Cuando la ayuda internacional está al servicio de la seguridad nacional
Las agresivas legislaciones antiterroristas en los programas de cooperación generan peligrosos desiertos humanitarios. Los expertos piden más independencia económica para las ONG y garantías de excepciones políticas y legales
En febrero de 2018 el despacho estadounidense proisraelí The Zionist Advocacy Center (TZAC) demandó a la ONG Oxfam Reino Unido por sus actividades en Palestina. El texto de la demanda solicitaba una penalización de 160,2 millones de dólares (unos 150 millones de euros) por colaborar en la Franja de Gaza con un Gobierno, el de Hamás, declarado terrorista por las autoridades norteamericanas. La “colaboración” consistía en apoyar a la sociedad civil en programas de desarrollo agrario en una zona donde un millón largo de personas (sobre los dos millones de habitantes de este territorio) sufre inseguridad alimentaria severa. Pero este factor resultaba irrelevante en el radioactivo contexto político de la región.
Oxfam no fue la única organización acosada legalmente por TZAC, que ha presentado iniciativas similares contra Norwegian People’s Aid, el Carter Center y Christian Aid, entre otras. Aunque solo una de estas demandas prosperó, cada una de ellas supuso un obstáculo sólido a la actuación humanitaria de estas organizaciones y exigió un considerable esfuerzo económico y de relaciones públicas por su parte. Christian Aid demostró ante los tribunales su inocencia, pero las cerca de 700.000 libras (811.000 euros) desembolsadas por la organización en gastos legales suponen un aviso difícil de ignorar para otras ONG con menos músculo.
El efecto de la agresiva legislación antiterrorista estadounidense en los programas de cooperación es parte de lo que se conoce como la securitización de la ayuda internacional. En esencia, se trata de un fenómeno en el que los intereses de seguridad y estabilidad se anteponen a cualquier otro objetivo de desarrollo humano. El propósito es reforzar la percepción de seguridad en los países donantes, y su lógica ha llegado a impregnar con rapidez la narrativa, las instituciones y las decisiones de gasto de las principales estructuras de desarrollo del mundo.
Con George W. Bush, Afganistán e Irak se convierten en el escenario de la doctrina de las tres D, asumida después por Obama: diplomacia, defensa y desarrollo
Estados Unidos es una versión hipertrofiada de este fenómeno, que se remonta al juego de intereses de la Guerra Fría. Pero es tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando la Administración de George W. Bush establece un mantra securitario que impregna cada rincón de la política exterior de su país. Afganistán e Irak se convierten en el escenario de la doctrina de las tres D, asumida después por Obama: diplomacia, defensa y desarrollo imbricadas en intervenciones que desplegaban, en los llamados Equipos Provinciales de Reconstrucción, unidades conjuntas de profesionales militares y humanitarios.
Otros grandes donantes han seguido trayectorias políticas similares. De acuerdo con uno de los estudios de referencia en este campo –que analiza los casos de Canadá, Francia, Reino Unido, Japón y Comisión Europea, además de EE UU–, “[los donantes] han sacrificado los objetivos de desarrollo en el altar de la seguridad, a menudo sin efectos relacionados en esta última área”.
Con variaciones, todos los países estudiados reformaron su discurso político para introducir artilugios verbales como “Estados frágiles”, “enfoques integrados” o “guerra contra el terror”. En todos los casos fue posible identificar una mayor concentración de los recursos en aquellas regiones prioritarias para la política de seguridad y antiterrorista, como el Sahel, Asia central u Oriente Próximo. Y cada una de sus administraciones se dotó de nuevas unidades de “estabilización y reconstrucción”, “gestión de Estados frágiles y crisis” o, sencillamente, “fuerzas de autodefensa”.
Amenaza para la acción humanitaria
En ningún campo esta deriva es más peligrosa que en el del trabajo humanitario. “Las medidas antiterroristas y el modo en que la acción humanitaria se ha incorporado a ellas pueden cambiar para siempre la naturaleza de nuestro trabajo”, afirma para este análisis el investigador Alejandro Pozo, autor del libro El impacto no intencionado de la acción humanitaria en contextos de conflicto armado (Tirant Editorial). Según Pozo, la relevancia creciente de este discurso y de las políticas que lo sostienen provoca una situación “autoparalizante”, que impide trabajar en muchas zonas donde antes era posible.
El arbitrario concepto de “colaboración” coloca a una parte de las víctimas en el lado enemigo y, por tanto, fuera del alcance de la ayuda humanitaria
El problema se deriva, en parte, de las restricciones de acceso impuestas a los equipos humanitarios. En lugares como Malí, Níger o Nigeria, los gobiernos determinan quién accede a determinadas regiones y cómo, imponiendo en ocasiones la presencia de convoyes militares que distorsionan la necesaria neutralidad de las organizaciones y la percepción que los beneficiarios tienen de ellas. O impidiendo también el contacto con grupos armados cuya connivencia es imprescindible para acceder a la población en sufrimiento.
Pero otra dificultad insalvable está relacionada con el arbitrario concepto de “colaboración”, que coloca a una parte de las víctimas en el lado enemigo y, por tanto, fuera del alcance de la ayuda humanitaria. Como señala Pozo, esta diferencia entre “inocentes” y “no inocentes” ignora el hecho de que, en sitios como Siria o Somalia, la población no tiene más remedio que convivir con los violentos. En la medida en que el proceso creciente de securitización castiga la asistencia a esas poblaciones, “aquellos lugares donde la acción humanitaria es más pertinente no tendrán una respuesta”. Las organizaciones sujetas a un mandato múltiple y aquellas que dependen más de los recursos públicos o el control de los donantes –como las agencias de la ONU– han sido las primeras en abandonar estos lugares, generando desiertos humanitarios con decenas de millones de habitantes.
La ayuda al servicio del control migratorio
La gestión de la movilidad humana es el territorio donde la lógica de la securitización y las prioridades del desarrollo han chocado de forma más estruendosa. A través de una política de externalización del control migratorio, las rutas y las fronteras se militarizan, los acuerdos de cooperación se entrelazan peligrosamente con los de repatriación y la ayuda internacional queda reducida a un juego de palo o zanahoria en la relación con los países de origen y tránsito.
Para la Unión Europea y sus Estados miembros, en particular, la crisis de desplazamiento forzoso de 2014 a 2016 disparó el proceso de securitización de la ayuda. Amparados por una narrativa que vinculaba la movilidad humana con la amenaza terrorista, reducía a los migrantes a meras víctimas de las redes de trata y apuntalaba el mito de las “causas raíz” de las migraciones, Europa se puso manos a la obra. En 2014 se aprobó el primer Programa para el Desarrollo Regional y la Protección, destinado a apoyar el establecimiento de refugiados en el Líbano, Jordania e Irak. En noviembre de 2015 y en marzo de 2016, en plena resaca fiscal de la Gran Recesión, la UE encuentra 3.500 y 6.000 millones de euros para dotar sendos acuerdos de restricción migratoria con África y Turquía. Como recuerdan Iliana Olivié y Aitor Pérez en un artículo para la revista académica Third World Quarterly, más de la mitad de los recursos del Fondo Fiduciario para África han ido destinados a proyectos de seguridad.
Las organizaciones sujetas a un mandato múltiple y aquellas que dependen más de los recursos públicos o el control de los donantes han sido las primeras en abandonar estos lugares, generando desiertos humanitarios habitados por decenas de millones
Se trata de un proceso sin cabos sueltos. Las operaciones conjuntas de la misión militar europea Eunavor en el mar —Tritón (2014), Sofía (2015), Poseidón (2016) e Irini (2020)— han desplazado los objetivos de rescate y protección en beneficio de la lucha contra la inmigración irregular. La Agencia Europea de Fronteras (Frontex, concebida para la gestión ordenada del perímetro exterior de la UE) se ha transformado en un artefacto policial de 754 millones de euros (nueve veces más que hace una década), y está embarcada en el reclutamiento, despliegue y equipamiento ―armas incluidas— de más de 10.000 efectivos. Las agencias europeas de cooperación, como la española FIIAPP, intermedian los proyectos de los ministerios del Interior.
El efecto acumulado es inquietante. De acuerdo con el análisis de Olivié y Pérez, las menciones al “paradigma securitario” en los discursos oficiales de las principales agencias europeas de cooperación prácticamente se han doblado en las dos últimas décadas. Aunque los autores señalan que se trata de un proceso limitado a una parte de la ayuda y a algunas regiones, las consecuencias prácticas se están haciendo evidentes. Por ejemplo, con medidas como la que impulsan los gobiernos de Reino Unido y Dinamarca: un acuerdo para derivar a los solicitantes de asilo a una autocracia africana —Ruanda— es presentado como un acto compasivo y de firmeza frente a las mafias, y lubricado con millonarias donaciones de cooperación. Existen muchas formas de patear los principios de protección internacional, pero pocas son más originales.
Cortafuegos eficaces
La vinculación entre políticas de cooperación y objetivos de seguridad de los donantes forma parte de un nuevo paradigma del desarrollo que no será superado con facilidad. En los países más ricos se ha establecido un marco narrativo que diluye cualquier obstáculo ético o electoral a la securitización de la ayuda en beneficio del interés propio. Pero lo que resulta razonable cuando se trata de proteger la seguridad sanitaria o climática, chirría en el caso de la seguridad policial, donde el juego es de suma cero.
Ante esta situación, los expertos proponen reafirmar las líneas rojas de los Estados de derecho en materia de protección internacional, incrementar la independencia económica de las organizaciones humanitarias y garantizar excepciones políticas y legales cuando lo que está en juego es tan importante. En conversación para este análisis, el ex secretario general de Médicos Sin Fronteras y directivo de ISGlobal Rafael Vilasanjuan resume: “Es necesario recuperar los principios de neutralidad e independencia de la ayuda, algo que incluso nuestras democracias occidentales intentan utilizar. Confundir la ayuda como una estrategia de alguna de las partes implicadas es lo que hace que se pierda el contacto con la gente que la necesita, que se impida el acceso o incluso que las propias organizaciones acaben pagando con la vida o el secuestro de sus trabajadores”.
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