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El que resiste… puede perder

La corrupción es el peor lastre para el sistema democrático y para los partidos que la practican, sobre todo si no asumen las responsabilidades debidas

La situación política en España se complica por momentos. Para intentar analizarla con un mínimo de distanciamiento, déjenme que trate de identificar los cuatro elementos fundamentales que permiten interpretar lo que está sucediendo.

En primer lugar, hay un Gobierno progresista que presenta una buena hoja de servicios, sobre todo si se compara con la que hubo antes de la llegada de Sánchez al poder. ...

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La situación política en España se complica por momentos. Para intentar analizarla con un mínimo de distanciamiento, déjenme que trate de identificar los cuatro elementos fundamentales que permiten interpretar lo que está sucediendo.

En primer lugar, hay un Gobierno progresista que presenta una buena hoja de servicios, sobre todo si se compara con la que hubo antes de la llegada de Sánchez al poder. Frente a los recortes de entonces (en gasto social, en pensiones) y frente a la desregulación del mercado de trabajo, tenemos ahora una reforma progresista de las pensiones, un mercado de trabajo más justo y eficiente, nuevas políticas sociales, etc. La economía, además, atraviesa un ciclo positivo, con un crecimiento menos desequilibrado que en el pasado. La situación en Cataluña, gracias a la ley de amnistía y a otras medidas anteriores, es incomparable a la que hubo durante el último Gobierno de Mariano Rajoy. En el “debe”, el Ejecutivo de Sánchez no ha conseguido apenas nada en materia de vivienda y hay varios indicadores de desigualdad y pobreza que no mejoran. Además, en esta última etapa, el Gobierno sufre una gran debilidad parlamentaria, el bloque de investidura se ha quebrado (distanciamiento de Junts y Podemos) y por eso en esta legislatura no se han aprobado presupuestos ni una sola vez.

En segundo lugar, hay una oposición exaltada que habla más de prostíbulos y de la familia del presidente que de políticas y alternativas. Ha creado una burbuja política, la del antisanchismo, que saca los peores humores de la sociedad y que, con la colaboración indispensable de medios y columnistas echados al monte, ha llevado el enfrentamiento y la crispación a cotas desconocidas. Todo esto ocurre en medio de una derechización evidente de la sociedad (al igual que ocurre en otros muchos países del mundo) y no cabe descartar que la suma de PP y Vox alcance una mayoría absoluta en las próximas elecciones.

En tercer lugar, hay una ofensiva judicial contra el Gobierno. Hace unos días, en este diario, Jordi Nieva-Fenoll hacía un repaso lúcido e impecable del activismo político del Tribunal Supremo a lo largo del presente ciclo político, lo que me exime de tener que entrar en detalles. El Supremo ha establecido una especie de “barra libre judicial” gracias a la cual algunos magistrados estén actuando como francotiradores, instruyendo causas estrafalarias que se estudiarán en el futuro como ejemplos de lawfare.

En cuarto lugar, han salido a la superficie unos cuantos escándalos de corrupción que son una verdadera carga de profundidad para un Gobierno que se presentó ante la ciudadanía como remedio contra el PP de la Gürtel y la policía patriótica. Dos secretarios de organización del PSOE (uno de ellos exministro), un expresidente de la SEPI, una fontanera del partido involucrada en varias tramas…, más múltiples casos de comportamiento machista y acoso sexual, algunos protagonizados por personas muy próximas al presidente. Este reguero de escándalos resulta demoledor para el Gobierno y especialmente para el PSOE.

Hasta el momento, el presidente del Gobierno ha reconocido la gravedad de los casos de corrupción, ha expulsado del partido a las personas involucradas en los mismos y ha pedido disculpas a la ciudadanía. Si no ha ido más allá es porque puede presumir de una gestión bastante presentable (elemento 1), porque la oposición está desquiciada y mucha gente tiene miedo de un futuro gobierno reaccionario (elemento 2) y, finalmente, porque los casos reales de corrupción se mezclan con otros inventados en la ofensiva judicial (elemento 3). El contexto, pues, se presta a una cierta épica de resistencia.

Probablemente, quienes rodean al presidente le insistan en que debe aguantar, que no se pueden tomar decisiones en caliente, que la derecha no puede salirse con la suya, etc., todo ello aderezado con fabulosos cálculos electorales de que el partido conseguirá mejores resultados dentro de unos meses que ahora (por mucho que digan supuestos expertos, esto no lo sabe nadie con un mínimo de seguridad).

Por su discurso de ayer, Sánchez parece decidido a seguir. No aprendemos del pasado. Esta especie de enroque ya se ha practicado anteriormente y resultó dañino no sólo para el país, sino también para los propios partidos que lo protagonizaron. Estoy pensando en los casos de Felipe González y Mariano Rajoy al final de sus mandatos. Utilizando excusas parecidas, ninguno de los dos quiso asumir responsabilidades políticas ante la sucesión de escándalos por la que tuvieron que pasar. El resultado fue pésimo para el PSOE de González, que, una vez perdidas las elecciones, entró en una crisis prolongada, en una travesía del desierto que duró ocho años. El PSOE tocó fondo en las elecciones de 2000, cuatro años después de haber dejado el poder, en buena medida por no haberse atrevido a la renovación tras el largo periodo de González. También fue pésima para el PP de Rajoy la estrategia de resistencia numantina: el partido pasó de tener 186 diputados en 2011 a tan solo 66 en las primeras elecciones de 2019, ya en la oposición. El PP no se hizo cargo del desgaste producido por los peores escándalos de corrupción de nuestro periodo democrático.

Nos dirigimos, pues, a un fin de ciclo parecido a los de González y Rajoy. El partido se ata al líder y este le arrastra a una crisis futura prolongada. Sánchez se inmolará en las próximas elecciones, el partido entrará en una crisis interna, se buscará un nuevo líder, habrá las consabidas purgas y ajustes de cuentas y las posibilidades de un gobierno progresista quedarán aplazadas un tiempo largo. Parece una maldición histórica.

En mi opinión, en junio pasado, cuando se produjo la detención de Santos Cerdán, el presidente Sánchez perdió la oportunidad de atajar la agonía política a la que parece que nos vamos a someter en los próximos meses. Pudo haber convocado elecciones anticipadas en condiciones relativamente buenas o, como intenté defender en un artículo, haber anunciado que él continuaba al frente del Gobierno pero renunciaba a presentarse de nuevo a las elecciones, abriendo así un proceso de renovación de personas y proyectos en el partido. Esto habría relajado la presión, habría mandado un mensaje poderoso a la ciudadanía de que la corrupción tiene consecuencias y habría permitido una sucesión “civilizada” en el partido. Por lo demás, no es una decisión tan dramática: al fin y al cabo, Sánchez ha gobernado desde 2018, un hecho sobresaliente en el actual contexto europeo de inestabilidad política.

Muchos ciudadanos no van a entender la decisión de seguir como si nada. La situación es mala y el daño reputacional es muy profundo. Sánchez exigió en su día la dimisión de Rajoy por la corrupción del PP. No puede ahora desentenderse de aquello.

La corrupción es el peor lastre para el sistema democrático y para los partidos que la practican, sobre todo si estos no asumen las responsabilidades debidas. Las instituciones se resienten y la ciudadanía pierde la confianza en la política. Lo que está ocurriendo no se puede minimizar. Por mucho juego sucio e intereses bastardos que haya, y es evidente que los hay, los escándalos que están apareciendo suponen una crisis de credibilidad innegable para el Gobierno y, especialmente, para el PSOE. En lugar de entretenerse con cálculos sobre las ganancias de convocar ahora o más tarde, el presidente debería cumplir las expectativas propias de una democracia exigente.

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