Pedro Sánchez y el oportunismo político
El electoralismo implica que los gobernantes estén atentos a los deseos de los ciudadanos y eso es, en el fondo, una de las cosas que se espera de la democracia
Si hay una crítica que acompaña a la figura política de Pedro Sánchez es la de oportunismo. Desde su primer viraje respecto a la posibilidad de un gobierno de coalición con Podemos hasta los sucesivos vaivenes en la gestión del conflicto catalán, el presidente ha forjado una imagen de tacticista. Para muchos, ...
Si hay una crítica que acompaña a la figura política de Pedro Sánchez es la de oportunismo. Desde su primer viraje respecto a la posibilidad de un gobierno de coalición con Podemos hasta los sucesivos vaivenes en la gestión del conflicto catalán, el presidente ha forjado una imagen de tacticista. Para muchos, su papel en la crisis de Gaza es el ejemplo más reciente. Aunque buena parte de los españoles se sienten representados por su posición en este asunto, otros le reprochan que actúa más por cálculo político que por verdaderas convicciones. Sus adversarios en el Parlamento sostienen que su reacción no es más que otro movimiento calculado para tapar la parálisis del Gobierno y los problemas judiciales que rodean al presidente.
Sin embargo, ¿realmente debemos mostrarnos tan críticos con los políticos oportunistas? ¿Hay que exigirles que gobiernen estrictamente guiados por sus convicciones en lugar de por cálculos electorales? Probablemente, quienes lean estas líneas crean que efectivamente en la política deben imperar los principios y que el tacticismo es un vicio a evitar. Sin embargo, creemos que la respuesta resulta menos obvia de lo que parece.
A primera vista, parece razonable pensar que lo ideal es que nuestros representantes actúen siempre conforme a sus principios. Dicha creencia parte de la idea de que, en democracia, las elecciones sirven para seleccionar a los mejores políticos. Si queremos un buen gobierno, lo fundamental es acertar en las urnas al elegir a los políticos más honestos y con principios afines a los nuestros. Así pues, confiaremos en que cumplirán lo que dicen, pues no caerán en la tentación de engañarnos una vez en el cargo. En cambio, el político oportunista tenderá a ocultar lo que piensa, prometerá lo que le conviene en cada momento y, al llegar al poder, antepondrá su interés personal al de los ciudadanos. Dicha caracterización del oportunismo seguramente se nutra de los numerosos casos de corrupción política que han inundado durante años las portadas de periódicos en nuestro país: ERE, Gürtel, Caja B del PP, Púnica, Lezo, Koldo, entre otros.
Pese a ello, esta mirada pasa por alto algo fundamental: en democracia, las elecciones no solo sirven para escoger a quienes gobiernan, sino también —y quizá sobre todo— para controlarlos. Los políticos son conscientes de que tarde o temprano deberán enfrentarse a las urnas y que, si se alejan demasiado de lo que quieren los ciudadanos, corren el riesgo de perder el poder. Ese temor al castigo electoral actúa como un freno y les obliga a acercar sus intereses a los de la gente y sus políticas a lo que pide la mayoría, incluso cuando eso choque con sus intereses personales.
La profesora de Harvard Jane Mansbridge lo llamó representación anticipatoria: los políticos actúan pensando en cómo sus decisiones serán juzgadas en las próximas elecciones. No se guían solo por sus convicciones, también calculan el veredicto de los ciudadanos. Visto así, el oportunismo deja de ser inequívocamente reprobable y aparece como una respuesta lógica en el marco del mecanismo de representación. El llamado electoralismo —o gobernar “a golpe de encuestas”— implica que los gobernantes estén atentos a los deseos de los ciudadanos y no únicamente a los suyos propios. Y eso es, en el fondo, una de las cosas que precisamente se espera de la democracia: que los gobernantes se deban a los ciudadanos.
Así, un presidente puede adoptar una medida popular en política exterior no porque crea firmemente en ella, sino porque anticipa que le dará réditos electorales en el futuro. Eso es precisamente de lo que se le acusa a Pedro Sánchez tras sus decisiones en relación con el genocidio en Gaza. Pero, ¿es eso realmente censurable? Desde una lógica democrática, no. Lo que en términos éticos puede parecer cinismo y oportunismo, en términos pragmáticos puede ser leído como un triunfo de la democracia, pues, convierte la conveniencia en virtud: obliga a los dirigentes a escuchar a sus votantes, ajustar sus decisiones y mantener un vínculo constante con quienes tienen el poder de reelegirlos o castigarlos en las urnas.
¿Quiere decir esto que los políticos siempre harán lo que pida la mayoría? Claro que no. A veces, movidos por sus convicciones, tratan de cambiar la opinión pública, como pasó con el referéndum de la OTAN en 1986; otras se ven obligados a ir en contra del sentir popular por pura supervivencia parlamentaria o por cálculos intertemporales, como ocurrió con la reforma del delito de malversación o la amnistía; y en muchas otras están condicionados por actores o reglas institucionales, como las exigencias de Bruselas o la presión de los mercados.
Lo ideal sería contar con políticos honestos, incorruptibles y guiados por convicciones firmes. Pero esas motivaciones son íntimas y rara vez visibles para los votantes. Pretender elegir a nuestros representantes por lo que creen en su fuero interno, y no por lo que demuestran con sus actos, quizá sea pedir demasiado. Por eso, más que intentar controlar sus convicciones, lo realista es evaluar sus decisiones. Al fin y al cabo, el mayor triunfo de la democracia es obligar a los políticos a seguir la voluntad de los votantes incluso contra sus inclinaciones personales. La amenaza de castigo, a través del voto, nos ayuda a disciplinarlos y obtener gobiernos verdaderamente representativos.