Ni revanchismo, ni bandos en democracia
Sin mecanismos de contención ni tolerancia mutua, las instituciones acaban siendo vistas como una pieza más de la reyerta política
Habrá que leer la sentencia sobre el exfiscal general Álvaro García Ortiz para tener una opinión sólida sobre su condena, pero mientras tanto toca reflexionar sobre algunos excesos políticos cometidos estos días, que deslizan a España por la peligrosa ladera del revanchismo. Como recuerd...
Habrá que leer la sentencia sobre el exfiscal general Álvaro García Ortiz para tener una opinión sólida sobre su condena, pero mientras tanto toca reflexionar sobre algunos excesos políticos cometidos estos días, que deslizan a España por la peligrosa ladera del revanchismo. Como recuerdan Levitsky y Ziblatt en su célebre libro (Cómo mueren las democracias, Ariel), la democracia también muere cuando no existen mecanismos de contención ni tolerancia mutua, tal que las instituciones acaban siendo vistas como una pieza más de la reyerta política entre supuestos bandos.
La decisión del Tribunal Supremo podrá parecer bien o mal, pero hay quien no ha tardado en promocionar un peligroso relato iliberal a modo de protesta, sacando rédito del malestar: varios socios de Pedro Sánchez exigen ahora que se reforme la Ley Orgánica del Poder Judicial con la mayoría progresista y plurinacional. Es decir, que sea la mitad de nuestro país quien elija al gobierno de los jueces —y que se fastidie la derecha, seguramente deben pensar—. Lo que quizás ERC o Podemos olvidan es que el Partido Popular y Vox también llegarán alguna vez al poder, y entonces no les hará ninguna gracia —y con razón— que la izquierda no tenga voz ni voto en la configuración de los órganos constitucionales. Cuando se lamina la pluralidad, el revanchismo acaba siendo un camino de doble sentido, siempre.
Sin embargo, es evidente que el juicio al exfiscal general no escapa a la batalla partidista. Ahora bien, incluso en momentos así conviene recordar que los contrapesos son el último bastión que diferencia una democracia de lo que no lo es. Si no legitimamos a las instituciones, incluso cuando su resultado puede no gustar, se abre una vía muy ancha para que el poder político —sea quien sea en cada momento— tome nota y utilice ese clima de opinión para blindarse ante cualquier atropello que algún día pueda cometer.
Para prevenirlo, no caben las enmiendas a la totalidad. Ni el juicio al exfiscal general condena a la Fiscalía entera, ni a su sucesora Teresa Peramato, como tampoco es el presidente Sánchez quien estaba sentado en el banquillo, tal como ha sugerido Isabel Díaz Ayuso. Del mismo modo, el Tribunal Supremo no es menos o más legítimo según lo que dicte en cada momento. En ese mismo estrado estaban los jueces Antonio del Moral y Juan Ramón Berdugo, que ratificaron las condenas por la trama Gürtel. Toca recordar, además, que el juez Manuel Marchena contó hace unos años con el beneplácito tanto de PP como de PSOE para presidir el Supremo y el CGPJ. De hecho, decidió renunciar para eliminar cualquier duda sobre su independencia, tras la polémica por los mensajes del senador Ignacio Cosidó en los que afirmaba que los populares “controlarían” la Sala Segunda del Supremo “desde atrás”. Sánchez aseguró entonces que la renuncia de Marchena revelaba lo “acertado de su nombramiento”.
Segundo, allí donde media el Estado de derecho, los linchamientos públicos sobran. De hecho, no se están dando ni entre compañeros de profesión. Dijo hace unos días el juez Manuel García-Castellón que el exfiscal general le parecía una “bellísima persona”, que lo “sentía muchísimo” por él, pero que creía que “había seguido unos consejos que no habían sido buenos”. Qué mejor mensaje a la ciudadanía que esa muestra de no deshumanización, aunque se pueda expresar alguna discrepancia. Por su parte, el Gobierno haría un favor a la imagen del exfiscal general si dejara de hablar de él como si fuera un ministro más.
Tercero, no es realista inocular entre la ciudadanía la sensación de que nada se puede hacer. Si García-Ortiz quiere recurrir está en su pleno derecho de pedir amparo al Tribunal Constitucional o de recurrir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuando se conozca la sentencia. Claro está, habrá quien quiera deslegitimar al TC porque hay una mayoría progresista o exministros del PSOE, pero cabe recordar que fue el propio PP de Pablo Casado quien aceptó ese pacto para la renovación. Igual habría que pedirle explicaciones a él.
Por último, la retórica guerracivilista es un bucle sin fin. Si España no es una dictadura —el presidente tiene a su entorno familiar y al partido cercado en causas judiciales— tampoco vivimos en un golpe judicial porque un tribunal adopte una sentencia. Es lógico que algunas personas estén molestas con la situación, o con el papel del jefe de Gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, pero los jueces se dedican a valorar hechos enjuiciables. Si el progresismo considera que lo ocurrido debe ser perdonado, el Ejecutivo incluso podría indultarlo, guste o no a la derecha.
Y todo ello, sin necesidad de conocer todavía el razonamiento del fallo, respecto al cual los expertos tendrán derecho a discrepar o a estar de acuerdo, y cualquier ciudadano, a sacar sus propias conclusiones. Ahora bien, el problema de nuestra democracia es que hemos convertido cualquier hecho en una supuesta batalla del bien contra el mal, como si no existieran matices. La polarización también es eso: que los ciudadanos prefieran adherirse a presuntos bandos y que el enardecimiento acabe desplazando a la reflexión. El revanchismo siempre será más atractivo que la contención.