Somos pobres con bonobús barato

Hoy no hay protestas generalizadas porque se han puesto parches a la precariedad, pero no se erradica la tragedia de fondo

Dos jóvenes suben a un autobús en Santiago de Compostela.ÓSCAR CORRAL

Hay algo peor que el hundimiento de la clase media en España: que nos hayamos acostumbrado a ello. De la polémica sobre el decreto ómnibus quedó claro que perder la bonificación del transporte habría causado mucho sufrimiento ciudadano. Lo que prácticamente ningún partido en el Congreso denunció es que se haya vuelto estructural que tantas familias o jóvenes no lleguen ya a final de mes sin esa u otras ayudas. Hace tre...

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Hay algo peor que el hundimiento de la clase media en España: que nos hayamos acostumbrado a ello. De la polémica sobre el decreto ómnibus quedó claro que perder la bonificación del transporte habría causado mucho sufrimiento ciudadano. Lo que prácticamente ningún partido en el Congreso denunció es que se haya vuelto estructural que tantas familias o jóvenes no lleguen ya a final de mes sin esa u otras ayudas. Hace tres años, rebajar las tarifas era la excepción, no la norma.

Se argumentará que son los efectos de la inflación, como obviamente ocurre. Es justo reconocer que el Gobierno tampoco ha sido el responsable directo del encarecimiento de la vida, sino que hay un contexto internacional que lo induce. Lo que no se puede sostener en España, una de las mayores economías del euro, es que nuestro Estado se especialice en maquillar el empobrecimiento de tantos ciudadanos que necesitan su apoyo porque tampoco pueden elegir lo contrario. No se trata ya de si el empleo crece, el llamado cohete de Pedro Sánchez, sino para qué alcanza hoy el dinero a una familia corriente, y la respuesta es que nuestro poder adquisitivo encadena más de una década de estancamiento.

Padecemos el síndrome de la rana hervida: esta no salta, no se indigna, porque los efectos del calor no son repentinos, sino paulatinos, tal que esta se va acostumbrando hasta que se cuece. La crisis de inflación no es como la de austeridad de 2011: uno no ve aquellos desahucios masivos a diario, ni asiste a dolorosos despidos entre sus allegados. Sin embargo, la mella se hace evidente por otras vías. Un día sale toda una vicepresidenta, Yolanda Díaz, a anunciar que gracias a subir el salario mínimo muchas familias podrán comprar pescado. Lo preocupante seguramente sea pretender que suene a éxito.

Precisamente porque se han puesto parches a la precariedad, no hay protestas generalizadas hoy en las calles de España. Medidas como el Ingreso Mínimo Vital —que en 2025 llega a un 26% de ciudadanos más que el año anterior— o incluso, la revalorización de las pensiones, han evitado a mucha gente caer en la pobreza. Lo asegura hasta el Ministerio de Inclusión y Seguridad Social: dos millones de personas no son pobres gracias a estar en el entorno de un pensionista. Nuevamente, sería mejor evitar felicitarse por ello. En 2011 era puntual que los jubilados dieran de comer a sus parientes —”menos mal que mantiene la pensión el abuelo”, solía decirse entonces—. Hoy, las pensiones son otro parche del padecimiento de tantos hijos o nietos, que tal vez no llegan a una vida digna sin esos aportes.

El caso es que este debate siempre se vuelve partidista, nunca de Estado. El Partido Popular argumenta que esto son cosas del bolivariano Gobierno de Sánchez. Sostiene la derecha que el PSOE busca crear individuos dependientes para que le voten, creando así la ilusión de que esto cambiará con ellos en La Moncloa. Sin embargo, algunos planes del PP, como las rebajas fiscales, tampoco son soluciones inmediatas para el problema estructural. Es más, la derecha sabe que, de llegar al Gobierno, ningún presidente podría abandonar a los casi 13 millones de ciudadanos en riesgo de pobreza que se registran en la actualidad: es de esperar que aprobará las mismas medidas ómnibus, si hicieran falta. Otra cosa es que exista otra derecha más liberal, para la que las ayudas deben desaparecer, porque las llaman despectivamente “paguitas”, pero de su programa alternativo poco se sabe.

Por tanto, la pregunta es qué partidos tendrán la ambición suficiente para abrir este melón. Luego todo son sorpresas cuando la ultraderecha vende a muchos jóvenes que hace falta una motosierra en nuestra economía, y hasta hay individuos que ven deseable que el sistema salte por los aires. El miedo no debería ser a que Junts tumbe hoy un decreto para aprobarlo al día siguiente. La angustia es pensar que, una vez dobleguemos la crisis de inflación, estaremos en las mismas, que esto no ha sido algo pasajero, sino asentado. Aterra llegar a la conclusión de que la alternancia política sea para ver quién le pone mejor maquillaje a la tragedia de fondo, no, en erradicarla.

Y quizás, porque no se puede ofrecer algo mejor a nuestra gente, contar con media hora de tiempo más al día se antoje ya otro triunfo, gracias a la reducción de la jornada laboral que quiere impulsar el Gobierno. No hay que elegir entre trabajar menos tiempo, o lograr un mejor sueldo; es evidente que ambos factores obedecen a lógicas distintas. El tema es que de lo segundo nunca se habla, curiosamente. El riesgo está en que como sociedad nos conformemos. Aunque los que no se resignan, los inquilinos que protestan por los precios de unos alquileres que les empobrecen, tampoco es que hayan obtenido aún respuesta efectiva a sus demandas. Mal asunto si, al final, resulta que quejarse tampoco servirá para cambiar demasiado a largo plazo. El drama es que seamos un país habituado a dar las gracias, simplemente por tener un bonobús más barato.

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