Los amenazados defensores del medio ambiente en Colombia se temen lo peor
La pandemia ha dejado en claro que los derechos territoriales y la autodeterminación de las comunidades indígenas y afrodescendientes en América Latina y alrededor del mundo son más importantes que nunca
Dos años después de la toma de poder como presidente de Colombia, Iván Duque ha convertido el país en el más mortífero del mundo para los defensores de la tierra y del medio ambiente. Un nuevo informe de Amnistía Internacional deja las razones trágicamente claras: “Las fallas en la implementación del Acuerdo de Paz (...) están poniendo en peligro a las personas defensoras de los derechos humanos, particularmente aquellas que defienden los territorios más ricos en recursos naturales del país”.
El deterioro de la situación llevó a miles de miembros y líderes de comunidades indígenas a participar la semana pasada en una minga, una acción colectiva que deriva su nombre de la palabra quechua mik’a, que significa trabajo colectivo hecho en favor de la comunidad. Los manifestantes tomaron días viajando a Bogotá para exigir un diálogo público con Duque, pero este se negó a dialogar en territorio indígena y en Bogotá.
Los participantes de la minga, que incluyeron miembros de comunidades afrodescendientes e indígenas de todas partes del país, querían abordar en persona los temas de la defensa a la vida, el derecho al territorio, la democracia y la paz; la violencia y la inseguridad que enfrentan como resultado de la minería en sus territorios; la negativa del Gobierno a implementar los acuerdos de paz, y su fracaso en los esfuerzos de protección de la covid-19.
El presidente Duque se ha negado a reunirse con los manifestantes, alegando preocupación de seguridad por la propagación del coronavirus, y a pesar de asistir a otros eventos. Para los manifestantes, sus políticas representan una amenaza mayor para su seguridad, literalmente una cuestión de vida o muerte.
Nada de esto tenía que suceder. El histórico Acuerdo de Paz firmado en 2016 entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) representó un momento de esperanza y una ruptura con el pasado violento del país para muchos colombianos.
El presidente Duque se ha negado a reunirse con los manifestantes, alegando preocupación de seguridad por la propagación del coronavirus, y a pesar de asistir a otros eventos
Pero Duque ha desafiado abiertamente tanto la letra como el espíritu del Acuerdo. La negativa de su Gobierno de abordar el tema de la extraordinaria desigualdad que afecta la propiedad de la tierra en el país, una de las causas clave de la guerra civil de varias décadas de duración, ha puesto en riesgo a las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. También ha abierto la puerta a la explotación acelerada de las tierras de las comunidades para la minería, la agroindustria y el ecoturismo.
Ahora, cuando la pandemia ha dejado en claro que los derechos territoriales y la autodeterminación de las comunidades indígenas y afrodescendientes en América Latina y alrededor del mundo son más importantes que nunca, la Administración Duque quiere lograr la reactivación económica a través de una mayor inversión en industrias de los sectores energéticos y extractivos.
Y el Gobierno pretende hacer esto sin aplicar los principios de no regresividad y protección de los derechos colectivos del capítulo étnico del Acuerdo de Paz, sin resolver las solicitudes de titulación colectiva de los pueblos indígenas, reiterando una estrategia que creó el ciclo de violencia que nos es familiar a quienes vivimos la guerra civil.
Como colombiana, conozco de primera mano el trauma que han dejado décadas de violencia y guerra en nuestro país. Pero, después de dos décadas en los Estados Unidos, también tengo una perspectiva externa. El resto del mundo ve a Colombia como un país que se recupera de la guerra, pero la realidad sobre el terreno es marcadamente diferente. De hecho, en 2019 se registraron los niveles más altos de violencia contra los defensores de la tierra y el medio ambiente en Colombia por la falta de implementación del Acuerdo de Paz, un aumento del 150% en un año. La covid-19 y los esfuerzos para reactivar la tambaleante economía del país mediante una mayor explotación de los recursos naturales han empeorado la situación.
El resto del mundo ve a Colombia como un país que se recupera de la guerra, pero la realidad sobre el terreno es marcadamente diferente
Si bien los grupos paramilitares y los criminales son responsables de muchos de los actos violentos contra las comunidades locales y sus aliados, la Administración del presidente Duque también debe asumir parte de la responsabilidad. No solo el Gobierno actual no ha logrado detener la violencia, sino que ha contribuido activamente a ello. Una noticia de principios de este año ilustra la actitud generalizada de impunidad ante la violación de los derechos de las comunidades indígenas y afrodescendientes. Siete soldados colombianos fueron acusados de violar a una niña de 13 años de la comunidad indígena embera. Aún no han sido condenados, subrayando el mensaje de que la violencia contra las comunidades, incluida la violencia sexual, es aceptable.
Estas acciones amenazan la rica diversidad de nuestro país y la frágil paz que aún existe, si se puede considerar como tal. La solución es que el Gobierno proteja las vidas y reconozca los derechos a la tierra, la autodeterminación y los medios de subsistencia, de las comunidades afrodescendientes e indígenas.
El presidente Duque podría comenzar llevando ante la Justicia a los asesinos de los defensores y a las personas que les pagan para matarlos. Pero incluso esos pasos serían socavados por una estrategia para reactivar la economía del país a expensas de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. Los valientes líderes que defienden sus tierras y comunidades buscan solo la supervivencia del planeta y la paz para todos los colombianos. La forma en que Duque implementa su programa de Gobierno pone en peligro ambos objetivos.
Omaira Bolaños es directora de los Programas de Justicia de Género y América Latina de RRI en Washington, DC.
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