La rebeldía tuareg en versos y músicas como llamas que no se apagan
La banda Tinariwen reedita su primer álbum, grabado en Costa de Marfil en 1991, gracias a Keltoum Sennhauser, una productora, poeta y artista maliense, amiga de su infancia en Kidal
“¿Realmente tengo opción? Solamente ante la inmensidad de mi soledad, donde se distinguen la falta de agua y lo improbable, donde el árbol y la flor discuten y se odian, allí, sí, allí, ese tronco de árbol es mi hogar”. Apenas unos versos del poema Mi desierto, de la artista maliense Keltoum Sennhauser (Kidal, 1959) alcanzan para imaginar ese océano de arena del Sáhara donde el habitante lamenta ser un“mendigo de promesas que, sin embargo, no deja nunca de soñar. Esta poesía cantada apareció en su álbum Yana (2017) y en la reciente Antología de la Poesía Mundial de la editorial francesa Édicions Charàcteres, pero también la versionó nada menos que Ibrahim Ag Alhabib, el líder de Tinariwen.
En realidad, el vínculo de Keltoum Sennhauser con los miembros originales de la multipremiada banda tuareg Tinariwen viene de bastante más lejos. O de toda la vida, desde la región común de sus infancias en Kidal (al noreste de Malí), de las que evocan aquellas sequías impenetrables que sufrieron sus familias en los años setenta hasta las rebeliones de las guerrillas tuaregs de los noventa, en las que de una u otra forma tomaron parte.
De hecho, Sennhauser (apellido adquirido por su matrimonio con un alemán) fue la productora del primer álbum en estudio de Tinariwen, grabado en 1991, en Abiyán (Costa de Marfil), donde ella vivía su exilio desde hacía décadas. Aquel casete, que hace 30 años se distribuía clandestinamente entre los combatientes del desierto, se llamó Kel Tinariwen (pueblo solitario, en lengua tuareg) será reeditado a principios de noviembre de este 2022 porque los actuales jóvenes malienses siguen pidiendo una copia de la música con letras que ya se convirtieron en historia grande de un pueblo afligido.
Artista plástica, cantante y escritora, Sennhauser atiende al teléfono en Bamako (la capital de Malí), donde pasa algunas temporadas. Ella es hija de una madre tuareg y un padre nacido en la región de Tombuctú, escribe en francés y en tifinagh, y canta con el ritmo de los pasos hundiéndose en las dunas. “En la región de Kidal, todos somos poetas”, afirma, sin vanidad alguna. Lo explica: “Hay un sentido muy poético anclado en cada uno de nosotros. Nos inspira el desierto. El desierto es un vacío que no está vacío. Hay toda una vida que hay que conocer y respetar”.
Pero el Sahel también expulsa: “Después de mi escolarización, en 1977, partí a Abiyán (Costa de Marfil), donde tenía una tía, y allí viví hasta los años 2000″, cuenta, para dejar claro que integró la diáspora maliense que entonces huía de los rigores de la falta de agua y de los continuos embates de la política que excluía a los pueblos bereberes. En Abiyán estudió Bellas Artes y conoció a su marido y el padre de sus hijos, con quienes actualmente vive en Suiza.
Algunos jóvenes malienses de los 80 y 90 rozaron las armas y encontraron en la escritura y en la música la manera de expresar el sueño de una nación
“Nos tuvimos que ir”, asegura, incluyendo en el plural a buena parte de su comunidad, y a sus amigos Brahim Ag Alhabib y Abdallah Ag Alhousseini –quienes luego fundarían Tinariwen–, que en los ochenta partieron a los vecinos territorios de Libia y Argelia.
Todos ellos viajaban –o erraban– llevando consigo esa forma de soledad y nostalgia, que comporta un tipo particular de sabiduría: “Es una filosofía que nos obliga a una búsqueda, a intentar comprender o encontrarnos, al menos, con ese conjunto de cosas que hay en el desierto, con las que hay que dialogar, a las que hay que estudiar”. No en vano “los profetas y los sabios han ido siempre a meditar al desierto”, reflexiona Sennhauser. “Van a un lugar en el que se puede estar en comunión con lo que les rodea, porque tampoco la vida es lo que se ve, sino lo que no se ve”, sostiene.
Ese misterio de la existencia no equivale al vacío, aunque lo que aparezca sea el desconocimiento, como sucede con el desierto. “Nuestra región es muy mal conocida, porque se militarizó y se cerró, y eso nos ha obligado a ser nosotros mismos en el sufrimiento, confrontados a la vida dura y al mundo exterior que intentamos comprender”, aduce.
Los tuaregs han tenido que salir a construirse y lo han hecho en “rebeldía”, que también es una característica de ese paraje, según Sennhauser. Esa atención (o la vigilancia) como condición para la supervivencia, tras décadas de colonización, los impulsó a “encontrarse, reaccionar y actuar”, añade. Había, asevera, “furia por la incomprensión de la violencia y la injusticia que habíamos padecido y un mirar en perspectiva, para comprender, porque el desierto es el infierno y el paraíso al mismo tiempo, como son las estaciones de la vida”.
Con esa herencia común, aquellos jóvenes malienses de los ochenta y noventa rozaron las armas y encontraron en la escritura y en la música la manera de expresar el sueño de una nación. Por entonces, entre un lugar de exilio y el otro pasaban, de mano en mano, grabaciones mal hechas, en Libia, con apenas una guitarra (sin micrófono) de acompañamiento. “Pero comprendíamos las palabras, o las adivinábamos, completábamos el sentido de las letras, porque aquellas melodías cautivadoras tenían una fuerza y una potencia que lo permitían”, relata Sennhauser. Entonces, un sentimiento se apoderó de ella, según lo expresa, y empezó a preguntarse qué podía hacer para que aquello se convirtiera en una herramienta de comunicación y sensibilización.
“Fui en 1989 a Kidal para re-enraizarme y preparar una exposición en Costa de Marfil. Allí entendí que había un movimiento y que se preparaba el levantamiento de 1990; fue así que se me ocurrió llamar a los Tinariwen a grabar un álbum en Abiyán”, rememora. Ellos no habían pisado un estudio de grabación, según comenta, y las instalaciones marfileñas eran de las mejores de la región. De una recomendación a otra, Sennhauser dio con Pierre Houon (el padre de quien luego sería la superestrella DJ Arafat), que fue “muy comprensivo” con lo rudimentario de aquellas orquestaciones e hizo arreglos con teclados y guitarras eléctricas. Por su parte, ella pagó de su bolsillo una tirada de 5.000 cintas de casete, para distribuirlos gratuitamente entre su gente: “No me guiaba ninguna idea de negocio”.
“Los mensajes [algunos cantados por la propia Sennhauser] hablaban de la integridad de esa comunidad nómada y solitaria, como las gacelas del desierto”, desgrana, afirmando que se anticipaban a “problemas que serían eternos”, como las “guerras fratricidas” en su país. ”Hablábamos del despertar de conciencia, de reencontrarse en una identidad común, protegiendo los valores y la lengua, pero, ante todo, a las personas, por encima de las contiendas”. Y esas canciones “han sobrevivido”, insiste.
La respuesta fue “impresionante” y el hecho de que aquello sea considerado “un tesoro” que se sigue buscando aún hoy, les ha animado a republicarlo. “Seremos fieles al trabajo original de Houon”, asegura, porque este lleva su firma y él ya no está. En palabras de Keltoum Sennhauser: “Kel Tinariwen [los chicos del desierto en tuareg, como les conocían en sus inicios] son el testimonio del sueño que teníamos cuando aún éramos inocentes”.
Por fin, la poeta admite que hoy está “inquieta” con la situación de Malí –un no man’s land (tierra de nadie), como lo define–, un país en problemas. “Con los vecinos y con todo el mundo”, lamenta. Y está sumido en lo que ella considera un “dilema absurdo”, pero en el que sus ciudadanos seguirán despertándose cada día con la “esperanza de que alguien se ocupe de las cosas esenciales”, zanja.
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