Para saber qué ocurre, debemos entender incluso lo que ni se explica ni se explicita. El fantasma que desvela las noches de Carles Puigdemont es triple: terror a la competencia de la ultra Aliança Catalana; desconcierto por ...
Para saber qué ocurre, debemos entender incluso lo que ni se explica ni se explicita. El fantasma que desvela las noches de Carles Puigdemont es triple: terror a la competencia de la ultra Aliança Catalana; desconcierto por no saber capitalizar sus propios logros; angustia personal de seguir deambulando lejos, como apátrida errante.
El drama arranca de que la parafascista Aliança pisa los tobillos de Junts en el territorio C-25, que conecta esa autovía, el eix transversal de la Cataluña interior, carlista, entre Girona y Lleida. Los alcaldes posconvergentes palpan que su mordiente les descabalga, replican sus recetas ultras. El hieratismo metálico y descortés de su portavoz en el Congreso le hurta presentar como éxitos también propios —parciales o inconclusos— la amnistía, el avance del catalán o el plan de otra financiación autonómica. En vez de apuntárselos (los ultras castizos sí los achacan a su “chantaje”), los desdeñan.
Así que, huera de triunfos aparentes y dirigentes enérgicos en la asignatura Democracia, la burguesía media retrocarlista, de residencia urbana en Vic, Manresa o Ripoll, y atávico arraigo cultural rústico, está huérfana. Añorará el democristianismo nacionalista de Jordi Pujol, sí, por mesiánico, pero sueña con deportaciones nazis: contrata a negritos o moritos inmigrantes para empacar embutidos, camisas o tornillos, y al tiempo pretende cancelarlos, los pobres siempre molestan. Por eso se pasa en masa al nacionalracismo de Aliança. Y contamina a capas de la tolerante burguesía barcelonesa. La Convergència de los montagnards ya se despide de ustedes.
El procés fue hijo, como el Brexit, de la desazón posterior a la Gran Recesión de 2008. Con fragua tardía (el pseudorreferéndum de 2017), pero empecinada. La menestralía y las clases medias decepcionadas de expectativas, crisis industriales y ensoñaciones seculares, se subieron al monte. El puigdemontismo las encarnó: trocó el pragmatismo convergente en táctica lindante con lo antisistema: ese abismo entre el Prat de la Riba constructor de la Mancomunitat y el coronel Macià del putsch idiota en Prats de Motlló.
El sendero de regreso era estrecho, pero pareció viable. Las palancas de los siete diputados “decisivos”, de la sorpresa, el sobresalto y el ultimátum continuo, mal que bien, le funcionaron. Ahora se aboca a converger con los ultras, en sintonía también tardía, cuando ya afloran, de Holanda a Nueva York, sus antónimos.
El de Waterloo tira por la borda sus encajes de bolillos, y ni siquiera el entregado jefe de la patronal, el excompany de lluita Josep Sánchez Llibre reencontrado, podrá patrocinarle más: ¿Con apoyo de qué vanguardia? ¿Con qué dinero limpio? Sin alcaldes, y con siete escaños estériles, ¿qué instrumento le queda? La nada. ¿Qué destino? La irrelevancia. Y el triste devenir personal de un redivivo holandés errante.
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