Occidente ha perdido el juicio
200 trabajadores humanitarios, casi todos palestinos, han muerto en Gaza por ataques del ejército israelí, ante el silencio resignado y cómplice de las potencias occidentales
Hablar con trabajadoras y trabajadores humanitarios de Oriente Medio en estos días es escuchar un relato de ira y abatimiento. La ira es fácil de comprender. Desde el pasado 7 de octubre, tras los atentados terroristas de Hamás, más de 200 trabajadores humanitarios, casi todos palestinos, han sido asesinados en la franja de Gaza como consecuencia de los ataques del ejército israelí. Tuvieron que morir siete miembros de la ONG World Central Kitchen, seis de ellos occidentales, para que algunos gobiernos de Europa y el Estados Unidos emitieran leves críticas contra Israel. La respuesta del primer ministro Benjamin Netanyahu fue concisa y predecible: “Esto pasa en una guerra”. A este desplante las potencias occidentales respondieron unas con un silencio resignado y cómplice, y otras, como Estados Unidos, renovando el envío de armas a Israel. El mensaje es claro: la vida de los trabajadores humanitarios apenas tiene valor; si son palestinos, menos aún.
La ira de los trabajadores humanitarios se ha ido acumulando mes a mes. Cuatro semanas después del inicio del conflicto, cuando ya 89 compañeros habían muerto bajo las bombas o a balazos en la franja de Gaza y los soldados israelíes habían realizado más de 100 ataques contra centros de salud, el Comité Permanente entre Organismos (IASC, por sus siglas en inglés), órgano de coordinación de las principales agencias humanitarias, publicó un comunicado denunciando el incumplimiento del derecho internacional y exigiendo un alto el fuego humanitario. Sin embargo, las resoluciones presentadas ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en defensa de ese alto el fuego fueron vetadas por Estados Unidos, e Israel continuó matando indiscriminadamente a civiles y trabajadores humanitarios.
El mensaje es claro: la vida de los trabajadores humanitarios apenas tiene valor; si son palestinos, menos aún
Cuando el Tribunal Internacional de Justicia, el 26 enero, dictaminó que Israel estaba plausiblemente violando la Convención sobre el Genocidio en Gaza y exigió a su Gobierno, entre otras medidas, permitir la entrada de asistencia humanitaria, pudo parecer que la presión internacional obligaría a Netanyahu a acatar el veredicto. No hubo ni presión ni acatamiento. Horas antes de que el Tribunal Internacional de Justicia hiciera público su veredicto, Israel acusó a 12 miembros de UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos, de haber participado en los crímenes cometidos por Hamás el 7 de octubre. Que Israel no presentara prueba alguna respaldando sus acusaciones, que UNRWA tenga 13.000 empleados en Gaza o que sea la única organización con la infraestructura y el personal capaz de distribuir asistencia en medio de la hambruna de los palestinos no impidió que 18 países donantes, entre ellos Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania e Italia, suspendieran su financiación. A casi ningún país de la OCDE pareció preocuparle las consecuencias de socavar el trabajo de una organización de Naciones Unidas durante una terrible crisis humanitaria en base a acusaciones ni justificadas ni verificadas. El Informe Colonna, una investigación independiente encargada por Naciones Unidas y liderada por la antigua Ministra de Asuntos Exteriores francesa Catherine Colonna con el apoyo de tres centros de estudios escandinavos, publicado el 22 de abril, concluyó que Israel, tres meses después de realizadas las acusaciones, aún no ha mostrado prueba alguna de su veracidad. La ira, decíamos, es fácil de comprender.
Y hubo consecuencias. En marzo, la Clasificación Integrada de Fases de Seguridad Alimentaria de la FAO (IPC, por sus siglas en inglés) mostraba que, “los niveles catastróficos de hambre en Gaza son los más altos jamás registrados en la escala IPC, tanto en términos de número de personas como de porcentaje de la población. Nunca antes habíamos visto un deterioro tan rápido hasta llegar a una hambruna generalizada”. Numerosas organizaciones internacionales, entre ellas Oxfam, han detallado cómo Israel continúa bloqueando el acceso de ayuda a Gaza. El obstinado incumplimiento de las medidas impuestas por el Tribunal Internacional de Justicia con el objetivo de prevenir un genocidio, ante la rabia de quienes luchan en primera línea por salvar vidas, no mella el apoyo a Israel de las mayores potencias occidentales.
Cuando la ayuda humanitaria logra penetrar en la Franja, los resultados pueden ser igualmente trágicos. El 29 de febrero, los soldados israelíes que acompañaban a un convoy humanitario en el norte de Gaza abrieron fuego contra una multitud de palestinos hambrientos, matando a más de 100 personas e hiriendo a 700. El ejército afirmó que solo había disparado al aire para evitar aglomeraciones, pero una sobrecogedora investigación de la cadena estadounidense CNN desmontó esta versión. Tras la masacre, Estados Unidos bloqueó una declaración de condena en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas propuesta por Argelia. En lugar de obligar a Israel a permitir la entrada de alimentos y medicinas en Gaza, el presidente Biden decidió arrojar ayuda desde aviones, contra la opinión de todos los expertos que consideran este sistema caro, ineficaz y peligroso. En los primeros días de la operación, cinco personas murieron aplastadas por los paquetes, según algunos medios. No es extraño que toda esta tragedia provoque ira.
El abatimiento es más complejo de explicar y, quizá, ha calado más profundo. Una trabajadora siria del Programa Mundial de Alimentos contaba en privado, con lágrimas en los ojos, lo que ella y sus compañeros sintieron cuando la Directora Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos (PMA), Cindy McCain, nombrada para este cargo por el Gobierno de Estados Unidos, participó en primera fila el pasado noviembre en un acto de homenaje a Israel cuando más de 100 trabajadores humanitarios de Naciones Unidas ya habían sido asesinados por su ejército.
Mientras su personal muere en Gaza, muchas agencias de Naciones Unidas son dirigidas por diplomáticos o ejecutivos nombrados por países que apoyan y a menudo arman a Israel. El consenso de las naciones poderosas hace que el Programa Mundial de Alimentos sea dirigido por un estadounidense —al igual que Unicef, o que la Oficina de Asuntos Humanitarios la dirija un británico y el Departamento de Operaciones de Paz, un francés—. Estos nombramientos se producen al margen de todo sistema democrático y hacen que lo alto de la pirámide del gobierno global esté siempre dominado por los países que ahora justifican o participan en los presuntos crímenes de guerra del Gobierno israelí.
Es difícil hablar de políticas de género o de derechos humanos en nombre de instituciones impulsadas y sostenidas por países que financian, arman o miran hacia otro lado
Los trabajadores humanitarios de Oriente Próximo, mujeres y hombres palestinos, yemeníes, jordanos, sirios, iraquíes, apostaron por un orden mundial emanado de la Carta de Naciones Unidas y protegido por una serie de acuerdos internacionales, desde las Convenciones de Ginebra a la Convención de Derechos del Niño, que en tiempos en paz y, sobre todo, en tiempos de guerra, obligan a todos los Estados del mundo a respetar normas humanas y humanitarias, en la confianza de que no hacerlo conlleva consecuencias. Cuando el primer ministro de Israel, tras el asesinato de más de 200 trabajadores humanitarios, además de la muerte de 35.000 civiles palestinos —más de un tercio niños y niñas— afirma que “esto pasa en una guerra”, y no sucede nada, ese orden mundial o está roto o es, directamente, criminal.
Los trabajadores humanitarios te cuentan cómo en muchas comunidades les insultan por trabajar para organizaciones ligadas a Europa y Estados Unidos. Es difícil hablar de políticas de género o de derechos humanos en nombre de instituciones impulsadas y sostenidas por países que financian, arman o miran hacia otro lado cuando Israel bombardea y ametralla a mujeres, ancianos y niños palestinos. En las voces de esos profesionales que creyeron en un ideal colectivo de principios y valores universales se escucha, quizá más honda que la ira, la desilusión.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales que se habían beneficiado de siglos de colonialismo y opresión propusieron un nuevo orden basado en la justicia antes que en el poder del más fuerte, en la gobernanza global por encima de la fuerza bruta, en los derechos humanos sobrepujando a los intereses geopolíticos. La guerra de Gaza ha demostrado que el orden mundial es en realidad la orden mundial: orden en su acepción de mandato, no de concierto. Occidente se presentó ante el tribunal de la humanidad con un alegato mendaz a favor de la justicia global. Occidente ha perdido el juicio.
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