Después de Gaza

Aunque seamos testigos impotentes, tenemos la responsabilidad de mirarlo todo con los ojos abiertos, sin que unas formas de barbarie nos cieguen sobre otras

Fran Pulido

Ahora nuestro destino es contemplar pasivamente el progreso acelerado de la inhumanidad en el mundo, así como las borracheras de obscena felicidad de quienes lo hacen posible o se benefician de él o simplemente celebran su triunfo como un desquite contra un adversario irrisorio y disperso: lo woke, las feminazis, los trans, los beatos del lenguaje inclusivo, de la empatía y el buenismo, los pelmazos del cambio climático, los represores que ya no dejan hacer chistes sobre negros, mar...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Ahora nuestro destino es contemplar pasivamente el progreso acelerado de la inhumanidad en el mundo, así como las borracheras de obscena felicidad de quienes lo hacen posible o se benefician de él o simplemente celebran su triunfo como un desquite contra un adversario irrisorio y disperso: lo woke, las feminazis, los trans, los beatos del lenguaje inclusivo, de la empatía y el buenismo, los pelmazos del cambio climático, los represores que ya no dejan hacer chistes sobre negros, maricones y cojos y además quieren prohibir la caza y las corridas de toros, y hasta dicen que los animales sufren y pueden tener derechos. Pasivamente, confortablemente, contemplamos hace ya tres años cómo un pequeño país era invadido por otro gigantesco. La gente de Ucrania detuvo en seco e hizo retroceder una invasión que todo el mundo consideraba victoriosa de antemano, y eso fue una llamarada de esperanza durante algún tiempo. Pero la realidad de la destrucción y la muerte y de la pura fuerza bruta de un país inmenso regido por gánsteres pronto impusieron una monotonía del horror que anestesiaba la atención y también el sentimiento de solidaridad y de ultraje.

Bien mirado, esa condición de testigos impotentes y desbordados por lo inconcebible empezó mucho antes, en el comienzo mismo de este siglo sombrío, con el atentado de las Torres Gemelas y con las dos invasiones vengativas de Afganistán e Irak, en aquellas guerras de nombre metafísico —War on Terror, ni siquiera on Terrorism: el terrorismo, en sentido estricto, es una actividad política criminal que puede ser combatida por la policía y por los jueces, como nosotros los españoles sabemos muy bien—. El Terror, con mayúscula, está entre la pura abstracción y la fantasía apocalíptica. En nuestro presente angustioso no hay diplomático ni comentarista político que no lamente la pérdida de un orden internacional no regido por la fuerza, sino “basado en reglas”, pero estará bien recordar que en 2001 y 2003 Estados Unidos invadió uno tras otro dos países de los que no había recibido ninguna agresión y que no constituían un peligro para nadie, salvo para sus desdichados habitantes, cuyas vidas no se puede decir que mejoraran bajo el dominio imperial de sus libertadores.

Nos toca ser testigos impotentes de la inhumanidad, y también de la hipocresía, y de los dobles raseros. Los verdugos encapuchados y en moto de Hamás, armados con sus fusiles de asalto y sus teléfonos móviles con los que grababan sus propios crímenes, cometieron el 7 de octubre de 2023 una masacre de 1.200 inocentes, y hubo personas y organizaciones supuestamente progresistas que evitaron condenar ese espanto, incluso que lo calificaron como un acto de resistencia legítima. Pero Israel emprendió inmediatamente después una venganza exterminadora contra toda una población que lleva ya durando año y medio, y la mayor parte de los gobiernos occidentales, y de los portavoces y opinadores de derechas, han mantenido o bien otro cuidadoso silencio o han apoyado explícitamente la matanza. Las bombas que destruyen escuelas y hospitales en Gaza y la metralla con que son abatidos mujeres y niños se las suministran al Gobierno supremacista de Israel las respetables democracias occidentales, incluidas las europeas, sobre todo Alemania, donde además cualquier crítica a Israel corre el peligro de incurrir en el delito de antisemitismo.

Ya que somos testigos a la fuerza impotentes, al menos nos cabe la responsabilidad de mirarlo todo con los ojos abiertos, sin que el escándalo de unas formas de barbarie nos ciegue sobre otras. Uno de esos observadores insobornables que tanta falta hacen ahora es Pankaj Mishra, de quien Galaxia Gutenberg acaba de publicar en español su último libro, El mundo después de Gaza. Mishra escribe una prosa clara y vehemente y tiene la avidez de saber y el sentido del rigor de los reporteros internacionales que han visto con sus propios ojos los desastres del mundo, y también la variedad feraz de las culturas y las vidas. Nacido en la India en las décadas posteriores a la independencia, su mirada periférica le permite una agudeza desapegada sobre la visión que los países principales de Occidente tienen de ellos mismos, acostumbrados a ejercer una hegemonía indiscutible sobre el resto del mundo, y esconder un pasado de violencia y rapacidad colonialista bajo el brillo de los valores democráticos que proclaman: esa “civilización occidental” que dice estar defendiendo Benjamín Netanyahu a golpes de limpieza étnica.

La hipocresía es tan escandalosa como la crueldad, y actúa como su aliada. La República Federal de Alemania, desde su fundación, recuerda Mishra, redujo al mínimo la persecución de los nazis y facilitó que muchos de ellos alcanzaran puestos importantes en la Administración y en el Gobierno, pero su apoyo económico y militar a Israel le sirvió de coartada contra cualquier acusación de complicidad con los perpetradores de la Shoah. Los antiguos aliados en la II Guerra Mundial se ungen con el mérito de haber derrotado al nazismo, pero ninguno de ellos, ni Estados Unidos, ni el Reino Unido, quiso acoger más que a un número exiguo de judíos fugitivos, a pesar de las evidencias de la persecución nazi y de las noticias que fueron llegando sobre los campos de exterminio. En los años de posguerra, el silencio y la indiferencia hacia lo que había sucedido en ellos se extendió también a Israel, donde reinaban una ética y una estética de vigor físico y energía de pioneros en la que había más desdén que compasión hacia las víctimas.

Pankaj Mishra es una de esas personas que descubrieron siendo jóvenes a Primo Levi, a Jean Améry y Hannah Arendt, y quedaron marcadas por la candente lucidez de esos judíos que a través del sufrimiento extremo y la voluntad de atestiguar y comprender nos legaron una visión insobornable de la naturaleza humana, desolada y al mismo tiempo esperanzadora. Ellos mismos son la prueba de lo mejor del ser humano, y a la vez nos avisan de la ferocidad que puede habitar en nuestros semejantes y dentro de cada uno de nosotros si las pasiones ideológicas o nacionales desbaratan los hilos frágiles de la convivencia y nos llevan a ver a otras personas como seres inferiores que merecen ser sometidos o eliminados. Levi, Arendt y Améry eran judíos secularizados, bien integrados en las sociedades que consideraban suyas, por lengua y cultura: nada de eso los salvó de ser perseguidos, y destinados a la muerte por el solo hecho de ser judíos. Levi y Améry, más que Arendt, vieron con esperanza la creación de Israel, pero muy pronto, como muchos otros judíos, en la diáspora y en el país recién fundado, alertaron sobre el peligro de un nacionalismo militarista, racista en su desprecio por la población árabe, y hasta por los mismos judíos que emigraban a Israel desde países musulmanes, gente de piel más oscura que los askenazíes de origen europeo. Y a todos ellos, víctimas del nazismo, les inquietaba el modo en que la memoria del Holocausto, ignorado durante tanto tiempo por los primeros dirigentes del país, se convirtiera poco a poco en una invocación de victimismo permanente para legitimar cualquier crimen, cualquier abuso, cualquier agresión, que los poderes israelíes cometieran contra la población palestina.

En uno de los libros más escalofriantes, más necesarios que yo he leído en mi vida, Más allá de la culpa y la expiación, Jean Améry cuenta que al primer golpe que recibe alguien sometido a tortura ya pierde para siempre su confianza en la condición humana. Poco antes de quitarse la vida, cuenta Mishra, leyó testimonios de presos palestinos torturados en calabozos israelíes. Se sintió entonces más extranjero y excluido que nunca, porque su patria no podía ser la de los torturadores.

Más información

El 8M de las rotas: carta a las compañeras del futuro

Mafe Moscoso / Gabriela Wiener / Lucrecia Masson Córdoba / Carolina Meloni

Archivado En