La ciencia de la música ilumina la conexión cerebral que se produce en los conciertos: “Nuestras neuronas bailan al mismo ritmo”

Tres estudios científicos independientes analizan cómo el cerebro humano transforma las notas en emociones, un misterio que intriga a psicólogos y musicólogos desde hace décadas

La cantante Taylor Swift durante un concierto de su última gira en Melbourne, AustraliaJOEL CARRETT (EFE)

Siempre hay música. Los ritos en casi todas las religiones se subrayan acústicamente con canciones y, con ellos, las etapas vitales de millones de personas, desde su presentación en sociedad hasta su muerte. Equipos deportivos y enteros países condensan su identidad en una canción, que convierten en su himno oficial. La música lo marca todo, de lo más colectivo a lo más íntimo. Los enamoramientos, con “nuestra canción”. Las separaciones, con un tema de despecho o de melancolía. Las fiestas, etern...

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Siempre hay música. Los ritos en casi todas las religiones se subrayan acústicamente con canciones y, con ellos, las etapas vitales de millones de personas, desde su presentación en sociedad hasta su muerte. Equipos deportivos y enteros países condensan su identidad en una canción, que convierten en su himno oficial. La música lo marca todo, de lo más colectivo a lo más íntimo. Los enamoramientos, con “nuestra canción”. Las separaciones, con un tema de despecho o de melancolía. Las fiestas, eternamente ligadas al cante y el baile. Los cumpleaños. Las Navidades. Hay discos que quedan asociados a unas coordenadas emocionales y tienen el poder de llevarnos a un momento, un lugar o una persona. La música es uno de los elementos que más y mejor saben emocionar al ser humano. Lo que no se sabe muy bien es por qué.

Psicólogos y neurólogos llevan décadas intentando entender cómo percibe la música el cerebro, qué células y circuitos entran en juego. Si es un rasgo exclusivamente humano u otros animales, como los pájaros o algunos perros, son igualmente musicales. Si existen algunos ritmos universales o por qué la música en directo nos emociona más que la grabada. Este mismo mes, tres estudios independientes han intentado arrojar algo más de luz sobre el tema.

Sascha Frühholz, profesor de la Unidad de Neurociencia de la universidad de Zurich, es el autor principal de uno de ellos. Lleva años estudiando cómo se transmite la emoción a través del sonido, un tema que ha sido muy explorado, admite, pero en el que encuentra ciertas lagunas. “Apenas hay estudios que analicen la música en directo, y creo que es algo que todos sabemos a nivel personal, que en un concierto, sientes la música de forma más intensa”, explica en conversación telefónica.

Para demostrar científicamente esta intuición, Frühholz se valió de 19 voluntarios como audiencia y dos pianistas. Los conciertos no fueron especialmente cómodos. El público (una sola persona por recital) no estaba sentado, sino tumbado en una camilla, y esta se introducía en un enorme escáner de resonancia magnética para leer cómo reaccionaba su cerebro a la música. “Sí, fue bastante raro”, confiesa entre risas el experto. En ocasiones se ponía una canción grabada. En otras, el músico arrancaba a tocar un tema y podía ver en directo el escáner cerebral de su oyente. “Le pedimos al pianista que intentara cambiar la forma de tocar para adaptarse a la actividad cerebral”, explica Frühholz. “Una de las cosas que hace que la música en directo tenga un efecto más fuerte es la capacidad de cambiar algo en la actuación, y si el cambio sucede en la audiencia en la misma dirección, con la misma intensidad, pensamos que hay una sincronía”. La sincronía es una especie de empatía musical, una comunión entre músico y oyente que no se produce con la música grabada. El estudio confirmó esta idea, y la actividad cerebral que se registró escuchando canciones grabadas fue considerablemente menos que con el directo.

La conexión con el público

“Los artistas suelen buscar esa conexión con el público”, explica en un intercambio de audios la psicóloga Rosana Corbacho, que lleva varios años especializada en tratar a músicos y otros profesionales del sector. “Hay que saber surfear esas olas emocionales para poder estar presente y abiertos a la conexión con el público. El estar sintiendo las mismas emociones o estar provocando ciertas emociones en un concierto es descrito como una de las experiencias más intensas en la vida de un artista”, reflexiona. Este sentimiento de pertenencia, de formar parte de algo, sirve como amplificador emocional, magnificando los efectos de la música en un público que reacciona al unísono ante un mismo estímulo. Es algo que se aprecia en los conciertos o discotecas actuales, pero que funcionaba igual en los ritos prehistóricos con música y baile frente al fuego. “Hay estudios donde se ve como al público que está bailando en un club una sesión de un DJ el ritmo del corazón se les sincroniza de alguna forma”, señala Corbacho. “Es como si nuestras neuronas bailaran al mismo ritmo”.

Foto de ambiente de un concierto en el Arena Monterrey, en México, este mes de marzoMedios y Media (Getty Images)

Esta comunión musical explica en parte cómo en los últimos años, cuando la música grabada se puede reproducir a una calidad mucho mayor que en el pasado, los conciertos y festivales hayan ido ganando importancia hasta convertirse en uno de los pilares de la industria musical. En 2017, los ingresos de la música en vivo en el mundo ascendieron a 18.100 millones de dólares, según el portal Statista. En 2023, han superado los 30.100 millones. Las cifras no parecen sorprender a Frühholz. “Si lo piensas, la música nació para ser escuchada en directo, solo en los últimos cientos de años, gracias a la tecnología, hemos empezado a escuchar música grabada”, argumenta.

El estudio de Frühholz viene a apuntalar estas ideas, pero el experto reconoce ciertas limitaciones, como la falta de contagio emocional, al haber solo un oyente, y la mayor capacidad que tenía el pianista para adaptarse a su público, no solo por ser reducido, sino por poder leerle, casi de forma literal, la mente. Es difícil pensar que en un concierto de Taylor Swift, que reúne de media a 70.000 oyentes, la artista se pueda amoldar a los sentimientos todos y cada uno de ellos. “Es cierto”, reconoce el experto, “pero en cantantes pop como ella la conexión es más fácil porque el público conoce el texto de las canciones. Y además debes tener en cuenta el contagio emocional”. El público, en un concierto multitudinario, tiende a homogeneizar sus sentimientos y a comportarse casi como un solo oyente.

La tribu que bailaba al ritmo de ‘Jingle bells’

El siguiente estudio no tuvo lugar en un laboratorio suizo, sino en la selva boliviana. Allí llegó, después de días navegando por el Amazonas, un grupo de científicos para preguntar por ritmos, sonidos y musicalidad a la tribu de los Tsimane. Nori Jacoby, psicólogo del MIT, lideraba el experimento, que ha sido publicado en Nature. “Habría sido más cómodo hacerlo desde el sofá”, reconoce con sorna, “pero no fue así. Hicimos pruebas in situ con más de 900 personas de 15 países”. Muchas procedían de sociedades cuya música tradicional contiene patrones rítmicos distintivos que no se encuentran en la música occidental. Y se hizo un esfuerzo extra para buscar perfiles con poco acceso a internet para evitar que sus gustos musicales fueran demasiado homogéneos, explica Jacoby, que en la actualidad trabaja en Instituto Max Planck de Estética Empírica de Fráncfort.

La idea era exponer a estas personas a ciertos patrones musicales y pedirles que replicaran el ritmo con golpecitos de sus dedos para ver hasta qué punto se equivocaban, imitando ritmos estandarizados que habían escuchado anteriormente. “Era similar al juego del teléfono escacharrado”, señala el experto. “A medida que avanzaba el juego, los participantes se inclinaban cada vez más por representar lo que creían oír en lugar de por lo que realmente estaban oyendo. Este proceso iterativo revelaba así las expectativas y las tendencias naturales que tiene cada oyente”.

Foto de ambiente de una discoteca de Los Ángeles en una fiesta de los Oscars, el pasado 10 de marzo.Randy Shropshire (Getty Images for Affinity Nightl)

Se trata del primer estudio transcultural a gran escala sobre el ritmo musical. “Proporciona la prueba más clara hasta la fecha de que existe cierto grado de universalidad en la percepción y la cognición musicales” señala el experto. Todos los grupos analizados mostraron sesgos hacia las proporciones enteras simples. “Sabemos que el cerebro humano contiene mecanismos que favorecen este tipo de ritmos constantes”, dice Jacoby. Eso explicaría la universalidad de la proporción 1:1:2 que escuchamos, por ejemplo, en el villancico anglosajón Jingle bells, pero también en canciones tradicionales en casi todas las culturas, incluso las más aisladas. “Evidentemente, estas preferencias pueden provenir de una tendencia natural a tener pulsaciones constantes o isócronas”, concluye el experto.

De la música tribal a la electrónica. El último estudio a reseñar analizó cómo este género puede hacer que los oyentes disocien y alteren sus estados de conciencia. Ha sido liderado por Raquel Aparicio Terrés, psicóloga de la Universidad de Barcelona. Para llevarlo a cabo, reclutó a 19 personas, de entre 18 y 22 años, y les hizo escuchar seis extractos de música electrónica a tempos de 99 latidos por minuto o bpm, 135 bpm y 171 bpm. Los investigadores utilizaron la electroencefalografía, que mide la actividad eléctrica del cerebro, para medir la sincronización neuronal de los participantes con la música.

La sincronización entre la actividad cerebral y el ritmo de la música se produjo en los tres tempos, pero fue más pronunciada con los 99 bpm, un ritmo que escucharon en esta canción (y que es similar al de éxitos comerciales como Hello Goodbye de The Beatles o Crazy in Love de Beyoncè). Aparicio Terrés explica en el estudio que los resultados pueden tener dos implicaciones médicas. Por una parte, la comprensión de los mecanismos cerebrales que subyacen a los estados alterados de conciencia, como el coma o el estado vegetativo. Y por otro, el conocimiento y uso de “técnicas externas no invasivas que faciliten estados deseables de distanciamiento de la realidad, sobre todo en entornos clínicos como las unidades de cuidados intensivos”.

“Utilizar la ciencia de la música para poder aliviar el estrés, la ansiedad o alterar estados de conciencia es algo que se estudia desde hace tiempo” señala Corbacho, que pone ejemplos como la aplicación Moonai que usa sonidos y música con los que promete reducir el dolor menstrual. “Siempre hemos utilizado la música para alterar nuestras reacciones emocionales a lo largo de toda nuestra evolución. Como dice [el psicólogo] Guillermo Dalia, antes de poder comunicarnos con palabras, ya utilizábamos ritmos”.

Sin embargo, hasta ahora no entendíamos los mecanismos que traducen estas notas en emociones. Qué es lo que hace que una canción nos mueva a bailar, nos transmita angustia o nos haga llorar. Tampoco ahora terminamos de hacerlo del todo. Los estudios mencionados, y otros muchos, empiezan a arrojar luz en la caja negra que sigue siendo nuestro cerebro. Y prometen hacernos entender si hay cierta universalidad en estas sensaciones, si las canciones más famosas de la historia no son sino fórmulas matemáticas capaces de tocar las teclas adecuadas no solo musical, sino neurológicamente hablando.

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