Un mal mes de abril
En las últimas semanas, se han sucedido en Europa episodios que complican la gestión humana e inteligente de las migraciones. La posibilidad de frenar esta deriva depende de la sociedad civil organizada
En los treinta días escasos de este mes de abril se han producido cuatro episodios que aceleran la deriva iliberal de las democracias europeas: la nueva victoria de Viktor Orbán en Hungría; la conformación del primer gobierno autonómico español que incluye a la ultraderecha; el acuerdo de protección “remota” entre el Reino Unido y Ruanda; y el 40% de los votos cosechados por la candidatura de Marine Le Pen en Francia. Cada uno de estos acontecimientos normaliza lo que debería ser anormal y demuestra que el nacionalpopulismo avanza entre nosotros de manera implacable, gane o no las elecciones.
En materia migratoria, lo que esto sugiere es que todo está en cuestión: el derecho al asilo y refugio, la capacidad de una democracia para arrestar de manera arbitraria, las obligaciones de un Estado con respecto a los niños y las niñas, la información fiable y transparente como base de las decisiones públicas. No hay líneas rojas, solo proclamas que justifican los excesos de una autoridad sobre la base de la supuesta inviolabilidad de las fronteras.
Precisamente porque lo que está en juego son los propios Estados de derecho, el primer cortafuegos debe provenir de sus reglas e instituciones. Cuando un gobierno soberano de la UE rompe las reglas comunes, o cuando un ministerio del Interior permite los excesos de sus cuerpos policiales, la contestación más eficaz es la judicial. Aunque de forma tardía, han sido los jueces europeos los que han puesto algún freno a las tropelías antidemocráticas de Orbán. Y han sido los tribunales españoles el último recurso para quienes han tratado de frenar la devolución de niños a Marruecos.
Lamentablemente, esto no será suficiente. Primero, porque el sistema no da abasto y abundan las arbitrariedades. Segundo, y más importante, porque el propósito último de los nacionalpopulistas es cambiar las reglas del juego. Y lo están consiguiendo: de manera directa, donde tienen la capacidad de controlar parlamentos o gobiernos, como en el Reino Unido; en los demás sitios, definiendo los términos del debate y aprovechando la cobardía o la incompetencia del resto de las fuerzas políticas, como ocurre en buena parte de la UE. En política migratoria real, no retórica, la ventana de Overton se ha estrechado y escorado tanto, que ahora cuesta distinguir a un ministro socialista de un vocero de la Liga Norte.
Frontex es cada vez más cuestionable, sus cuadros cada vez más radicales y sus decisiones cada vez más afines a la industria que rodea a este sector
El buen periodismo puede hacer mucho en este territorio. Pero pocas plataformas consiguen elevarse sobre la tormenta perfecta de un modelo de negocio agotado, una credibilidad en horas bajas y una ciudadanía que solo consume lo que le da la razón. Sea porque no pueden o porque no quieren, la realidad es que los medios de comunicación no están alterando la deriva de este fenómeno.
Mi mayor esperanza está puesta en la ciudadanía organizada. Allá donde asomo la cabeza, las respuestas más contundentes y eficaces provienen de las organizaciones no gubernamentales de investigación, las nuevas plataformas periodísticas independientes o las iniciativas más creativas para influir la conversación pública. Estas nuevas formas de producir información independiente se han convertido en un recurso imprescindible para los medios de comunicación convencionales y las instituciones que protegen el Estado de derecho. Pero su sostenibilidad no está garantizada en un entorno financiero, político y legal cada vez más hostil con las posiciones discrepantes.
Frontex es un buen ejemplo del desafío al que hacemos frente. Esta agencia europea, que nació para ayudar a los Estados miembros a gestionar sus fronteras exteriores, se ha convertido en el brazo armado de unas políticas obsesionadas con la impermeabilización migratoria. Su comportamiento es cada vez más cuestionable, sus cuadros cada vez más radicales y sus decisiones cada vez más afines a la industria que rodea a este sector. Las instituciones de la UE no parecen estar interesadas en cambiar de rumbo –más bien al contrario–. La agencia se ha ido deshaciendo de las voces internas críticas y ha logrado la complicidad de los Estados fronterizos, que establecen con Frontex alianzas de conveniencia para taparse las vergüenzas mutuas. Ni siquiera el Parlamento Europeo ha cuestionado esta transformación.
El único obstáculo real que ha encontrado Frontex ha sido el de la investigación independiente realizada por algunos medios, por campañas internacionales o por organizaciones como la alemana FragDenStaat (Pregúntale al Estado). Dos de sus trabajadores, Luisa Izuzquiza y Arne Semsrott, han sido objeto de acoso por parte de la agencia de fronteras, que respondió a las peticiones de transparencia con una ofensiva legal que ha acabado costando a los investigadores 23.700 euros en costas. Luisa –que evitó la ruina gracias a un fondo de solidaridad de ONG europeas– contó esta historia recientemente en un coloquio organizado por la Fundación porCausa, en el que participó también uno de los exdirectores adjuntos de la agencia, el español Gil Arias. Arias es una persona honesta que peleó desde dentro por un modelo de institución que ya no existe, y eso le costó el cargo. Asegurémonos de que Luisa tenga más suerte.