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La venganza de los ‘fachapobres’

El malestar de los jóvenes tiene mucho que ver con las expectativas frustradas que ha dejado la izquierda en la última década

Se ha puesto de moda entre algunas voces progresistas llamar “fachapobre” a los votantes precarios de la ultraderecha. Cabría reflexionar sobre lo despectivo del término. Nuestro país registra hoy la juventud más derechizada de la democracia —según el CIS— y seguramente la mayoría de ellos no venía así de cuna, ni puede reducirse todo a ...

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Se ha puesto de moda entre algunas voces progresistas llamar “fachapobre” a los votantes precarios de la ultraderecha. Cabría reflexionar sobre lo despectivo del término. Nuestro país registra hoy la juventud más derechizada de la democracia —según el CIS— y seguramente la mayoría de ellos no venía así de cuna, ni puede reducirse todo a los bulos que circulan por las redes sociales, o a la reacción antifeminista. Su malestar tiene también que ver con las expectativas frustradas que ha dejado la izquierda a lo largo de la última década.

Fue muy revelador que un fundador de Podemos se jactase, hace unos días, de que él podía permitirse ir a ciertos restaurantes y pagarse una sala VIP de aeropuerto, en respuesta a uno de esos habituales vídeos publicados por Vito Quiles. La metáfora se hace sola. Mientras uno de los líderes surgidos del 15-M exhibe su estatus, la mayoría de los jóvenes actuales no pueden ni emanciparse. Si en 2011 la juventud llenó las plazas porque era una tragedia pensar que jamás serían propietarios, hoy no pueden siquiera pagarse una habitación alquilada en un piso compartido con otros. Todo orden en declive se hace notar por sus símbolos. La nueva izquierda nació hace 11 años para canalizar la protesta de una generación que entonces ya sospechaba que viviría peor que sus padres. Es evidente que en eso ha fracasado, o ya no sirve para ese cometido, a la vista de qué votan hoy los nuevos indignados.

Tampoco el PSOE canaliza ya ese malestar generacional. Es honesto reconocer que el Gobierno saca dinero de donde haga falta para revalorizar las pensiones, mientras que España se sitúa entre los países que están a la cola de Europa en gasto en vivienda social. Los jóvenes no dan tantos votos como sus padres, y mientras que los baby boomers puedan tener a sus hijos en casa, o ayudarles para llegar a fin de mes, la juventud no tomará otra vez las plazas. El problema es que la demoscopia arruina cualquier relato, por más que el presidente Pedro Sánchez o los ministros cuenten por redes sociales sus canciones favoritas a la chavalada. El PSOE y el PP son los partidos más votados entre los mayores y no casualmente: su base electoral principal es la que ya tiene la vida hecha, y la única que ha conservado niveles de renta en dos décadas. Vox, en cambio, crece entre los menores de 45 años. La brecha generacional podrá ser negada, pero sus efectos ya se están notando en ese deseo antisistema de que las cosas cambien.

Así pues, tildar a esos chavales de “fachapobres” solo sirve para tapar las propias carencias. Tras siete años, la izquierda no solo es sistema porque ha gobernado: es sistema también porque, más allá de algunas reformas, no está ofreciendo un horizonte sustantivo de mejora a las generaciones que suben. El Gobierno podrá celebrar las cifras de empleo, pero el fervor reaccionario es mucho más profundo. Tiene que ver con el sentimiento de que el empobrecimiento de la clase media lleva dos décadas en marcha, y que el bipartidismo no ha logrado erradicarlo de base, sino que a lo sumo, pone parches.

En ese contexto, el rechazo a la inmigración —que es la mayor bandera del auge ultraderechista— tiene más de protesta generacional de lo que parece. Habrá algunos ciudadanos xenófobos, pero el fenómeno migratorio también se ha vuelto para muchos una forma reproche a nuestro modelo económico. Por ejemplo, se extiende la impresión de que la patronal necesita que lleguen personas de fuera para que hagan los trabajos que no quieren los nacionales, en vez de que la política promueva reformas de calado para que mejoren esos salarios. Se cree, incluso, que los migrantes sirven para incrementar la natalidad o la demografía, pero en cambio no se solucionan los problemas por los cuales los autóctonos no pueden formar una familia. Otros recelan sobre seguir importando mano de obra, mientras la vivienda asequible escasea de forma generalizada. Es parte del discurso que están adoptando voces como el portavoz adjunto de Vox, Carlos Hernández Quero, quien tanto triunfa entre muchos jóvenes. Se hace notar ya la influencia de Aliança Catalana: hasta anteayer, el partido de Santiago Abascal solo hablaba de inmigración vinculándola con la criminalidad; ahora se suma a sus tesis socioeconómicas.

Sin embargo, lo curioso no es que las ultraderechas compartan relato, sino que haya voces de la izquierda sumándose a esos postulados. Oriol Junqueras deslizó hace poco en una entrevista que Cataluña no tenía capacidad de llegar a los 10 millones de habitantes porque ya era un “país estresado” en pilares como el transporte público. ERC negará obviamente el influjo oriolista, pero escuchar algo así de boca de Junqueras es sintomático.

Tal vez, la mayor prueba de que el bloque progresista ha dejado de ofrecer esperanza es ese sutil giro en el discurso de uno de los socios clave de Sánchez. A falta de un proyecto propio para revertir la precarización estructural de los jóvenes, o para que el crecimiento llegue a los hogares de la clase media depauperada, algunas fuerzas de izquierda se acercan ya a las tesis de aquellos llamados despectivamente “fachapobres”. Quizás esa sea su mayor venganza.

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