La esperanza navega por el río Ucayali
Allí donde no llegan fácilmente los médicos, en el fondo de la Amazonía peruana, el barco Forth Hope lleva curación, alivio, vacunas y prevención. Nos unimos a una de sus travesías para comprobar que, a veces, la salvación acude por los torrentosos ríos
“Aún me duelen las piernas”, dice Gudnara Pasmiño, una mujer de 46 años, desde su hamaca tendida bajo el techo de madera de su vivienda, ubicada en la comunidad amazónica 12 de octubre, de origen kukama. A pocos metros, sobre el caudaloso río Ucayali, está el embarcadero del pueblo, donde un comerciante compra ejemplares de cahuara, un pez abundante en la zona.
Acaba de llover furiosamente y el agua inunda los suelos y casas, aunque Pasmiño conoce torrentes bastante más difíciles. Hace unos ocho años, cuando se sentía peor, tuvo que hacer una travesía de cinco días en una balsa, junto con su esposo, para llegar a Iquitos, la ciudad más grande de la Amazonía peruana. Allí, un laboratorio privado le confirmó que tenía diabetes.
“Comíamos y dormíamos en la balsa”, explica Felipe Yahuarcani, su compañero de vida y de viaje, quien además arrastró por el agua una bolsa llena de carachamas, otro pez amazónico, con cuya venta pagaría la consulta. Ahora Pasmiño respira más tranquila porque tiene metformina, un medicamento contra la diabetes, que a veces no se consigue por estos lares.
Se le dio en el barco Forth Hope, que está anclado frente a 12 de octubre. Es de regular tamaño (seis pies de calado, 35 metros de eslora), pero lo principal es que tiene varios consultorios y servicios que en las comunidades selváticas son sumamente escasos: odontología, obstetricia, medicina general, laboratorio, medición de la vista, apoyo psicológico, vacunaciones diversas.
Viene navegando desde el año 2002, últimamente junto a otro barco más pequeño llamado Amazon Hope, ambos montados por la fundación escocesa Vine Trust. En este viaje por varios pueblos, que llegó a los 20 días, realizó 9.291 atenciones que han incluido controles prenatales, numerosas vacunaciones, detecciones de diabetes y anemia, curaciones dentales.
Varios habitantes más de 12 de octubre han subido a bordo en busca de lo que casi no se encuentra por estos predios: una atención médica oportuna y más cálida. Llegan, les piden sus documentos, les hacen un triaje, los vacunan (contra la covid-19 si hace falta), los mandan a un consultorio. El río Ucayali envuelve la escena, con un rumor que también parece generoso.
El doctor Ronald Ramírez, que es el médico jefe, lleva 17 años en estas travesías y ha visto casos dramáticos. En una ocasión, tuvo que extraerle el bebé muerto a una parturienta, premunido de guantes únicamente. “Casi se me muere en las manos dos veces”, recuerda. Otra vez, no tenía ya suero antiofídico cuando encontró a un muchacho mordido por una serpiente.
El departamento de Loreto tiene un área mayor que la del Reino Unido y solo en dos ciudades se puede operar de apéndice o de cesárea
Lo evacuó de emergencia en un bote a Nauta, otra ciudad del departamento de Loreto. Para sorpresa de Genevieve Lawrence, una cooperante británica, este departamento tiene un área de 368.851 kilómetros cuadrados, mayor que la del Reino Unido, y solo en dos ciudades se puede operar de apéndice o de cesárea: Iquitos, la capital, y Pucallpa.
Por eso, como cuenta Elena Pila, la directora de Vine Trust en el Perú, este y otro barco (el más pequeño denominado Amazon Hope) van allá donde los servicios del Estado no llegan. Como esta zona, donde casi no hay médicos, odontólogos, psicólogos ni obstetras. Donde un diagnóstico de diabetes es esquivo. O donde la anemia infantil cunde como una plaga a veces incontrolable.
Escuchando en Iberia
“Cierra los ojos y trata de escuchar todo lo que puedas”, le dice Annie Palacios, una joven psicóloga, a un grupo de adolescentes en el aula de un colegio de Iberia. Esta es una comunidad a la que se llega luego de varias horas de navegación durante las que parece que el río Ucayali nunca se iba a acabar. No es un pueblo tan pequeño, e incluso tiene asfalto en algunas de sus calles.
Pero solamente hay un modesto centro de salud y la atención psicológica profesional es inexistente. De ahí que Palacios, tras invitar a los jóvenes a que hagan ejercicios de relajación corporal, les pide que se escuchen, que sientan su entorno, acaso para que se sientan más a sí mismos. “Es como en el río, cuando el agua está calmada, se puede ver el fondo”, les explica con cierta dulzura.
“Lo primero que escuché fue el viento”, dice uno de ellos. Varios más afirman lo mismo y en seguida mencionan los pájaros, los insectos, los perros y al final la gente. Es como si la biodiversidad la llevaran dentro del cuerpo y como si sus problemas emocionales, que son numerosos, no se pudieran entender sin ese vivir rodeados de un paisaje y otros seres vivos.
Palacios y Bianca Viacava, su colega, se presentan en estos pueblos como “doctoras en sentimientos”, sabedoras de que por acá una carachama es mucho más conocida que Sigmund Freud. El barco hace unos 10 a 11 viajes al año, por lo que pueden ver a un paciente quizás tres o cuatro veces en ese lapso, lo que hace que sus intervenciones traten de ser breves, pero eficaces.
“Algunas personas me dicen que no tienen tiempo ni para llorar”, comenta Viacava, al acordarse de numerosas mujeres que sufrieron diversos tipos de violencia de género. O de personas que sufrieron la pérdida de un amigo o un familiar, a quienes a veces entierran raudamente porque la pesca y otras actividades deben continuar, más allá de las lágrimas.
Aun así, también hay historias de vida que revelan sin aspaviento la capacidad de resistir: Felipe, el esposo de Gumnara Pasmiño, llevando a su mujer en una balsa por el Ucayali durante cinco días a Iquitos, para que mejore su salud; o el caso de una chica que a los 11 años escapó de su casa y su comunidad porque sufría violencia, y finalmente construyó su propia casa y su propia familia.
O el de Luz Angélica Pacaya, una mujer de 66 años que, durante las horas que el barco estuvo en Iberia, subió dos veces, para ver cómo iba su hipertensión arterial. Se casó a los 16 años, tuvo 13 hijos (tres hombres y 10 mujeres), dos de los cuales murieron, una de ellas de menos de un año porque no podía lactar. Con todo eso encima, no se rinde y sigue trabajando en su chacra.
Los males de la selva
En estos pueblos que de tanto en tanto aparecen en el curso de los ríos, además de la recurrente diabetes, que al parecer se debe al excesivo consumo de carbohidratos (plátano, yuca, sobre todo) y de bebidas azucaradas de mala calidad, uno de los grandes males es la anemia infantil. En un solo día de atención en este viaje, el laboratorio registró una cantidad inmensa de casos.
Una de las razones, según el doctor Ramírez, es la mala nutrición. Los peces, que constituyen una magnífica proteína, por acá abundan en ríos y cochas (lagunas en medio de la selva), o en brazos de ríos donde los árboles se reflejan mágicamente en el agua. En este marzo lluvioso, sin embargo, es más difícil capturarlos porque al inundarse el bosque están mucho más dispersos.
“Cuando eso pasa –apunta el médico– no se reemplaza el consumo de proteínas y se come más yucas y plátanos”. Por añadidura, en estos pueblos sumergidos en el trópico la crianza de pollos no es masiva, y menos aún es posible conseguir la carne de este animal –símbolo de la comida urbana– en las modestas tiendas. Solo unas cuantas gallinas corretean en medio de algunas casas.
Por lo mismo, los huevos cuestan muy caros (dos por 0,74 euros, cuando en Lima podrías conseguir seis por la misma cantidad). Pero el gran problema, enfatiza Ramírez, es la ingente cantidad de parásitos que hay en el agua que se consume. Es la de los ríos o cochas, que no siempre se purifica. Ni con cloro, ni con otro método, por lo que las infecciones se disparan.
Puede darse, entonces, la situación de que un niño coma proteínas, en época de abundancia de pescado, pero el áscaris lumbricoides (un nemátodo que vive en el intestino) se devore su comida. A una señora que fue con su pequeño de siete años a la consulta y que no se explicaba porque este había bajado de peso, se le dio sin dudar un desparasitante para su hijo.
En estos pueblos, además de la recurrente diabetes, uno de los grandes males es la anemia infantil
A ello se suman la falta de higiene, que no siempre se da por descuido, sino por falta de recursos. “En estos pueblos no hay dentistas y hemos encontrado personas que no sabían lo que era lavarse los dientes”, afirma Priscilla Rodríguez, una de las odontólogas del barco, luego de atender a los hijos de una señora y sus hijos que, más bien, si eran cuidadosos con su vital dentadura.
Lo que puede hacer el Foth Hope, en estos periódicos recorridos, es curar dientes o una profilaxis, pero no una endodoncia, que requiere varias sesiones. Tal vez por eso, numerosos pacientes, ante una afección, simplemente piden que les extraigan la muela. Por eso “es básica la prevención”, añade Cynthia Corcino, su colega. Si es que incluso se consigue una pasta dental.
La salud esquiva
Pero si los dientes son difíciles de cuidar, porque simplemente los servicios dentales son escasos, la atención oftalmológica no es algo que salte a la vista en estos ecosistemas, donde la selva es una fiesta para los ojos. “No veo bien, quiero que me reciba el doctor”, pide un hombre en San Juan de Acuracay, un pueblo ribereño en el que el Forth Hope acaba de anclar.
Tiene presbicia, una alteración propia de los mayores de 40 años que dificulta la visión cercana de los objetos. “Es natural que a esa edad se tenga ese cuadro”, explica Ramírez, quien también le mide la vista a los pacientes. En algunos casos, con una fórmula inusual: como hay pacientes que no saben leer, en vez de leer letras les pide que le digan si ven el ojo de una aguja.
Algunas recetas apelan a una estrategia similar. No están solo escritas; muestran el sol y la luna en distintas posiciones, para que se entienda cuándo es el tiempo de los medicamentos. Un problema crucial con las lentes, sin embargo, es dónde se compran. Únicamente se encuentran en unas pocas ciudades, de modo que hay quienes se van sumiendo sin remedio en la niebla.
El Forth Hope a veces los da, cuando los tiene o lo ayudan las autoridades (el actual Gobierno regional de Loreto, presidido por Elisbán Ochoa, ya no lo apoya, pero sí CEDRO y USAID). Tiene un médico, dos odontólogas, una obstetra, una técnica de laboratorio, una técnica de enfermería, dos enfermeras que vacunan, cooperantes y tripulantes. Contra la covid-19 y con otros males tropicales, como la fiebre amarilla. A diario, cuando el barco para en alguno de los pueblos, se organizan para proceder a pinchar la aguja, previo registro, tal como hace Ángela Rodríguez, una enfermera de vasta experiencia. Una vez que quienes han pasado por el triaje suben al nivel de embarcación y ella los atiende raudamente.
Lo mismo hace Amanda Flores, la obstetra, que lleva tres meses trabajando en el barco, en los que ha atendido ya varios partos. De acuerdo a ella, falta mucha atención pre y posnatal, a veces no hay cuidado alguno, por lo que acá se les hace una ecografía y se les da otras atenciones. Entre ellas, medir las dimensiones del vientre de la mujer embarazada.
También se reparten preservativos, para hombres y para mujeres, en lugares donde las familias suelen tener seis, siete hijos o más. En Loreto, además, el índice de embarazo adolescente ―32%― es el triple de la media nacional. Por si no bastara, por estos bosques y ríos deslumbrantes, también proliferan amenazas como la minería ilegal, el narcotráfico, la tala ilícita.
Echarse a andar
En una de las comunidades que visita el barco, Bianca Viacava habla con una señora de más de 60 años que tiene una discapacidad en la pierna derecha. Parece abrigar un nudo de dolor en el cuerpo y en el alma. Afuera llueve y la paciente comienza a llorar. Su llanto coincide con el entorno y, según la doctora, “quizás sabe que, luego de un día de lluvia, vendrán la calma y claridad de espíritu”.
En el Forth Hope le dan unas muletas a su esposo. Cuando vuelve a su casa, ella las prueba, camina un poco. Cerca se cruzan unos pollitos que son su adoración, casi como sus hijos, a varios de los cuales ya no ve porque trabajan lejos. “Ahora volverá a ir a la chacra”, dice él. Este barco quizás no lleve la salvación, pero al menos sí deja algo de esperanza.
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