Imperio de la ley, justicia y convicciones morales (II)

La decisión del Supremo de no aplicar la amnistía a los condenados por malversación en el ‘procés’ contradice de forma artificiosa la propia letra de la norma

Magistrados del Supremo, el pasado septiembre en el acto de apertura del año judicial.J. J. Guillén (EFE / POOL)

El caso del rezo del rosario junto a la sede de un partido político muestra cómo las convicciones morales del juzgador pueden influir en su decisión. Hay muchos casos semejantes, aunque en la gran mayoría de resoluciones judiciales esa influencia no se produzca. Especialmente expresivas son aquellas en que el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo o el Tribunal ...

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El caso del rezo del rosario junto a la sede de un partido político muestra cómo las convicciones morales del juzgador pueden influir en su decisión. Hay muchos casos semejantes, aunque en la gran mayoría de resoluciones judiciales esa influencia no se produzca. Especialmente expresivas son aquellas en que el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo o el Tribunal de Justicia de la UE resuelven en contra de lo decidido en sentencias de nuestros tribunales. Eso ocurre con todos los países europeos, entre ellos los más ejemplares, por lo que sería un grave error interpretarlo como un defecto peculiar de nuestro sistema judicial, cuando es mera expresión de cómo —pese a tener las mismas normas (Convenio de Roma o Carta de los Derechos Fundamentales de la UE) o muy semejantes, sin hablar ahora de convenios internacionales— las convicciones morales del juzgador (también, claro, los errores de juicio) pueden determinar, incluso inconscientemente, sus decisiones cuando las normas dejan, inevitablemente, espacios vacíos o imprecisos al interpretarlas o aplicarlas a concretos y singulares casos.

Entre los ejemplos de esos otros casos de influencia de dichas convicciones puede citarse la sentencia 749/2022 del Tribunal Supremo sobre los ERE de Andalucía, analizada en estas mismas páginas, que el Constitucional declaró que infringía derechos fundamentales. También la del caso Atutxa (STS 54/2008), que cambió la doctrina sobre los límites de la acción popular, fijada previamente en el caso Botín; sentencia aquella que el Tribunal de Estrasburgo declaró violadora del derecho a ser oído en juicio equitativo.

Igualmente, el caso de la condena de inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo de un diputado canario de Podemos —accesoria de pena de privación de libertad de un mes y 15 días— que, en realidad, el Código Penal no permite imponer como tal pena privativa de libertad, según la correcta interpretación del Constitucional, que declaró (STC 8/2024) que la sentencia del Supremo (STS 750/2021) había violado su derecho a la legalidad penal. El Supremo no debió imponer tal pena de inhabilitación —accesoria de una pena principal privativa de libertad—, pues si la ley no permitía en dicho caso imponer la principal era imposible imponer la de inhabilitación accesoria de la primera.

Diversas sentencias del Tribunal de Estrasburgo han declarado violaciones de derechos del Convenio de Roma, en gran parte en asuntos penales (asuntos Del Río Prada contra España, Saquetti Iglesias contra España, y tantas otras), en los que, en ocasiones, estaban también involucrados el Supremo y el propio Constitucional, que no habían apreciado exceso alguno. Igual ocurre con sentencias del Tribunal de Luxemburgo en condenas a España sin que nuestro poder judicial apreciara infracciones del derecho de la UE (Asunto C-154/15 sobre cláusulas suelo).

Un último y muy reciente asunto merece citarse: el auto del pasado 1 de julio de la Sala Segunda del Supremo en el que la mayoría de la Sala, con un voto particular en contra, acuerda no aplicar a los condenados por malversación en su sentencia del procés de 2019 la ley de amnistía. La negativa concreta del auto mayoritario no se funda en que dicha ley sea inconstitucional (sólo posteriormente suscitaría la cuestión de inconstitucionalidad), sino, exclusivamente, en que, siendo consciente de que el legislador ha querido amnistiar aquella malversación, entiende que una cosa es lo que quiera el legislador y otra lo que la ley dice. Pero parece evidente que no solo es el legislador quien lo quiere, sino la propia letra de la ley. El auto mayoritario contradice de una forma que parece artificiosa su letra al sostener que, aunque la ley de amnistía dispone (arts. 1.1 y 1.4) que se amnistían, entre otros delitos, las malversaciones en el marco de los hechos del procés, la propia ley lo condiciona a que el condenado “no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”. El artificio aparece cuando, con olvido de las palabras de la ley —es decir, de la dimensión subjetiva de todo “propósito” de obtener un beneficio personal—, lo objetiva y sustituye, invocando la jurisprudencia del Supremo, por el beneficio patrimonial que supondría el ahorro de no tener que pagar por algo que, aunque no incrementa el patrimonio personal, evitaría que disminuyese.

Lo importante es que, aparte de prescindir del sentido vulgar y coloquial de lo que es obtener un beneficio personal de carácter patrimonial, prescinde del art. 1.4 de la ley de amnistía (artículo en realidad innecesario, por ajeno a toda idea de beneficio en el tipo de malversación, entonces vigente, por el que se les condenó) que dispone inequívocamente que “no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a las finalidades” de las conductas del procés, entre las que menciona, expresamente (art. 1.1) la malversación. Es decir que, donde la ley ordena incontestablemente que no se considere “enriquecimiento” la malversación para finalidades del procés, el auto sí lo considera, pese a ser para tales finalidades. Ciertamente, el art. 1.4 excepciona de su aplicación a quienes sí hayan tenido el propósito de “obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”, pero, justamente, eso confirma la única interpretación lógica: la ley quiere que se entienda que —pese a que se pudiera considerar por alguna jurisprudencia que hay un enriquecimiento indirecto o en tercera derivada— quiere expresamente amnistiar al malversador para fines del procés que no haya tenido “propósito” de un enriquecimiento personal en el sentido vulgar y directo de qué es un enriquecimiento personal. El auto no argumenta que tuvieran ese “propósito” subjetivo ni podía hacerlo, pues la sentencia condenatoria prescindió de ello en una malversación que, entonces, no tomaba en cuenta ni ánimo de lucro ni beneficio alguno.

Tampoco parece consistente el auto en que el beneficio personal “es inobjetable si se tiene en cuenta que todos ellos incurrieron en una responsabilidad contable (…) de la que se deriva una obligación de indemnizar” (art. 38.1 de la Ley Orgánica 2/1982), pues la obligación de indemnizar —contable o no— no prueba enriquecimiento alguno del obligado. Que un conductor esté obligado a indemnizar al dueño de otro vehículo por el daño imprudente que le ha causado no se fundamenta en que se haya enriquecido al dañarlo, sino en que el tercero no tiene por qué soportar ese daño.

Tampoco se entiende la inaplicación de la amnistía a malversadores por afectar su delito a “intereses financieros” de la UE, cuando el auto reconoce que los hechos probados no permiten conectar la malversación con ayudas o fondos europeos. En su lugar, entiende que la eventual independencia pretendida tendría “nefastas consecuencias recaudatorias, más que previsibles, para la Unión Europea”. Parece inconsistente prescindir del daño a los intereses financieros de la UE por la concreta malversación y sustituirlo por el que provocaría la hipotética independencia. Menos todavía se comprende que no suscitara, como tenía obligación y antes de denegar la aplicación de la amnistía por esa causa, una cuestión prejudicial a la UE para ver si la hipotética independencia de Cataluña —no la concreta malversación— afectaría a dichos intereses financieros.

Sobre la inoportunidad política de la amnistía me he pronunciado claramente en estas páginas. Ahora, desde esa misma posición personal, la cita del auto del pasado 1 de julio, entre los demás casos reseñados, se hace fundamentalmente porque es útil para probar cómo en casos como ese —fuente de inevitables emociones y sentimientos— las convicciones morales del juzgador suelen influir en sus decisiones sin que, con toda seguridad, lleguen siquiera a percatarse de que se inaplica o malinterpreta la ley, condicionados por el rechazo personal que puedan sentir por su resultado.

Lo importante, ahora, es tomar conciencia de ello, como primer paso para conjurar los riesgos que entraña para el imperio de la ley y la separación de poderes.

Este artículo es el segundo de una serie de tres que se publicará esta semana.

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