Un mundo lleno de dinamita
Ni el rearme ni la escalada sirven para evitar la guerra nuclear, al contrario
Si cabían dudas respecto a la nueva era nuclear en la que estamos instalados, Trump y Putin las han despejado al alimón. El primero con la orden de reanudar ensayos nucleares tras 30 años sin realizar ninguno, anunciada al finalizar su gira por Asia, antes del encuentro con Xi Jinping. El segundo, con el anuncio de nuevas y sofisticadas arm...
Si cabían dudas respecto a la nueva era nuclear en la que estamos instalados, Trump y Putin las han despejado al alimón. El primero con la orden de reanudar ensayos nucleares tras 30 años sin realizar ninguno, anunciada al finalizar su gira por Asia, antes del encuentro con Xi Jinping. El segundo, con el anuncio de nuevas y sofisticadas armas con capacidades nucleares: un misil de crucero de propulsión atómica que ha alcanzado los 14.000 kilómetros en pruebas, y un dron submarino, también de propulsión nuclear y largo alcance, todavía no ensayado, presentados ambos como de muy difícil detección e intercepción.
No está claro el significado exacto de las palabras de Trump, ni tampoco si pretende realizar detonaciones como antaño, probablemente subterráneas, o simplemente ensayos con nuevos tipos de misiles, en respuesta a la exhibición amenazadora de las más recientes adquisiciones que acaba de realizar Putin. Su valor gestual es indiscutible, incluso de cara al encuentro de Trump con Xi Jinping, el único dirigente asiático ajeno a la ruborizante diplomacia adulatoria exigida por la actual Casa Blanca para cerrar tratos. También cabe interpretarlas como un órdago dirigido a Moscú, previo a la negociación o la expiración del tratado Nuevo Start de reducción de armas estratégicas, el último acuerdo bilateral de desarme vigente entre Washington y Moscú, que caduca el próximo febrero.
Aun siendo meramente un paso retórico, es un peldaño en la escalada nuclear que erosiona los tratados de Prohibición de Pruebas y de No Proliferación y anima a otras potencias a realizar unos ensayos que empezaron a declinar hace medio siglo. Según los expertos, a nadie favorece tanto como a China, país con un arsenal en rápido crecimiento (cerca de 600 ojivas), pero de dimensiones inferiores a las de Estados Unidos (5.225) y Rusia (5.890), al que le vendría muy bien acercarse en ensayos a las dos superpotencias de la Guerra Fría: 1.054 Washington y 715 Moscú, por 467 Pekín.
“Al final de la Guerra Fría los poderes globales alcanzaron el consenso de que el mundo sería mejor con menos armas nucleares. Esta era se ha terminado” Con estos titulares sobreimpresos empieza la película de Kathlyn Bigelow, estrenada precisamente estos días en Netflix, en la que sobresalen dos conclusiones inquietantes. La primera es que ninguna tecnología asegura completamente la defensa del territorio de Estados Unidos ante un ataque balístico nuclear inadvertido. Ni siquiera los sistemas más fiables ofrecen seguridad absoluta, como sucede con la Cúpula de Hierro, que ha protegido el reducido territorio de Israel y ha sido muy eficaz ante la limitada capacidad de Hamás, Hezbolá, Irán o los hutíes de Yemen. Sobre todo ante ataques nucleares masivos sobre amplios territorios como los de Rusia y Estados Unidos, que están al alcance de sus mutuos arsenales, y con mayor razón si son misiles maniobrables e hipersónicos de intercepción muy difícil.
Ni el rearme ni la escalada sirven para evitar la guerra nuclear, al contrario. Tampoco el proyecto costosísimo de Cúpula Dorada con la que Trump pretende proteger el entero territorio estadounidense. Solo pueden evitarla la reducción de los arsenales y el desarme. Esta es la verdad mayor que muestra la película al advertir que los misiles interceptores tienen como máximo un 60% de acierto, casi como una moneda lanzada al aire. La verdad menor, pero no menos tenebrosa, aparece en la escenificación cinematográfica de la obligación personal e intransferible que tiene el presidente ante el dilema entre dejar sin respuesta a la incineración nuclear de una ciudad como Chicago, equivalente a una rendición, o lanzar un ataque masivo, se supone contra Corea del Norte, que desencadenará una guerra nuclear mundial. Nadie que vea el filme podrá sacarse de la cabeza que el futuro del mundo respecto a las relaciones internacionales, pero también a la decisión suprema de darle al botón nuclear, se halla en manos de alguien como Trump que agota los adjetivos a la hora de definir su personalidad: errática, imprevisible, confusa, presuntuosa, ignara, irresponsable, narcisista…
Esta segunda era nuclear ha empezado todavía como bipolar, pero será pronto tripolar y de más difícil negociación, en cuanto China se sitúe a la par de Estados Unidos y Rusia en el próximo decenio. El historiador ucranio-estadounidense Serhii Plokhy considera que es en Ucrania donde ha dado sus primeros pasos, con el uso del arma nuclear por Putin como instrumento de disuasión agresiva para mantener a raya a los aliados de Kiev. Según su diagnóstico, la carrera nuclear está otra vez en marcha; el régimen de no proliferación ha entrado en crisis; y, finalmente, las plantas nucleares civiles, como Chernóbil y Zaporiyia, han sido incorporadas a los combates, en una peligrosa militarización de la industria civil que “sugiere la posibilidad de que cualquiera de los 440 reactores nucleares existentes se conviertan en bombas sucias”. Cierto, el mundo está lleno de dinamita.
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