La ley de la selva

Seguimos presos de ese imaginario que encumbra a quien aplasta a los demás y culpa a las víctimas de sus propios males

Fernando Vicente

Así funciona el mundo. La lucha por la vida es una batalla descarnada. O devoras o eres devorado. En la ley de la selva, solo los más duros y despiadados sobreviven. Lo repiten una y otra vez: la existencia es feroz; sus dientes, afilados; sus garras, inmisericordes. Los ideales igualitarios son cuentos para consumo —y beneficio– de los débiles, ficciones que disfrazan la cruda realidad. En la naturaleza salvaje no hay compasión, solo competencia. Y se escudan en la biología para justificar el ind...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Así funciona el mundo. La lucha por la vida es una batalla descarnada. O devoras o eres devorado. En la ley de la selva, solo los más duros y despiadados sobreviven. Lo repiten una y otra vez: la existencia es feroz; sus dientes, afilados; sus garras, inmisericordes. Los ideales igualitarios son cuentos para consumo —y beneficio– de los débiles, ficciones que disfrazan la cruda realidad. En la naturaleza salvaje no hay compasión, solo competencia. Y se escudan en la biología para justificar el individualismo agresivo, el desprecio a los frágiles, el elogio del más fuerte.

Sin embargo, la expresión “la ley de la selva” no tiene raíz científica sino literaria. Se popularizó gracias al éxito de El libro de la selva, de Rudyard Kipling. Las aventuras de Mowgli no son precisamente una descripción zoológica sino un conjunto de fábulas y, en su trasfondo histórico, una metáfora de las tensiones en la India colonial. Además, las normas que Baloo enseña al niño-lobo rechazan la crueldad y aspiran a que todos los miembros de la manada, fuertes o débiles, tengan alimentos suficientes para sobrevivir, se ayuden y se protejan. “He obedecido la Ley de la Selva”, afirma Mowgli, “y no hay ni uno de nuestros lobos al que no haya quitado una espina de las patas”.

A mediados del siglo XIX, Darwin había revolucionado la ciencia y las mentalidades con su teoría de la evolución. Sin embargo, otros pensadores traspasaron sus tesis —a veces de forma simplista— a la sociedad y la política. Thomas Henry Huxley, discípulo darwinista, publicó en 1888 un artículo que se convertiría en un manifiesto: La lucha por la existencia. En ámbitos académicos, se extendió el determinismo biológico: la medición de cráneos, el concepto de criminal nato e incluso se justificó el racismo con argumentos supuestamente científicos. Huxley escribió: “Ningún hombre racional, bien informado, cree en la igualdad del negro medio respecto del blanco medio; no puede medirse con su rival de cerebro más grande y mandíbula más pequeña en una pugna ya no de dentelladas, sino de ideas”. Volvía a estar vigente la idea aristotélica de que el esclavo lo es por naturaleza. Según esta mirada implacable, la biología dividía el mundo entre aptos y no aptos, es decir, entre vencedores y perdedores: la desigualdad era el estado innato de la realidad. Aún seguimos presos de ese imaginario que encumbra a quien aplasta a los demás, y culpa a quien tiene el agua al cuello de sus propios males, por falta de cualidades para triunfar en la lucha libre de todos contra todos. Como si no existieran desventajas y privilegios inmerecidos. Como si la concentración de la riqueza en unas pocas manos fuese un mandato evolutivo.

La obra de Charles Dickens exploró los márgenes y las intemperies de la sociedad victoriana, tan moralista como despiadada. El padre del escritor fue condenado a pena de cárcel por deudas y, con solo diez años, Charles, para ayudar a mantener a una familia asfixiada por las dificultades económicas, entró a trabajar en una fábrica. Por unos pocos chelines al mes, encolaba etiquetas en cajas hasta la extenuación. Ya adulto, convertido en novelista, denunció con ironía la muy conveniente idea de que los pobres son solo un daño colateral de la inevitable —y supuestamente leal—competición evolutiva. En su libro Oliver Twist, el protagonista, huérfano, recibe como alimento unas migajas y una nutritiva ingesta de frío gracias a la cual ocho de cada diez chiquillos internos morían de un resfriado. Cuando un buen día reúne valor para empuñar su escudilla y pedir una segunda ración a la hora del almuerzo, lo fulmina la mirada escandalizada del director del hospicio, que debe aferrarse al caldero para no caer de espaldas. “Estoy convencido de que ese niño acabará en la horca”, afirma durante la junta del orfanato otro rollizo caballero. Según los apóstoles de la objetividad científica de la época, Oliver acababa de rebelarse y, por tanto, revelarse como un delincuente de nacimiento.

Cuando el otro Charles —Darwin— escribió un nuevo libro, El origen del hombre y la selección en relación al sexo, dedicó amplio espacio al instinto social de ayuda, pero esta idea recibió menos atención que el concepto de la lucha por la vida. Entre 1862 y 1867, Piotr Kropotkin, con El origen de las especies en su mochila, participó en varias expediciones científicas para investigar las condiciones extremas de la tundra y la taiga siberiana. Concluyó que allí la colaboración es la estrategia vencedora de los grupos más capaces de superar las penalidades. Sin negar la realidad de la competencia, observó que los más aptos no son los más fuertes ni los más individualistas, sino quienes mejor se adaptan al entorno. En su libro El apoyo mutuo. Un factor de evolución, escribe: “Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo son, invariablemente, las más numerosas, florecientes y aptas para el progreso”. Para el investigador anarquista, la solidaridad es también una forma de supervivencia.

En su ensayo de 2020 Génesis, el biólogo y naturalista Edward O. Wilson indaga en el misterio de esas especies eusociales, las que practican el nivel más alto de cooperación y altruismo. Primero fueron las termitas y las hormigas, que dominan la ecología del mundo de los insectos; millones de años después, nuestros antepasados homínidos. Aquí se plantea una de las cuestiones principales, no solo de la biología, sino también de las humanidades: ¿cómo supera el grupo la aparente prioridad del éxito personal egoísta? ¿Por qué causas y cauces pudo surgir el altruismo por selección natural? Wilson afirma que la habilidad de colaborar bien es una gran ventaja adaptativa, que ha permitido a ciertas especies crear sociedades más sofisticadas. Estas estrategias forman parte de un entrenamiento al que los individuos están predispuestos genéticamente. “Puede que la eusocialidad se haya logrado muy pocas veces durante toda la evolución, pero ha producido los niveles más avanzados de complejidad social. A los seres humanos nos convirtió en los administradores de la biosfera. La pregunta es si poseemos la inteligencia moral necesaria para cumplir con la tarea”. Aprender a cuidar y cooperar, incluso con los frágiles, nos vuelve más fuertes que la cruda lucha encarnizada.

Incluso el yo, expresión máxima del egoísmo, encierra en sí mismo multitudes que colaboran en delicado equilibrio. El biólogo molecular Carlos López Otín describe en La levedad de las libélulas una “asombrosa fauna de bacterias, hongos, virus y parásitos que nos acompañan y ayudan en la aventura diaria de la supervivencia”. Nuestro organismo es un ejemplo andante de las ventajas de aliarse y las delicadísimas polifonías que sostienen la vida. Cada individuo sano está habitado por billones de minúsculos forasteros. Si esa simbiosis se altera, enfermamos. Amanda Gorman les dedicó un poema: “La mitad de nuestro cuerpo no nos pertenece, navío de células no humanas. Para ellas somos un remolque, un país, un continente, un planeta. No, no me llames yo, mi nombre es nosotros”. Aunque imaginemos ser criaturas solas, somos enjambres. Si la ley de la selva existiera más allá de nuestras ficciones, uno de sus artículos principales sería la colaboración.

Más información

Archivado En