Las mujeres que lideran la batalla contra la tuberculosis en Moldavia
El número de enfermos en este pequeño país supera los 2.000 al año, una cifra que proporcionalmente es siete veces superior a la media europea. El Gobierno avanza hacia la erradicación gracias a un plan nacional, el trabajo de las ONG y la financiación externa
Cuando Olga se sintió tan débil y tan ahogada que pensaba que iba a morir, acudió directamente a Mariana, enfermera de la ONG Unión por la Equidad y la Salud, que brinda atención social a la población vulnerable de la ciudad moldava de Balti, en el norte del país. “La conocía y me inspiraba mucha confianza. Sé que si estoy viva es gracias a ella. Ir a un hospital y pedir una radiografía hubiera sido largo y costoso”, explica esta mujer, tres años después del diagnóstico de tuberculosis y una vez finalizado el tratamiento, que duró más de 24 meses. “Sufría una variante muy agresiva, le estaba destrozando los pulmones”, explica Mariana durante una visita de control a su antigua paciente.
Olga (este reportaje usa solo los nombres de pila de sus protagonistas para preservar su identidad) tiene 41 años, pero aparenta muchos más. Recibe a Mariana y a este diario despeinada y en chándal. Es una mujer ajada por la vida, muy sola y totalmente sumergida en la pobreza. Su casa, un habitáculo diminuto con muros pintados de rosa, en el barrio Estación Norte, una zona desfavorecida de la ciudad, es un reflejo fiel de su existencia. En una cama grande y dos butacas reclinables duermen ella, sus cinco hijos, de entre 21 y tres años, y su nieta, de apenas dos. Entre la ropa limpia que termina de secarse colgada de las paredes asoman un hornillo, un frigorífico oxidado y una televisión, sus bienes más preciados.
Esta mujer era empleada en una estación de lavado de coches cuando empezó a sentirse enferma. Apenas había podido recuperarse de su reciente parto, tenía mucho frío y horarios de trabajo extremos. “Cuando me internaron en el hospital, mi angustia era que me quitaran a mis hijos, porque solo me tienen a mí. Una amiga los cuidó.”, explica, nerviosa, agregando que de su primer marido solo sabe que está en el extranjero y que el segundo falleció.
La ONG en la que trabaja Mariana le brindó apoyo durante su hospitalización, controló que terminara su tratamiento en casa, le ayudó para obtener ayudas públicas y verifica hasta hoy que acude a los controles médicos necesarios.
En 2022 se registraron en el país 2.121 nuevos casos, es decir, 70,6 por cada 100.000 habitantes, una cifra muy alta comparada con la media europea de 10 casos por cada 100.000 habitantes.
La tuberculosis, una enfermedad infecciosa que se puede prevenir y curar, pero si no se trata puede ser mortal, sigue siendo en Moldavia una de las cuestiones prioritarias de la salud pública. En 2022 se registraron en el país 2.121 nuevos casos, es decir, 70,6 por cada 100.000 habitantes, una cifra muy alta comparada con la media europea de 10 casos por cada 100.000 habitantes. En España, por ejemplo, ronda los 7,6 casos por cada 100.000 habitantes, según las cifras oficiales.
Pero Moldavia, un país de 3,3 millones de habitantes, donde uno de cada cuatro ciudadanos vive por debajo del umbral de pobreza, ha hecho importantes progresos para erradicar la tuberculosis, que hace 20 años afectaba a unos 130 ciudadanos por cada 100.000. Un plan nacional que cubre la prevención y el tratamiento, un trabajo casi puerta por puerta de ONG para identificar enfermos y garantizar que terminan su tratamiento, y un importante apoyo financiero externo, sobre todo el del Fondo Mundial, están detrás de ese retroceso paulatino de la patología.
Visitando instituciones públicas, hospitales, organizaciones e incluso una clínica en una prisión, queda de manifiesto que el rostro de esta batalla contra esta enfermedad en Moldavia es esencialmente femenino. La constatación provoca la risa de Mariana. “Es verdad. Somos muchas mujeres en esta lucha”.
Miedo a enfermar de nuevo
Olga y su familia viven gracias a un subsidio público de 4.000 leus mensuales (206 euros) por cuidado de hijos que finaliza dentro de dos meses, cuando la pequeña cumpla cuatro años. “Estamos racionando la comida porque no sé qué va a pasar. Quiero trabajar, pero tengo miedo de caer enferma de nuevo y además, el hecho de haber tenido tuberculosis hace que haya personas que no me quieran contratar”, explica, mientras busca en la cartera un documento oficial que da fe de que su tratamiento ha terminado y está totalmente recuperada. “Pero esto no sirve de nada, la gente se distancia y también discriminan a mis hijos y los aíslan”, lamenta.
El hecho de haber tenido tuberculosis hace que haya personas que no me quieran contratarOlga, expaciente de tuberculosis
Mariana la consuela y hace mimos a los más pequeños. Las autoridades de Moldavia reconocen que una decena de ONG, como la de Mariana, son imprescindibles para llegar a gente sin hogar, migrantes, presos, prostitutas, drogadictos y personas de riesgo. Según cifras suministradas a este diario por responsables médicos y de estas organizaciones, entre un 8 y un 12% de los casos de tuberculosis son identificados por estas entidades humanitarias.
Diniz, un conductor de taxi de 40 años, acude una vez más este martes por la mañana de noviembre a la oficina de la Sociedad de Moldavia contra la tuberculosis (SMIT) en Balti, creada en 2010 por Oxana Rucsineanu, y su marido, Pavel, tras recuperarse ambos de una tuberculosis complicada. “Quiero sacarme el carné de conducir de camiones y autobuses, pero me lo impiden por haber estado enfermo, pese a que he terminado mi tratamiento y estoy perfecto”.
“Si Diniz no representa un peligro para nadie, este comportamiento es ilegal. Debería tener derecho a conducir un autobús. Nuestro abogado está explicando todo eso a quienes tomaron la decisión”, dice Rucsineanu.
Esta exprofesora de 45 años contrajo la tuberculosis en 2007, una variante resistente a los medicamentos. “Entonces no había mucha opción. Me dieron el tratamiento básico. En 2008 comenzaron a entrar en Moldavia otros tratamientos. Los tomé dos años y gracias a ellos me curé”, relata, explicando que pasó tres años sin poder trabajar y que algunas de las secuelas de la enfermedad, como dificultades para enfocar la vista, mareos y cansancio al caminar mucho, las arrastra esporádicamente hasta hoy.
Esta no es una enfermedad solo de pobres, puede afectar a cualquieraValentina Vilc, doctora
Según la doctora Valentina Vilc, coordinadora del Programa nacional de Tuberculosis de Moldavia, la principal amenaza del país son los casos de tuberculosis multirresistente a los medicamentos, que representan un 28% del total de nuevos casos anuales. Además, esta responsable estima que hay “unos 300 casos” al año que no son detectados.
“Esta no es una enfermedad solo de pobres, puede afectar a cualquiera”, recalca la médica, desde el hospital central de Chisinau donde hay un ala dedicada especialmente a pacientes con tuberculosis, que a principios de noviembre tenía unos 40 enfermos.
Vitali es el ejemplo perfecto para sus palabras. Es un joven de clase media de 18 años, deportista y estudiante de formación profesional que desde hace semanas está postrado en una cama del centro médico. “Empecé a toser el invierno pasado y aquello duró meses. Llegó el verano y vi que sudaba mucho, pero pensé que era normal por el calor. Luego empecé a perder peso”, recita.
El joven acabó en el hospital porque empezó a dolerle mucho la espalda. La tuberculosis no diagnosticada hasta ese momento provocó un absceso en la columna vertebral y tuvo que ser operado con urgencia. Ahora tiene que estar echado en su cama durante varias semanas y le quedan al menos seis meses de tratamiento. “No sé cómo la contraje. Vivo con mi madre y ella no está enferma”, explica.
La doctora Anna Donica, vicedirectora del centro médico, explica que la tuberculosis que no se trata a tiempo puede provocar infecciones en otras partes del cuerpo. “Hay más enfermos de sexo masculino, tal vez un mayor consumo de alcohol o tabaco y porque realizan a menudo trabajos duros al aire libre”, afirma Donica.
Todos ellos, una vez diagnosticados, tienen acceso gratuitamente a todos los tratamientos, cada vez más cortos y más efectivos. En este momento y según cifras oficiales, un 20% de este programa nacional contra la tuberculosis depende de financiación externa. El Fondo Mundial, el mayor proveedor multilateral de subvenciones para luchar contra el VIH, la tuberculosis y la malaria y para fortalecer sistemas de salud en más de 155 países, en el que España es también donante, ha destinado a Moldavia 18 millones de dólares (16,5 millones de euros) para el periodo 2023-2025, ocho de ellos para luchar exclusivamente contra la tuberculosis. En 2022 y según cifras oficiales moldavas, 209 personas murieron en el país debido a esta patología.
En 2022, la tuberculosis fue la segunda causa mundial de muerte por un único agente infeccioso (por detrás del coronavirus) y provocó 1,3 millones de decesos, casi el doble que el VIH, en todo el mundo
“Sigue habiendo gente a la que no llegamos o llegamos muy tarde”, matiza Rucsineanu, explicando un nuevo factor en la lucha contra la enfermedad: la llegada de refugiados enfermos de la vecina Ucrania, en guerra.
En 2022, la tuberculosis fue la segunda causa mundial de muerte por un único agente infeccioso (por detrás del coronavirus) y provocó 1,3 millones de decesos, casi el doble que el VIH, en todo el mundo. El Informe Global de Tuberculosis de 2023 publicado a principios de noviembre por la Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que las restricciones impuestas a la población entre 2020 y 2022 debido a la pandemia de covid-19 provocaron al menos medio millón de muertes adicionales por tuberculosis debido a retrasos en los diagnósticos y tratamientos.
Con la vuelta a la normalidad, aumentó el número de casos confirmados: 7,5 millones en 2022, la cifra más alta desde que la OMS inició el seguimiento mundial de la infección en 1995. En el mundo, 34 millones de personas padecen esta enfermedad, cuya erradicación en 2030 es una de las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
El peso del estigma
Los voluntarios de la ONG Speranta Terrei tienen cita con Vladimir en mitad de la carretera, a la entrada de Balti, para entregarle su medicina. El hombre, un cuarentón de manos rudas vestido con un abrigo militar, no quiere que la ONG, y menos aún un periodista, se acerque hasta su casa. “La gente ya me evita bastante, así que prefiero veros aquí”, saluda. Este hombre volvió enfermo de Rusia, donde había ido a trabajar. Intentó ocultarlo, pero sus vecinos terminaron sabiéndolo porque estuvo hospitalizado. “Ahora sigo el tratamiento en casa. No soy peligroso, pero eso la gente no lo sabe”, lamenta.
“Sin esta ONG muchas personas enfermas en Balti estarían perdidas. Somos mucho más cercanas que el Estado, sabemos llegar hasta ellos, hablamos su mismo idioma”, asevera el psicólogo voluntario tras despedirse. Los responsables de las organizaciones humanitarias coinciden en que el estigma que rodea a la tuberculosis no ayuda a identificar y tratar a los enfermos. Pese a que hay campañas de información, programas de sensibilización en las escuelas y terapeutas que atienden a pacientes y a sus allegados, la tuberculosis es aún “una vergüenza y un lastre” con serias consecuencias familiares, sociales y financieras, sobre todo en zonas rurales.
Sin esta ONG muchas personas enfermas en Balti estarían perdidas. Somos mucho más cercanas que el Estado, sabemos llegar hasta ellos, hablamos su mismo idiomaPsicólogo de una ONG
En Chisinau, la capital de Moldavia, una ciudad muy extendida que combina avenidas con gigantescos bloques de casas de regusto soviético con un deseo de modernización que se traduce en bares, centros comerciales y coches eléctricos, que solo una pequeña parte de la población puede pagar, la ONG AFI identifica y acompaña a pacientes de entornos especialmente vulnerables. Su fundadora , Svetlana Doltu, recibe en su oficina a Irina y Aurel, una pareja que vive en la calle. Él tiene tuberculosis y ella es persona de riesgo. Son personas temblorosas y castigadas por la vida. Han venido en zapatillas de casa y huelen a alcohol pese a no ser ni mediodía. AFI les brinda medicamentos, se aseguran de que lo toman y les lleva a hacer radiografías cada seis meses.
“Para la gente como nosotros no hay muchas opciones, si este centro no existiera no sé si hubiéramos sobrevivido”, dice ella, explicando que por recibir el tratamiento contra la tuberculosis, el Estado les da bonos de comida.
Doltu subraya además el peso del estigma en los presos con tuberculosis, que cuando recobran la libertad, son marginados doblemente: por sufrir la enfermedad y por haber estado en la cárcel. “Si la gente no tiene casa ni trabajo, no puede dar una dirección y se queda sin seguridad social. Un enfermo que sale de la cárcel a veces deja de existir y nosotros tenemos que estar cerca antes de que sean liberados”, explica esta mujer, cuya ONG atendió en 2022 a 2.500 personas en siete distritos del país gracias a la financiación que recibe del Fondo Mundial.
Las palabras de Doltu cobran sentido en la cárcel número 16 de Moldavia, situada en Chisinau. En ella funciona el único hospital penitenciario para enfermos de tuberculosis. Tiene capacidad para 140 pacientes, pero en este momento hay 39, la mitad de ellos multirresistentes a los medicamentos, explica su directora, Irina Barbiros.
Al llegar a cualquier cárcel del país, los internos se someten a una radiografía y si se sospecha que tienen tuberculosis acaban en este hospital penitenciario. “En los tres últimos años la media anual ha sido de 100 pacientes”, calcula Barbiros. En las prisiones de Moldavia también se ofrece a los presos tratamiento con metadona, para combatir las adicciones, y se suministran agujas para acabar con los intercambios entre consumidores de drogas. Esta política reduce el riesgo de sida e indirectamente de tuberculosis, patología que afecta más fácilmente a un enfermo de VIH. Según la OMS, alrededor del 10% de los nuevos casos de tuberculosis anuales en Moldavia son enfermos de sida.
En los pasillos de este hospital penitenciario, los dibujos casi infantiles sobre los gestos básicos para protegerse de la tuberculosis contrastan con los imponentes portones de acero y las rejas. “Estoy mejor, tengo apetito y estoy engordando”, resume Vitalie, un preso de 36 años de rostro desafiante, incluso detrás de su mascarilla. Es la tercera vez que tiene tuberculosis y la quinta que pasa por la cárcel. “Claro que voy a terminar mi tratamiento, no te voy a decir que no, me están filmando”, bromea, señalando la cámara de seguridad, mientras acude a recibir sus pastillas.
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