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Celebrar la vida

Lo más terrible que puede ocurrirnos a los que alcanzamos cierta edad es carecer de expectativas o tener que maquillar nuestras biografías

La oscura mañana en que Ernest Hemingway cargó su escopeta Boss calibre 12 y se voló los sesos en su cabaña de Idaho, convencido de que nunca podría volver a escribir como se debía escribir, el novelista tenía 62 años y ya hacía tiemp...

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La oscura mañana en que Ernest Hemingway cargó su escopeta Boss calibre 12 y se voló los sesos en su cabaña de Idaho, convencido de que nunca podría volver a escribir como se debía escribir, el novelista tenía 62 años y ya hacía tiempo los servidores de Finca Vigía y otros conocidos se referían a él como El Viejo. La tarde turbia de agosto de 1940 en que Ramón Mercader le clavó un piolet, Liev Davídovich Trotski tenía 61 años y desde hacía bastante sus allegados y hasta algunos de sus correligionarios le llamaban El Viejo. En un relato que escribí en 1988 y titulé Adelaida y el poeta, califico a la protagonista como una anciana de 62 años. Cuando redacté ese cuento yo tenía 33, la famosa edad de Jesús, y creo que me consideraba incombustiblemente joven. Ahora, mientras estreno mi estancia en los 70 años, compruebo que he vivido casi una década más que los “viejos” Trotski y Hemingway. ¿Qué soy yo?

Con independencia de la lamentable denominación que podría corresponderme —anciano, viejo, adulto mayor—, la provecta y diría que casi obscena cifra que arrastro me lanza una advertencia incontestable: tengo más pasado que futuro, y el dato que lo refrenda es matemático. Ya mi personaje de Mario Conde en una historia que se desarrolla en 2016, cuando él andaba por los 62 —tiene uno más que yo— reflexionaba sobre el asunto de la edad alcanzada y concluía que había entrado en lo que definió como “la cuarta edad”, porque si el promedio de vida cubano anda por los 79 años, entonces ya él había agotado tres cuartas partes de nuestro plazo promedio de residencia en la tierra. Y, Conde —que suele ser muy radical y objetivo— empezaba no solo a considerarse un viejo, sino algo mucho más alarmante: un viejo de mierda, pues él no era, como es obvio, ni Hemingway ni Trotski.

Fuera de la evidencia de que mi tiempo vital entra en sus compases otoñales —me niego a escribir finales—, afortunadamente disfruto de una capacidad física y mental que, todavía hoy, ya con un par de achaques a cuestas, me permite que aún no me sienta viejo, porque, más allá de la insultante merma de ciertas aptitudes físicas, no sé exactamente cómo es eso de sentirse viejo... aunque lo voy aprendiendo. No obstante, me niego a revolcarme en la tentación de reflexionar sobre lo que significa vivir la vejez. Prefiero, como hace mi amigo Freddy Ginebra, con sus vertiginosos 80 a cuestas, enfocarme en celebrar la vida pues, por cierto, la que he tenido creo que ha sido, a pesar de todos los pesares, una buena vida.

Cuando escribí que Adelaida era una anciana de 62 yo no podía imaginar las cosas que ocurrirían en mi existencia, especialmente en mi labor como escritor. Todo lo sucedido ha desbordado la posibilidad de fabulación más desmesurada. Y he podido disfrutarlo con la muy importante satisfacción añadida de que todo ha sido obra del trabajo, y sabiendo que no tuve que subirme sobre los hombros de nadie para conseguirlo ni he tenido que reescribir la novela de mi vida como he visto hacer a otros colegas y conocidos, necesitados de repintar sus biografías.

Pero, al llegar a esta edad que ahora transito, todo ese pasado necesariamente debe esbozar un porvenir. Lo más terrible que puede ocurrirnos a los que alcanzamos estas cifras es no poseer expectativas de futuro o sentirnos alejados de nuestro devenir. Y por suerte no es mi caso, y sé que no es el de muchos otros que andan por estas alturas vitales.

Y es que todavía hoy me siento cerca del joven que, rodeado de amigos, descubrió algunas de las cosas más importantes de la existencia: la amistad que sigo compartiendo con muchos de ellos, cuidándola con esmero pues sé que la amistad es un estado frágil, siempre acechado por las más diversas agresiones internas y externas, entre estas las perversas valoraciones políticas; el placer de los descubrimientos y los goces estéticos, que me siguen conmoviendo con la misma intensidad que, hace más de 40 años me provocó la lectura de Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, y me puso a escribir mi primera novela; o la sensación de desvalimiento y plenitud que provoca sentir y recibir el amor, esa maravillosa facultad de la condición humana.

Como mejor complemento para esa amable memoria afectiva tengo la certeza de que intentaré agotar mi cuarta edad haciendo lo que más me gusta hacer: escribiendo. Porque una de las condiciones a la cual me reconozco más ajeno es a la de jubilado. No me concibo sentado en mi patio leyendo y viendo pasar el tiempo sin sufrir las prisas, tensiones, preocupaciones profesionales que me asedian… No obstante, me vigilo: el mayor peligro en el proceso del envejecimiento del artista es creer que siempre puede un poco más, que se considere capaz de decir otro poco más, cuando ya una perniciosa vejez mental lo ha atrapado. Porque salud y potencia física no siempre van de la mano de la competencia mental y creativa.

Cuando se suicidó, Hemingway sabía que su capacidad intelectual había menguado tanto que le costaba no solo escribir, sino recordar. Cuando Philip Roth, a sus 79, declaró que dejaba de escribir pues ya había dicho todo lo que tenía que decir, era porque aceptaba su vejez literaria. Pero —sin llegar al extremo hemingwayano— pienso que resulta necesario, aunque sea doloroso, tener la disposición de mirarnos en el espejo de nuestras limitaciones. Por no hacerlo se puede pretender seguir corriendo la maratón de la literatura cuando ya no se tiene fuelle. Porque saber cuándo detenerse no es cuestión menor: un escritor, en especial el novelista, es un almacén de memorias, un cofre que debe estar abierto y ventilado cada día que se sienta a trabajar. Y aunque no con las mismas manifestaciones que el cuerpo físico, la mente también envejece y, taimada como es, intentará engañarnos.

Una escena que siempre me ha atraído es la de esas señoras españolas septuagenarias y más que, en las tardes propicias, vestidas y peinadas como para un agasajo, se sientan en una terraza a beber un café… o un vermut. Nunca lo he preguntado, pero asumo que ellas disfrutan de su vejez, y el hecho de pensar en ese verbo —disfrutar— las puede salvar de muchas de las oscuridades posibles de su edad. A mi alrededor cubano, en cambio, veo a gentes de mi finca, ellos sí convertidos en ancianos y ancianas, mientras luchan por una sobrevivencia digna, la que merecerían luego de años de trabajo y entrega social y familiar.

Me congratulo entonces al contemplar que, gracias a mis empeños, mi madre, con sus 97 años, no pasa por semejantes aprietos. Y quizás fue por eso que hace unos días me entregó la semilla de un aguacate que, según ella, estaba buenísimo, y me pidió que la sembrara en nuestro patio. Y asumí que ella se disponía a esperar 10, 15 años a que el árbol fructificara. Y como ni ella ni yo nos sentimos viejos, planté la semilla, pues estoy seguro de que juntos comprobaremos si esos aguacates son tan buenos como ella ha dicho. Así que allá vamos, celebrando lo que tenemos que celebrar, eso, la vida.

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