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Un siglo de distopías

La fe en la ambición de construir una sociedad ordenada según principios ideológicos claros se ha disuelto

En 1925, el escritor y editor Max Brod publicaba El proceso, de Franz Kafka, que el autor checo había escrito una década atrás. El manuscrito, inconcluso, publicado contra la voluntad de Kafka un año después de su muerte, contiene algunas de las características esenciales de lo que se convertiría en uno de los géneros literarios y ci...

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En 1925, el escritor y editor Max Brod publicaba El proceso, de Franz Kafka, que el autor checo había escrito una década atrás. El manuscrito, inconcluso, publicado contra la voluntad de Kafka un año después de su muerte, contiene algunas de las características esenciales de lo que se convertiría en uno de los géneros literarios y cinematográficos más populares en el último siglo: la distopía. Para entonces, había tenido lugar la Revolución Rusa y en 1920 Yevgueni Zamiatin había publicado Nosotros. Desencantado con la deriva autoritaria de los bolcheviques, el escritor ruso proyectó la experiencia soviética en el relato de una sociedad futura de trabajadores alienados bajo la autoridad del Estado Único en el que, años más tarde, se inspiraría George Orwell. A principios de los años treinta, Aldous Huxley imaginaba un mundo feliz controlado por el placer y la biotecnología y, en 1940, Karin Boye regresaba sobre la idea de un Estado Mundial capaz de conocer los pensamientos de sus ciudadanos a través del uso de la kallocaína.

Desde una perspectiva antropológica, las distopías son una versión secularizada del infierno de las tradiciones religiosas abrahámicas. Son también un aviso sobre las consecuencias de la hubris humana en su manipulación de la naturaleza a través de la tecnología y nos orientan sobre los temores más profundos de cada generación. En un momento en el que muchos ven reflejos de la época actual en las décadas en las que emergieron los totalitarismos, merece la pena regresar sobre los imaginarios distópicos que nacieron hace aproximadamente un siglo al calor de esas primeras experiencias totalitarias para reflexionar sobre qué desasosiegos permanecen y cuáles han evolucionado.

A través de la experiencia de Josef K., entre angustiosa y absurda por su arbitrariedad, Kafka expone una de las preocupaciones centrales del siglo XX: la anulación del individuo frente a una maquinaria estatal y burocrática anónima e implacable. El Estado Único que imagina Zamiatin en Nosotros, presidido por el Bienhechor, somete a los “hombres-número” a una vigilancia permanente y elimina cualquier resquicio de vida privada. La fantasía y la creatividad se consideran una amenaza, y los cerebros de quienes las manifiestan son operados para extirparlas. Si Kafka narra la impotencia del individuo ante el aparato jurídico y burocrático, Zamiatin lleva esa anulación más lejos, hasta el plano físico y psicológico, a través de un control médico-científico del cuerpo.

A principios de la década de 1930, países como Estados Unidos, Suecia y Alemania habían integrado la eugenesia en sus políticas públicas de esterilización de poblaciones consideradas inferiores. En ese contexto, Huxley imagina un orden social en el que se crean individuos a medida, perfectamente adaptados a su lugar en la jerarquía social, a través de la selección genética y la reproducción artificial. Para asegurar la felicidad continuada de los individuos, el Estado proporciona el fármaco soma que reprime las emociones negativas y los impulsos disidentes (es tentador establecer un paralelismo con el Prozac y otros antidepresivos desarrollados posteriormente en la vida real). El afán de control sobre las mentes de los ciudadanos es también el leitmotiv de la novela de la sueca Boye. Su protagonista, Leo Kall, ha diseñado un suero de la verdad con el que promete a los altos representantes del Estado Mundial la detección de cualquier acto o intención potencialmente rebelde. Sin embargo, el afán de control se vuelve ambiguo, pues la droga expone también las dudas y emociones más íntimas del propio científico.

Si la imagen de un Estado mundial totalitario nos resulta más ajena hoy que en los años veinte y treinta, permanece nuestro temor a ser anulados y absorbidos por entes de hipervigilancia sobre los que carecemos de control. Nos identificamos, asimismo, con el temor a la manipulación científica y biopolítica —la posibilidad de leer nuestras mentes está más cerca que nunca—. Algunos escenarios distópicos recientes, trazados en torno al posapocalipsis nuclear y climático, exhiben un estado tecnológico y científico más avanzado en un contexto de anarquía global y colapso ecológico.

Además de las diferencias tecnológicas, tal vez la mayor diferencia entre aquellas primeras obras distópicas y nuestros temores actuales resida en la fe que entonces se depositaba en las capacidades ilimitadas del Estado secular y en la ambición de construir una sociedad ordenada según principios ideológicos claros. Hoy, esa fe se ha disuelto en gran medida: no hay indicios de una imaginación política capaz de concebir un orden colectivo potencialmente universal. Las distopías contemporáneas no evocan un Leviatán omnipotente. La pesadilla no es un Estado mundial absoluto, sino un retorno a formas de dominación premodernas: una suerte de feudalismo global en el que cada individuo está sujeto a múltiples señores dispersos, a menudo invisibles, que gobiernan fragmentos de su vida y en el que, al igual que bajo el Antiguo Régimen, la Tradición y las religiones operan como fuentes de autoridad. La distopía reaccionaria, con distintas dosis de tecnopoder y teocracia, constituye hoy el metarrelato más turbador. No por su carácter exagerado, sino por su semejanza con aspectos de nuestra realidad.

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