Un problema de imaginación
La atención humana tiene límites y ahora está colonizada por la frivolidad organizada y el entretenimiento sin tregua
He vuelto a recordar por estos días una anécdota que he repetido muchas veces, de viva voz y por escrito, porque sirve para hablar de muchos lugares aparte del lugar donde ocurrió. La solía contar el escritor israelí Amos Oz, que murió en 2018 y no alcanzó a ver l...
He vuelto a recordar por estos días una anécdota que he repetido muchas veces, de viva voz y por escrito, porque sirve para hablar de muchos lugares aparte del lugar donde ocurrió. La solía contar el escritor israelí Amos Oz, que murió en 2018 y no alcanzó a ver los atentados terroristas de Hamás ni el genocidio que perpetra todos los días, y ante la mirada de todos, el régimen asesino de Benjamin Netanyahu. Se la había contado su amigo Sami Michael, escritor y judío como él y, como él, defensor de la creación de un Estado palestino independiente: es decir, de la calumniada y ya tal vez irrealizable solución de los dos Estados. Sami Michael, al contrario que Oz, murió en un mundo donde ya el gobierno de Netanyahu había tenido tiempo de inscribirse con pleno derecho en la historia universal de la infamia. No sé qué haya pensado frente a los horrores que llenaban ya las noticias cuando murió; sé que saldría a las calles junto a Etgar Keret y otros miles que protestan en silencio —y corriendo riesgos— contra las atrocidades de su gobierno. Pero eso es otro tema.
La anécdota es la siguiente.
Iba Sami Michael en taxi por la ciudad de Haifa cuando, de repente, el taxista empezó a soltarle un discurso sobre lo importante que era para Israel matar a todos los árabes. En lugar de gritarle nazi o fascista y bajarse del taxi, como había hecho otras veces, Michael decidió esa vez razonar con el hombre. “¿Quién cree usted que debería matar a todos los árabes?”, le preguntó. “Nosotros”, dijo el taxista. “Los judíos israelíes”. “¿Pero quién exactamente?”, preguntó Michael. “¿La policía? ¿El ejército? ¿Los bomberos? ¿El cuerpo médico?” El taxista dijo: “Pienso que deberíamos dividirlo en partes iguales. Cada uno de nosotros debería matar a alguno”. “De acuerdo”, dijo Michael. “Suponga que a usted le toca un barrio residencial de su ciudad natal en Haifa y llama usted a cada puerta y toca el timbre y dice: ‘Disculpe, señor, o disculpe, señora, ¿no será usted árabe, por casualidad?’ Y si la respuesta es afirmativa, le dispara. Luego termina con su barrio y se dispone a irse a casa, pero al hacerlo oye en alguna parte del cuarto piso del bloque llorar a un recién nacido. ¿Volvería para dispararle?” Entonces se produce un momento de silencio y al final el taxista responde: “¿Sabe, señor? Usted es un hombre muy cruel”.
Amos Oz incluyó la anécdota en una conferencia del año 2000, y es imposible no maravillarnos por lo mucho que han cambiado esas palabras y sus implicaciones en un cuarto de siglo. Por otra parte, hay algo que no ha cambiado nunca: la anécdota le gustaba a Amos Oz porque ponía en escena la relación extraña que existe entre el fanatismo y la falta de imaginación. Tan pronto le pedimos al fanático que vaya un poco más allá —venía a decirnos Amos Oz—, tan pronto le pedimos que imagine las consecuencias de su odio o a los seres humanos sobre los cuales habrán de recaer esas consecuencias, se abre una grieta en su fanatismo. Digo que esto no ha cambiado nunca y de inmediato me pregunto: ¿será cierto? Tal vez ya no sean ciertas las verdades que Amos Oz podía tranquilamente asumir en el año 2000; tal vez hemos cambiado desde entonces, se me ocurre a veces, y la convivencia constante con las imágenes de la violencia nos ha acabado anestesiando, o las imágenes recurrentes y rutinarias del dolor ajeno han acabado por facilitarnos la convivencia con él.
También la imaginación se anestesia, pues la atención humana tiene límites y ahora está colonizada, hasta sus últimos rincones, por la frivolidad organizada y el entretenimiento sin tregua. Por imaginación me refiero a nuestra facultad de hacernos cargo de las vidas de los otros: habitarlas en la medida de nuestras magras posibilidades. No digo simplemente que nos hayamos acostumbrado al horror cotidiano, o que hayamos desarrollado estrategias mentales y morales que justifican el horror o incluso lo niegan: de eso también se ve mucho, por supuesto, y yo he asistido con pasmo a las opiniones de gente que parece ilustrada y para la cual la muerte de miles de ucranios es culpa de la OTAN y los niños muertos de hambre en Gaza son víctimas colaterales de una operación de legítima defensa. Nelson Mandela dijo una vez que su nación, después del apartheid, compartía con otras la vergüenza por la capacidad de los seres humanos de ser inhumanos con otros seres humanos. Pero supongo que sentir vergüenza, la propia o la ajena, también requiere un acto de imaginación que no está al alcance de todos.
Hace medio siglo mal contado, en un mundo muy distinto del nuestro, el filósofo John Rawls trató de explicar la construcción de una sociedad justa mediante un experimento mental que era, en buena medida, un ejercicio de imaginación. El velo de la ignorancia (así se llamó el experimento: acaso los lectores ya lo conozcan de sobra) consistía en imaginarnos a nosotros mismos en un momento previo a nuestro nacimiento, previo a nuestra existencia, y en proponer desde allí los principios de justicia que regirán en nuestra sociedad. Pero desde allí, detrás del velo, no sabemos qué lugar ocuparemos en ella: no sabemos en qué casa vamos a nacer, ni en qué tipo de familia, ni en qué barrio, ni en qué ciudad; no sabemos si seremos ricos o pobres, hombres o mujeres, saludables o enfermizos, judíos o musulmanes o católicos o ateos, ingenieros o soldados o agricultores o periodistas, torpes o talentosos o tímidos o arrojados. En esas condiciones, ¿qué leyes propondríamos y qué instituciones? Respuesta: querríamos una sociedad donde las libertades, las cargas y los privilegios estén distribuidos sin distingos de clase o raza o sexo o religión, sin ventajas para unos en desmedro de los otros, porque así nos aseguraríamos la mejor vida posible en esa sociedad que aún no vemos.
No sé si el experimento del velo de la ignorancia se haya vuelto ya cosa de otros tiempos, ni si sus modestas peticiones hayan quedado fuera de nuestro alcance: muchas señales me dicen que cada vez nos resulta más difícil imaginar a los otros, por desatención o por hastío, por narcisismo o por distracción. No sé tampoco si la anécdota de Amos Oz pueda contener alguna verdad todavía, pues las demostraciones de crueldad innecesaria y fútil parecen formar parte del manual de instrucciones de muchos: la crueldad, por ejemplo, del ejército israelí contra palestinos desarmados, hambrientos y desprotegidos; la crueldad, por ejemplo, de la Administración de Trump y el ensañamiento de sus agencias contra los inmigrantes más vulnerables.
Pero me sigue pareciendo, contra la evidencia que nos acosa y nos agobia, que la imaginación dedicada de los otros no es un ocio de desocupados (o de novelistas), sino también una forma de construir ciudadanía que ha sido creadora de igualdad y de justicia desde siempre, o por lo menos desde ese pasado no tan remoto en que inventábamos este mundo a cuya meticulosa destrucción asistimos ahora. Esas viejas invenciones —la democracia, pongamos por caso, o los derechos humanos— fueron una vez ficciones sin asidero, relatos imaginarios, y a partir de cierto momento nos pusimos casi todos de acuerdo en adoptarlos. Tal vez esas ficciones han perdido fuelle, sí. El problema es que no tenemos imaginación suficiente para reemplazarlas por otras.