que te limita el día a día”. Pero tiene ganas de intentarlo. Y de ver a sus amigos. Y de viajar. “Antes no tenía futuro. Vivía el día a día y ya. No quería pensar porque no sabía si habría un mañana. Pero ahora echo de menos mi vida”
En estos dos meses, Begoña también ha empezado a ver una luz de esperanza. “He descubierto cosas de mí que no sabía. No hay color. Antes estaba tan perdida, que no veía objetivos. Pero ahora ya los veo un poco más claros: me gustaría acercarme a mi hija, volver a mi trabajo y disfrutar de él, hacer deporte sin ser por obligación y comer sin pensar si voy a engordar”. Sentada en la sala donde comen y hacen actividades, habla con los ojos vidriosos y sonríe por primera vez: “He pasado semanas en las que me he sentido fatal y quería huir, pero me quedo porque quiero curarme y experimentar lo que nunca he sentido: la felicidad. Quiero tener una vida mejor”, sonríe por primera vez.
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