Por qué Gabriel Boric no habla de la Agenda 2030
Mientras la Cooperación Española plaga sus documentos de términos como sostenibilidad, solidaridad, interdependencia o armonización, a las personas a las que se pretende ayudar les preocupan palabras como desempleo, corrupción, migración, desigualdad y democracia
La semana pasada en el Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, Gabriel Boric dio su primer discurso. Es el presidente de moda en América Latina. De izquierdas en un país conservador, ha sabido conectar con las necesidades actuales de una sociedad cansada y desigual sin generar (excesivo) rechazo en sus poderosas élites económicas. Una difícil alquimia política que pocos dirigentes logran y menos a su edad (36 años). Tiene proyecto para su país, identifica con claridad los problemas y las soluciones, llena sus palabras de contenido y cuida la retórica, las promesas y las expectativas. Apostar por los derechos humanos significa condenar sin matices las violaciones de Venezuela y Nicaragua. Asumir un compromiso feminista significa democracia paritaria, participación laboral femenina, derecho al aborto, educación no sexista, cero violencias y economía de los cuidados.
Desarrollo económico se traduce en la necesidad de redistribución, porque “si se concentra solo en unos pocos, la paz es muy difícil”. Para ello, reforma tributaria, reducción de exenciones y empleo digno. Claro. Para que se le entienda. Sus propuestas no son extravagantes, no difieren de lo que buscamos quienes nos dedicamos al desarrollo y cooperación con responsabilidad, a los diferentes consensos globales o al reciente anteproyecto de Ley de Cooperación para el Desarrollo Sostenible que está proponiendo el Gobierno de España.
Sin embargo, el sector de cooperación en general y el anteproyecto de ley español en particular son difusos en sus términos, valor agregado y estrategias. Lo son por dos razones: la primera es que carecemos de cierta claridad de ideas sobre nuestra contribución en un mundo cada vez más complejo. Y segunda: la poca necesidad de convencer o rendir cuentas sobre el trabajo que realizamos nos permite envolvernos en términos válidos para nuestro regocijo moral, pero vacíos.
Mientras la cooperación plaga los documentos de términos como sostenibilidad, solidaridad, interdependencia, biodiversidad o armonización, a las personas a quienes pretendemos ayudar les preocupan el desempleo, corrupción, migración, desigualdad o democracia. No les hablamos a ellos, lo hacemos entre nosotros, como cámara de resonancia; dos idiomas para hablar de lo mismo: cómo contribuir a resolver sus problemas para que superen la condición de pobreza y desigualdades extremas.
Buena parte del debate sobre el anteproyecto de Ley de Cooperación se ha centrado en la excelente noticia del compromiso presupuestario del 0,7% de la RNB en Oficial al Desarrollo
El mejor exponente de ello es el sobreúso que damos a la Agenda 2030 de la ONU. Lo mismo sirve de paraguas del anteproyecto de Ley de Cooperación Española, que para las empresas mineras más grandes del mundo, que la mencionan permanentemente en sus informes de sostenibilidad. Lo mismo hacen las empresas energéticas, que tampoco dudan en su cumplimiento, y cómo no, toda constructora que se precie. Una misma agenda de desarrollo a la que contribuyen los defensores ambientales en América Latina al proteger sus bosques, ríos y mares, y con la que dicen alienarse también las mismas compañías que les hostigan. O el término, o la agenda o el uso que se le da, fallan.
El problema no es la Agenda 2030 ni el esfuerzo que la ONU está realizando para que colectivamente podamos avanzar hacia sus diferentes metas; pues fue un trabajo diplomático ingente poner de acuerdo a gran parte de los países del mundo, marcarnos una ruta amplia e integral. El error está cuando no se concreta. Cuando se utiliza únicamente como gran paraguas donde cabe tanto que pierde su sentido. Es esto comprensible (no justificable) en las empresas, a quienes habría que poner más dientes sobre sus prácticas; pero no es aceptable este empleo vago de la agenda en un anteproyecto de Ley de Cooperación que tiene que tener visión, lectura del contexto y prioridades. Sin esto, todo lo demás carece de sentido.
Hay que tomarse en serio estas políticas y la contribución que España quiere dar a un mundo cada vez más complejo. Buena parte del debate sobre el anteproyecto de Ley de Cooperación se ha centrado en la excelente noticia del compromiso presupuestario del 0,7% de la Renta Nacional Bruta en Ayuda Oficial al Desarrollo, la incorporación de la cooperación descentralizada (todavía mejorable) o la compleja gobernanza que propone. Son pocos quienes han levantado la voz sobre la importancia de clarificar la visión. Oxfam Intermón lo ha hecho.
La Cooperación Española tiene ahora una oportunidad única para reposicionarse internacionalmente, recuperar el reconocimiento que tenía y su contribución a los desafíos del planeta
¿En qué tipología de países quiere centrarse España? ¿Dónde puede dar un valor agregado distintivo basándose en su experiencia? ¿Cuáles son las temáticas que priorizamos (en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 tiene 17 para elegir)? ¿Con qué énfasis? ¿Cuál es el rol que queremos jugar y a través de qué actores llevarlo a cabo? En definitiva, a qué mundo aspiramos, dónde nos situamos en este y cómo queremos contribuir a lograrlo. Tan simple y tan complejo como eso.
La Agencia Sueca de Cooperación (ASDI) y el Departamento de Desarrollo Internacional de Reino Unido (DFID) son dos metas en las que inspirarse. La primera deja claro desde hace años en todos sus documentos que su contribución al desarrollo global se centrará en la resolución de conflictos, los derechos de las mujeres y el medio ambiente/cambio climático. Y lo hacen a través de un fuerte apoyo a la sociedad civil. Han logrado ser un respetado referente internacional en estas tres prioridades.
Reino Unido, más grandilocuente en sus aspiraciones y dejando claro que pretende ganar influencia global (especialmente ASEAN) con sus políticas de desarrollo, da más peso a la niñez, el acceso a las escuelas, especialmente de niñas, apoyo a libertad de expresión y a periodistas o la producción de energía verde y respuestas humanitarias.
Las dos tienen como referencia la Agenda 2030, pero concretan después en sus apuestas dos aspectos fundamentales: punto geográfico y estrategias. Son para ellos un horizonte. Otro ejemplo más cercano, el anteproyecto de Ley Vasca de Cooperación, también cercano a ser aprobado, traza mejor su rumbo y prioridades, con peso específico en los derechos humanos, feminismo, transición socio-ecológica y el desarrollo de base territorial. Aunque todavía falta apuntalarlo para llegar al nivel de suecos o ingleses.
La cooperación estatal tiene ahora una oportunidad única para reposicionarse internacionalmente, recuperar el reconocimiento que tenía y su contribución a los desafíos del planeta. Superar el ostracismo sin sentido a la que le condenó el Partido Popular. Todavía se recuerdan en El Salvador sus programas sobre agua, el prestigio de las respuestas humanitarias en el Sahel o el decidido apoyo a las comunidades indígenas en Sudamérica. Para ello, debemos partir de una ley que fije unas primeras líneas sobre el rumbo a seguir, para después concretarse en los planes directores, como se viene haciendo desde 2001.
Trato de imaginarme cuál sería la cara de estupefacción de los seguidores de Gabriel Boric si en su primer discurso en el Palacio de la Moneda les hubiera hablado del cumplimiento de la Agenda 2030 en vez de la importancia de los derechos del pueblo mapuche, la crisis migratoria o el establecimiento de una nueva Constitución. Esa misma expresión es la que, lamentablemente, se nos queda a quienes hemos leído el anteproyecto de Ley de Cooperación Española, por su falta de visión y lectura de los desafíos actuales del planeta. Debemos exigirnos más.