Cuatro palancas para inyectar oxígeno político y financiero al Sur Global

La pandemia y la guerra de Ucrania han agudizado gravemente las necesidades financieras del mundo en desarrollo y amenazan con volatilizar los objetivos de desarrollo. La comunidad internacional puede responder eficazmente en campos como el de la deuda, la ayuda, los impuestos o las migraciones. Este ejercicio beneficiaría al conjunto del planeta

Transeúntes caminan por una calle del barrio Mugica, el 14 de febrero de 2023, en Buenos Aires (Argentina).JUAN IGNACIO RONCORONI (EFE)

Cuando las delegaciones oficiales de todo el mundo se den cita en Nueva York el próximo septiembre para una evaluación a medio camino de la Agenda 2030, el primer asunto sobre la mesa será cómo pagar la factura. Para el Sur Global, los ocho años que han pasado desde 2015 han supuesto una concatenación de crisis que han disparado las necesidades del desarrollo y jibarizado los recursos para hacerles frente. A menos que la comunidad internacional actúe de manera decidida para amortiguar unos y expandir otros, el legado de los Objetivos de Desarrollo Sostenible será un planeta más pobre, enfermo y peligroso de lo que era cuando empezaron.

Una estimación reciente de la Conferencia de Comercio y Desarrollo de la ONU (UNCTAD) elevaba a 774.000 millones de dólares (753.000 millones de euros) el bocado de covid-19 en la financiación disponible para el desarrollo sostenible de los países de ingreso medio y bajo. Esta caída —que equivale al 17% del total de los recursos disponibles y considera solo el primer año de la pandemia— se explica por la caída de los flujos de capital y, muy especialmente, por el desplome de los ingresos públicos. En conjunto, la brecha estimada de financiación de los ODS creció un 56%, hasta alcanzar la friolera de 3,9 billones de dólares (3,7 billones de euros) en 2020.

Mientras los recursos públicos se desploman, el Sur Global hace frente a una verdadera tormenta perfecta para el desarrollo. Cuando la mayoría de países no habían empezado a levantar la cabeza por los efectos de la pandemia, la sequía y, muy especialmente, la guerra en Ucrania, han elevado cada uno de los riesgos exponencialmente. El año 2022 marcó un récord en el Índice de Precios de los Alimentos que elabora la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), después de que en 2021 hubiesen crecido ya un 28%. El incremento desmesurado de los precios de alimentos básicos como los cereales ha disparado el número de personas en situación de inseguridad alimentaria aguda a los 193 millones, prácticamente el doble que en 2016.

Cerca de medio centenar de países se exponen a una crisis combinada de altos precios en los alimentos, la energía y la deuda. Un número dos veces mayor está gravemente lastrado por al menos una de estas tres crisis. Regiones enteras, como África subsahariana y Oriente Próximo, malviven atrapadas en un círculo vicioso de pobreza, conflicto y emergencia climática.

Lamentablemente, el entusiasmo keynesiano de los países ricos en la respuesta a la crisis derivada de la pandemia no llegó más allá de sus fronteras. Si la respuesta fiscal media de las economías de ingresos altos fue del 11,7% de su PIB, la del conjunto del mundo en desarrollo fue exactamente la mitad. La de los países de ingresos bajos se limitó a un magro 3,2% de sus magras economías nacionales. No hay red de seguridad en los márgenes Sur global, vino a decir la comunidad internacional.

El 1% más rico del planeta se ha hecho con dos terceras partes de toda la riqueza generada en la economía global.

Cuando las necesidades ahogan y los recursos escasean, el resultado es el endeudamiento de las economías. Y el de este período amenaza con batir récords. Como explicaba José Naranjo en una pieza publicada recientemente en este diario, “la deuda de los gobiernos subsaharianos representa el 53,73% de su PIB, según el Fondo Monetario Internacional, y nada menos que 22 países están en riesgo de impago (…)”. La región africana es sin duda la más afectada, pero no la única. La asfixiante deuda externa supone un obstáculo insorteable para la recuperación de países como Laos, República Dominicana o Turkmenistán, donde el servicio de la deuda supone entre un 30% y un 40% de los ingresos públicos, lo que choca frontalmente con los objetivos de gasto social. Sri Lanka (22 millones de habitantes) ofrece una fotografía del futuro que podría esperar a algunos de estos países: impago en abril de 2022, crisis socioeconómica, protestas sociales, violenta represión policial y caída de dos gobiernos consecutivos antes del fin del verano.

Para quienes peinamos algunas canas esta situación resulta alarmantemente familiar. Así lo explicaba el seminario The Economist en julio del pasado año, comentando el estado de 53 economías emergentes frágiles: “La sombría situación actual tiene una analogía en los desesperados años ochenta y noventa. Entonces, como ahora, a un largo período de crecimiento robusto y condiciones financieras favorables siguieron tiempos de vacas flacas y un aumento de la carga de la deuda. Las crisis macroeconómicas, el aumento de la inflación y, finalmente, la subida de los tipos de interés en el mundo rico, empujaron a muchas economías pobres muy endeudadas al abismo”.

Pese a que los niveles actuales de endeudamiento no han llegado todavía a los de entonces, la situación podría ser más complicada de resolver. A diferencia de los años 90 y 2000 —cuando se aprobaron las iniciativas para los Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés) en 1996 y para el Alivio de la Deuda Multilateral (MDRI, por sus siglas en inglés) en 2005— una parte no despreciable de la deuda del mundo en desarrollo se encuentra en manos de acreedores privados y de países, como China, que no pertenecen al llamado Club de París. Este grupo de naciones prósperas ha actuado como referente informal en las negociaciones de alivio de deuda. Eso complica mucho los esfuerzos coordinados de condonación, que están sujetos a un esquema sorprendentemente informal. Las pulsiones nacionalistas chinas, explica la investigadora Deborah Brautigam en la revista Foreign Affairs, podrían hacer descarrilar el esfuerzo del G20 por alcanzar un nuevo pacto post-pandemia de alivio de la deuda a través del llamado Marco Común.

La cancelación de parte de la deuda es clave, pero necesitaremos mucho más. El primer paso es un incremento sustancial de la ayuda al desarrollo, que crece de manera desesperantemente lenta desde su mínimo histórico en 2001. Cumplir el compromiso del 0,7% doblaría los recursos actuales hasta superar los 350.000 millones de euros anuales. Esta cantidad no es suficiente para sacar al Sur global del agujero financiero, pero puede ayudar mucho en sectores particularmente sensibles como los de la pobreza extrema, la seguridad alimentaria o la salud. Solo en este último campo, los años de la pandemia han visto un retroceso sin precedentes en la lucha contra el VIH, la malaria, la tuberculosis o la neumonía infantil, que provocan cada año la muerte de millones de seres humanos. La ayuda al desarrollo apuntala el bienestar de las poblaciones más pobres del planeta exactamente donde lo necesitan.

La tercera fuente de financiación que se busca desbloquear es la de los ingresos fiscales, tanto en los propios países en desarrollo como en los países donantes que podrían distribuirlos. El argumento es conocido: desde 2020, el 1% más rico del planeta se ha hecho con dos terceras partes de toda la riqueza generada en la economía global. Algunos sectores, como el de la energía y el de los alimentos, declaran ingresos históricos como consecuencia de la inestabilidad geopolítica y el incremento derivado de los precios. Solo en esos dos sectores, Oxfam estima en 257.000 millones de dólares (244.000 millones de euros) los beneficios distribuidos a los accionistas de estas compañías en 2022.

Mientras tanto, una combinación de derrotismo político e ingeniería legal permite a plutócratas y transnacionales eludir sus responsabilidades fiscales. Los impuestos sobre la renta, sociedades, patrimonio, sucesión o dividendos de capital se han desplomado en los últimos 50 años a una sexta parte de lo que eran. La ruptura del contrato social global es solo un reflejo de las rupturas múltiples de los contratos nacionales, precisamente cuando la emergencia climática y social lo hacen más necesario que nunca. A pesar de sus esfuerzos, el G20 y la OCDE han protagonizado un colosal gatillazo político en su intento de establecer un tipo mínimo del 15% para los beneficios de las grandes compañías, allí donde operen. La complicidad de algunos Estados y de las cien mayores multinacionales del mundo en el juego de la elusión fiscal deriva en una carrera hacia atrás que, según la OCDE, cuesta al sector público global 147.000 millones de euros en impuestos no recaudados y permitiría reubicar a sus legítimos dueños unos 123.000 millones de euros.

Cerca de medio centenar de países se exponen a una crisis combinada de altos precios en los alimentos, la energía y la deuda

La cuarta palanca de financiación del desarrollo que es posible activar en el medio plazo tiene que ver con la redistribución de las oportunidades de empleo y progreso. Las remesas que los emigrantes envían a sus países de origen siguen siendo entre tres y cuatro veces el total de los fondos anuales de ayuda al desarrollo, constituyen un colchón fundamental para cientos de millones de personas en los países más pobres y han demostrado una admirable resiliencia frente a las crisis múltiples. El aumento de las vías legales y seguras de movilidad laboral —esclerotizadas por una política migratoria temerosa, cruel y autodestructiva— no solo permitiría multiplicar estos recursos, sino que resolvería las graves carencias de mano de obra en las grandes economías de destino. Los beneficios asociados a este proceso admiten pocas comparaciones, como explicamos en un análisis previo de esta serie: 13 millones de trabajadores adicionales en los países ricos y en cada uno de los próximos 30 años generarían un ingreso medio de 94.000 millones de dólares anuales para los migrantes y sus países de origen.

Si la incertidumbre abrumadora de estos meses se despejase, las perspectivas podrían cambiar. Uno o dos puntos porcentuales de inflación en los precios de los alimentos y la energía pueden traducirse en más o menos millones de personas hambrientas. Las decisiones que tomen los bancos centrales de Estados Unidos y la UE con respecto a los tipos de interés pueden determinar la sostenibilidad de muchos presupuestos públicos. Esta constatación trágica es la que ha resucitado una versión informal del Movimiento de países no alineados con respecto al conflicto en Ucrania.

Incluso en el mejor de los escenarios, el Sur global precisa oxígeno financiero y político para resolver sus desafíos estructurales. La diferencia con las crisis de los años 80 es que el mundo está hoy profundamente imbricado. Resolver los problemas ajenos es prevenir los propios, porque los ODS nunca han sido un ejercicio unidireccional, sino una manera inteligente de apuntalar intereses compartidos y bienes públicos globales.

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