Prueba de tensión sobre las defensas atlánticas
Los drones de 2025 evocan la crisis de los misiles en Cuba de 1962, cuando Nikita Jruschov sitúo por unos días al mundo al borde de otra guerra mundial
La guerra de Ucrania ha entrado en una nueva fase, todavía más peligrosa que las anteriores, con la que Putin está sometiendo a una prueba de tensión a las defensas de la Alianza Atlántica, la cohesión entre los aliados y en especial la eficacia del artículo 5 sobre la solidaridad entre los países socios ante el ataque a cualquier de ellos. Empezó con la entrada de ...
La guerra de Ucrania ha entrado en una nueva fase, todavía más peligrosa que las anteriores, con la que Putin está sometiendo a una prueba de tensión a las defensas de la Alianza Atlántica, la cohesión entre los aliados y en especial la eficacia del artículo 5 sobre la solidaridad entre los países socios ante el ataque a cualquier de ellos. Empezó con la entrada de un enjambre de drones en los cielos de Polonia el 9 de setiembre, a la que siguió la irrupción de tres cazas rusos en el espacio aéreo de Estonia, las interferencias en los sistemas de navegación de sendos aviones donde viajaban la presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen, y la ministra de defensa española, Margarita Robles, y la presencia de unos misteriosos drones sobre varios aeropuertos de Dinamarca y Noruega que obligaron a paralizar el tráfico aéreo.
En la fase inicial, en febrero de 2022, Putin se propuso cambiar el régimen de Kiev con una guerra relámpago, similar a la entrada de los tanques soviéticos en Budapest en 1956, en Praga en 1968 o en Kabul en 1979. Una vez fracasada, empezó la fase de guerra de desgaste, con la que ha intentado vencer por superioridad de recursos demográficos, armamentísticos y económicos, la desmoralización de la población ucrania sometida a crecientes bombardeos y, sobre todo, la colaboración apaciguadora de Trump, dispuesto a entregar territorios de Ucrania o Ucrania entera, a cambio de provechosas relaciones económicas. En la fase actual, propiamente iniciada con el fracaso del plan de paz trumpista en la cumbre de Anchorage a mitad de agosto, se diría que Trump y Putin se han descartado mutuamente como interlocutores y antagonistas, y aparece desnuda la confrontación abierta entre los dos proyectos europeos de hegemonía sobre el continente, el multilateral y pluralista de la UE y de la OTAN, y el autoritario e imperial de la Rusia putinista.
Por parte de Trump parece claro que ha tirado la toalla, hasta desmentir su entera estrategia apaciguadora frente a Putin y de presión acosadora con Zelenski. Ahora admite que Ucrania puede ganar la guerra, reconoce su derecho a recuperar el territorio perdido desde 2014, descalifica la capacidad militar de Moscú y reconoce que la OTAN no debe derribar tan solo los drones rusos que sobrevuelen su espacio aéreo sino que debe disparar también contra los aviones que penetren en sus cielos. Putin sabe tanto como los europeos y los ucranios del ínfimo valor de la palabra de Trump y de la volatilidad de sus promesas y amenazas. Ni siquiera está claro que el presidente estadounidense renuncie a seguir cortejando al ruso. De momento, con la escalada de provocaciones a la que está sometiendo a los países europeos también persigue el regreso a una negociación bilateral con el Kremlin centrada en el desarme y naturalmente prescindiendo de los europeos.
Los drones provocadores de 2025 evocan inevitablemente los cohetes provocadores de 1962, cuando Nikita Jruschov, el líder soviético, desplegó misiles nucleares en Cuba y sitúo por unos días al mundo al borde de la Tercera Guerra Mundial. Su arriesgado objetivo era recuperar el equilibrio armamentístico, hasta entonces favorable a Estados Unidos, y abrir su paraguas nuclear hasta los confines americanos, al igual que el estadounidense penetraba en el continente europeo. Estaban en juego la hegemonía de la Unión Soviética como superpotencia y el liderazgo del bloque comunista en competencia con Mao Zedong. Jruschov fracasó y como castigo fue descabalgado a los dos años, pero Washington y Moscú establecieron por efecto de la crisis las reglas de comunicación bilaterales (el célebre teléfono rojo) y lanzaron los acuerdos de desarme que culminaron con Reagan y Gorbachov tres décadas más tarde, precisamente los que han ido rompiéndose durante la larga era putinista.
Algo similar está buscando Putin en sucesivas intentonas desde el remoto inicio de la guerra en 2014 hasta el actual episodio de los drones. Estrictamente no es solo el control de Ucrania lo que mueve al Kremlin, como no era el de Cuba en 1962, sino el mantenimiento de su estatus de superpotencia y el dominio sobre el continente europeo. Aquella crisis la resolvió John Kennedy al frente de un equipo conocido como the best and the brightest (los mejores y más brillantes), mientras que ahora en Washington están Trump y su equipo de ineptos aficionados y vociferantes extremistas, guerreros en casa contra la izquierda pero comprensivos e incluso cómplices de Putin. Jruschov presidía una dirección colegiada, mientras que Putin es un puro autócrata, más peligroso y temerario. Hay otra diferencia que señala un reto y una incógnita: esta vez le toca a Europa salir del atolladero. Nadie más resolverá esta crisis favorablemente a Ucrania si no lo hacen los divididos, débiles y distraídos europeos, acechados crecientemente por el extremismo putinista dentro de cada uno de los países.
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