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Anna Karénina y el parlamentarismo en España

La crisis motivada por la ausencia de mayorías sólidas en el Congreso y en las cámaras autonómicas no es culpa del sistema sino del mal uso que hacen de él quienes pretenden aferrarse al poder

La novela Anna Karénina comienza afirmando que “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Una aseveración análoga puede aplicarse al estado en el que se encuentra actualmente nuestro régimen parlamentario, tanto a escala estatal como autonómica. En el ámbito del parlamentarismo, la situación que más se asemeja a la felicidad remite a la existencia de una ...

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La novela Anna Karénina comienza afirmando que “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Una aseveración análoga puede aplicarse al estado en el que se encuentra actualmente nuestro régimen parlamentario, tanto a escala estatal como autonómica. En el ámbito del parlamentarismo, la situación que más se asemeja a la felicidad remite a la existencia de una estable mayoría de apoyo al Gobierno, manifestada ya de entrada en la sesión de investidura y vigente a lo largo de la legislatura. De cumplirse ambos requisitos, los Ejecutivos no solo gozan de legitimidad de origen (en el momento de su formación) sino también de ejercicio, lo que les permite sacar adelante sus iniciativas legislativas y, de este modo, desplegar su programa político. Si concurre tal contexto de fondo, es posible agotar los cuatro años de legislatura o, a lo sumo, adelantar las elecciones por razones coyunturales, aprovechando el momento más propicio en clave política. Esta situación, que en teoría debería configurar la regla general, sin embargo, se ha convertido en la excepción en España. Así lo atestigua la exigua nómina de familias parlamentarias felices: tan solo en Castilla-La Mancha, Madrid, Andalucía y Galicia los respectivos gobiernos cuentan con mayorías absolutas en sus asambleas legislativas. Ciertamente, la felicidad no es completa y no es oro todo lo que reluce: ahí están para acreditarlo las tensiones generadas por la grave crisis de los cribados del cáncer de mama en Andalucía o por la deficiente gestión de los incendios de este verano en Galicia.

La nota predominante en el contexto parlamentario actual, por el contrario, es la infelicidad, esto es, la ausencia de una dinámica que conduzca a mayorías sólidas y cohesionadas que sirvan de sustento a los ejecutivos. A partir de esta constatación inicial, podemos discernir cómo la infelicidad de cada familia adopta perfil propio y rasgos diferenciales. En primer lugar, hay que llamar la atención sobre casos que se caracterizan por contar con una inicial y efímera dosis de felicidad, vinculada exclusivamente con el momento de la investidura. En estos supuestos, lo que se consigue es aglutinar la mayoría necesaria que permite a quien se presenta en el Parlamento como candidato a acceder al Gobierno. En realidad, el apoyo recabado no es más que un espejismo puntual, pues su mantenimiento a lo largo de la legislatura no puede darse por descontado, y debe recabarse de forma constante. La capacidad de negociación del Ejecutivo con sus socios de investidura, así como el margen para la cesión a las reivindicaciones que estos plantean, ocupan un lugar central de la acción política, que condiciona directamente las posibilidades gubernamentales de sacar adelante cualquier iniciativa en el ámbito parlamentario. La imposibilidad de aprobar anualmente la ley de presupuestos y la subsiguiente prórroga automática de los precedentes es la manifestación más evidente —y también la más grave— del cortocircuito institucional que genera este primer escenario, donde la legitimidad del Ejecutivo se limita al momento de su formación, sin que quede asegurada de cara a su andadura posterior. La tesitura en la que se encuentran el Gobierno central y el presidido por Salvador Illa en Cataluña son paradigmáticas en este sentido.

Otra suerte de infelicidad o patología parlamentaria se caracteriza por su carácter sobrevenido y su manifestación en diferido. Se produce por la fractura de las mayorías logradas gracias a las coaliciones de gobierno entre distintas fuerzas políticas, lo que deja en minoría a los correspondientes ejecutivos. Es lo que ha sucedido con los pactos suscritos entre el Partido Popular y Vox, primero en Castilla y León y posteriormente, en las comunidades de Extremadura, Aragón, Murcia y Valencia, después de las últimas elecciones autonómicas en 2023. Apenas transcurrido un año desde estas últimas, la dirección nacional de Vox decidió por iniciativa propia que sus representantes abandonaran los cargos ocupados en los diferentes gobiernos autonómicos, poniendo punto final unilateralmente a los acuerdos alcanzados en las comunidades afectadas. De este modo, para continuar en el poder, aquellos se han visto abocados a la búsqueda constante de apoyos parlamentarios que, paradójicamente, han provenido de su anterior socio. En el caso de Extremadura, ante el rechazo cosechado por el proyecto de ley de presupuestos para 2026 y la constatación de que no existe ninguna posibilidad de ser aprobados, la presidenta de la Junta, María Guardiola, ha optado por la solución ortodoxa: disolución de la Asamblea autonómica y convocatoria de elecciones el próximo 21 de diciembre. Por lo que a Aragón respecta, todavía se está en un terreno incierto, a pesar de que Vox ya ha anunciado que no apoyará la iniciativa de ley presupuestaria elaborada por el Gobierno presidido por Jorge Azcón.

El caso más infeliz y problemático a nivel autonómico, sin lugar a dudas, es el de Valencia. El gravísimo episodio que vivió dicha comunidad hace ahora un año como consecuencia de la dana que causó 229 muertos y provocó ingentes daños materiales, no vino acompañado de la inmediata asunción de responsabilidad política por parte del presidente del Ejecutivo autonómico, Carlos Mazón. De hecho, esta solo se ha producido recientemente en unos términos manifiestamente mejorables y tras un nuevo episodio de intensa crítica social con ocasión del funeral de Estado celebrado en el primer aniversario del desastre. Una vez presentada la renuncia de Carlos Mazón, se ha abierto una fase de incertidumbre institucional cuya superación permite distintas soluciones. A la vista de la complicada situación política existente, derivada de la ruptura del inicial pacto de gobierno suscrito entre los populares y Vox, así como de la ausencia de una mayoría alternativa, la lógica parlamentaria debería conducir a finiquitar la legislatura y convocar elecciones.

No ha sido esta la decisión adoptada y, tras una primera fase de titubeos, se ha anunciado el nombre del candidato que se presentará a la investidura, Juan Francisco Pérez Llorca. Desde una perspectiva jurídica es preciso recordar que, en línea con la regulación establecida por la Constitución, el Estatuto valenciano exige, en primera instancia, que el candidato reciba el aval de la mayoría absoluta de la Cámara. De no conseguirla, se prevé una segunda votación transcurridas 48 horas desde la primera, en la que bastará con la mayoría simple para ser investido. Y para el caso de que tampoco se cumpliera esta exigencia, se celebrarán sucesivas rondas de consulta cuyo objeto es proponer candidatos que se someterán nuevamente al examen parlamentario. Si transcurridos dos meses desde que se votó por primera vez ninguno de los propuestos hubiera obtenido la mayoría requerida, las Cortes valencianas se disuelven y se convocan elecciones.

Alcanzar un nuevo acuerdo entre las dos fuerzas políticas que suscribieron un primer y fracasado pacto de gobierno por decisión de Vox (el socio minoritario) y que han mantenido un duro enfrentamiento en el último año, se presenta como un reto minado de dificultades que sitúa a esta fuerza política en una posición negociadora dominante, dada la brevedad de los plazos establecidos y la necesidad de conseguir un acuerdo. La pretensión de volver a la casilla de salida, intentando reeditar una mayoría meramente instrumental para mantenerse en el poder podrá, llegado el caso —improbable, pero no imposible—, cumplir con la aritmética parlamentaria. Pero no dejará de ser otra manifestación de la crisis en la que está sumido nuestro sistema parlamentario, no tanto a causa de su regulación jurídica sino, sobre todo, por el escaso respeto de los actores políticos hacia los usos elementales en la que aquel se fundamenta. Una nueva prueba de la versatilidad que puede alcanzar la infelicidad de cualquier familia, incluida la parlamentaria.

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