El colapso del valle de Azapa, la huerta de Chile: “Cuando llegué aquí esto era puro río”
El crecimiento desmesurado de cultivos y la pertinaz sequía ponen en riesgo la sostenibilidad de una fértil franja de 58 kilómetros en medio del desierto de Atacama
Tierra bendita, lo llaman los lugareños. El valle de Azapa, en el norte de Chile, es un hilo de oro verde de 58 kilómetros en medio del desierto más árido del planeta, Atacama. Cuando Ramón, agricultor de 62 años que prefiere no dar su apellido, llegó a trabajar a este campo en los ochenta, en las apenas 1.000 hectáreas cultivadas abundaban el riego y los olivos centenarios, traídos de la época colonial. Ahora que los invernaderos trepan por las laderas de arena como oasis suspendidos en mitad de la nada, “de esta tierra ya no brota el agua”, sostiene el agricultor. “Las mallas están matando nuestro vergel”, dice, en referencia a los cobertizos de tela que se levantan en torno a los huertos, “y los pozos de 20 metros ahora hay que cavarlos hasta los 50”.
De manos gruesas y piel de cuero, sin levantar la vista de la azada con la que arranca de la tierra pimientos amarillos echados a perder por los malos precios, Ramón —“cuando llegué aquí esto era puro río”— recuerda los caracoles y los surcos que dibujaba el cauce del San José, el río que atraviesa el valle de Azapa. Se detiene un segundo para apuntar: el agua viene de las lagunas Cotacotani, de las más altas del mundo. Las lluvias que caen ahora en Los Andes, las únicas del año, pronto regarán este valle sediento que no ha parado de crecer en los últimos años, convirtiéndose en una de las zonas agrícolas más relevantes de Chile.
La introducción del riego por goteo traído de Almería en los noventa permitió un mayor aprovechamiento del agua. En 2004 la región de Arica, donde se encuentra Azapa, fue declarada libre de mosca de la fruta, lo que propició el crecimiento de la superficie cultivada hasta las casi 4.000 hectáreas actuales. La aceituna, a quien le salió un fuerte competidor en Perú, empezó a ser sustituida por el tomate o el pimiento, alimentos básicos cada vez más demandados. Estos factores, junto a un clima benigno de temperatura cálida y estable, abrieron la producción del valle a todo Chile: en invierno, cuando el frío no permite la cosecha en la zona central y del sur, los supermercados de todo el país se abastecen gracias a Azapa.
Esta expansión coincidió con la llegada de mano de obra migrante, especialmente de los vecinos Bolivia y Perú, y con un cambio generacional que modificó la propiedad de la tierra, dando lugar a la figura del mediero. “Este terreno no es mío, pero yo soy quien lo trabaja y lo administra”, explica Asensio, quien también prefiere no dar su apellido, entre lechugas. Boliviano, tiene 74 años y lleva aquí desde los 15. Dice trabajar rodeado de compatriotas.
Ganarle terreno a las dunas aumenta sobremanera la presión hídrica de una tierra desértica en un país que tras 14 años de sequía ya ha convertido la falta de lluvias y el racionamiento en normalidad
Ganarle terreno a las dunas aumenta sobremanera la presión hídrica de una tierra desértica en un país que tras 14 años de sequía ha convertido la falta de lluvias y el racionamiento en normalidad. “La gran pregunta es de dónde sale el agua y si alcanza para todos”, apunta Rayko Karmelić, miembro de una de las comunidades de aguas de la región. Ante un cielo que no conoce las nubes, Azapa cuenta con una canalización artificial trasvasada del altiplano que garantiza un abastecimiento regular, y con el acuífero sobre el que se asienta. Sin embargo, la sobreextracción está empeorando su calidad, explica Rodrigo Fuster, investigador de Ciencias Ambientales de la Universidad de Chile.
Es por eso que los ariqueños ya se atreven a hablar de “colapso”. “Todo el mundo quiere sobrevivir, y para eso vale todo. Cuando se hace de noche se desata la guerra del agua, porque como dicen muchos aquí: ‘solo es robo si es de día”, continúa Karmelić. Y a simple vista no parece muy complicado: además de los pozos ilegales, la canalización sigue un sistema rudimentario que apenas se ha renovado desde su construcción en los años sesenta. En el kilómetro tres de la carretera que atraviesa el valle, apoyado entre un sofá desgastado y un palo, don Mauricio Mamani custodia las compuertas que delimitan el camino del río.
En Chile el uso del agua está privatizado por la Constitución de Augusto Pinochet, y es independiente de la propiedad de la tierra. Así que a cada cual le pertenece una cantidad —medida en minutos en función del volumen— en relación con el derecho de agua que tenga. Con una libreta y un reloj, don Mauricio, quien todas las semanas hace el camino de ida y vuelta a Tacna, ciudad peruana fronteriza de la que es originario, anota y calcula el tiempo que debe abrir la compuerta para que el agua fluya a cada finca. Este sistema se ha tratado de modernizar con entubamientos. El Gobierno conservador de Sebastián Piñera terminó hace dos años un proyecto que cerraba el canal que distribuye las aguas superficiales, algo con lo que los agricultores esperaban evitar la evaporación, mejorar la calidad del agua y prevenir robos. La infraestructura, sin embargo, no funciona.
Nadie en Azapa discute que la zona ha cambiado mucho y es con el relato de sus trabajadores, de mayoría migrante, como se completa la historia de este valle tan bendecido como maldito. Junto a los invernaderos hay chabolas donde viven quienes cultivan la tierra, hombres y mujeres de Bolivia, Perú y Venezuela, cuya presencia se ha hecho más notable tras la crisis económica que desató la pandemia en América Latina. “Más mano de obra ha significado más producción, lo que se ha traducido en bajadas de precios e inestabilidad”, sostiene Luis, peruano, sin soltar la mano de su hija en la puerta de una iglesia improvisada a un lado de la carretera.
El proceso de urbanización en los cerros, en su mayoría construcciones irregulares en terrenos ocupados, es otro de los factores que han aumentado la presión hídrica en la zona, advierte la doctora Adriana Aranguiz, investigadora de la Universidad de Tarapacá. Los agricultores y comunidades de agua piden que se ponga en marcha el sistema de entubamiento y plantean soluciones como la instalación de desalinizadoras o mejoras tecnológicas que permitan la reutilización de aguas residuales.
Estas medidas no convencen a muchos expertos, que, aunque cautelosos a la hora de hacer proyecciones alarmistas a largo plazo, reconocen que el modelo actual no es sostenible en este valle que no solo alimenta a Arica, sino a todo Chile. “Las predicciones a nivel global de cambio climático amenazan la resiliencia del valle y de sus comunidades. El agua no es infinita, y si no está lloviendo arriba, no va a haber agua. Es la ley del todo y nada. No significa que esté acabado, pero hay que pensar colectivamente”, sostiene Eugenia Gayó, académica del Departamento de Geografía de la Universidad de Chile y del Centro del Clima y la Resiliencia. La solución tiene que pasar por “bajar el pie del acelerador” y reducir la superficie cultivada, apunta la investigadora.
Los modelos actuales de Chile, que en 2019 iba a albergar la Cumbre del Clima, proyectan una reducción de un 10% en las precipitaciones en Los Andes, además de un aumento de la temperatura que los agricultores ya notan en la zona. “El sol es demasiado fuerte y la tierra se seca más rápido. En los últimos cinco años el río solo ha bajado una semana”, comenta Manuel, presidente de una comunidad de aguas de la región. “Nadie quiere hacer ese cálculo, pero con el cambio climático… esto tiene un mal presagio”.
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