¿Conmemorar la muerte de un dictador?
Una política de memoria proactiva no sólo debe fijar los valores clave que se quieren recordar, también debe considerar el sentido de su oportunidad
Las políticas públicas sobre el pasado europeo son variopintas. Con la excepción del Portugal salazarista, la España franquista y la Grecia monárquica, el consenso antifascista fue la nota dominante en todas ellas tras 1945. Se conmemoraba la liberación de la ocupación nazi o fascista, la recuperación de la democracia, a las víctimas de las dictaduras, las guerras y las ocupaciones y represiones políticas, sobre todo desde 1961. En Europa oriental se recordaba a l...
Las políticas públicas sobre el pasado europeo son variopintas. Con la excepción del Portugal salazarista, la España franquista y la Grecia monárquica, el consenso antifascista fue la nota dominante en todas ellas tras 1945. Se conmemoraba la liberación de la ocupación nazi o fascista, la recuperación de la democracia, a las víctimas de las dictaduras, las guerras y las ocupaciones y represiones políticas, sobre todo desde 1961. En Europa oriental se recordaba a las víctimas “antifascistas” de modo genérico, aunque se omitieron las del estalinismo, y el acento se situó en los héroes bélicos. En Europa occidental, a las víctimas del genocidio de los judíos europeos, al que después se añadirían los sinti y romaníes, además de otros colectivos. Más tarde se debatiría qué categorías de población entraban en la categoría de víctima: ¿niños desnutridos y huérfanos?, ¿mujeres violadas o esclavizadas?, ¿trabajadores forzados?
Conmemorar a las víctimas, los ejemplos de resistencia o coraje cívico, genera mayor consenso que recordar públicamente a los perpetradores. Y aún menos a los dictadores, cuyas fechas de fallecimiento, ascenso al poder o victoria bélica sólo han sido recordadas por algunos excombatientes, nostálgicos de impasible ademán, o grupos políticos minoritarios; a veces por gobernantes locales, fuese el alcalde conservador de Beariz o el populista austríaco Jörg Haider. Cuando esos mismos partidos, como el MSI neofascista italiano, se reconvertían políticamente, enterraban esos gestos. Y las democracias posfascistas o postcomunistas buscaron fechas simbólicas que implicaban liberación de una dictadura o promulgación de una nueva Constitución. No sin dilemas. Alemania federal tardó décadas en aceptar que el 8 de mayo, día de la capitulación del III Reich, había algo que celebrar. El 25 de abril es una fecha memorable para el Portugal post salazarista, pero algunos sectores albergan dudas sobre el período revolucionario posterior.
¿Qué podemos conmemorar en 2025? En el caso español no hubo liberación a cargo de un ejército foráneo con mayor o menor ayuda de la resistencia interior, opción que desde 1944-1947 perdió toda posibilidad. Tampoco hubo una revolución o levantamiento que pusiese fin a la dictadura, asentada en una férrea represión. En sus años finales el régimen se tambaleaba, la calle ya no era suya, y la oposición había ganado protagonismo e iniciativa. Pero los franquistas siguieron en sus puestos, y no sólo en comisarías o cuarteles, tras la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975. Habría cambios, ese era el sentir general, pero la sucesión estaba asegurada en la figura del rey Juan Carlos I. Siguieron dos gobiernos designados por las leyes del franquismo, y un proceso de apertura con altibajos. Tanto el partido único o Movimiento como el sindicato vertical no fueron disueltos hasta bien entrado 1977. Hubo docenas de muertos, violencia en las calles, presos políticos hasta octubre de ese año, y coyunturas difíciles. Las cosas cambiaban, sí; pero en 1975 no empezó la democracia en España. Cabe preguntarse si conmemorar la recuperación de las libertades tomando como fecha de partida los 50 años de la muerte de un autócrata no otorga a la flebitis de Franco, en frase de un parlanchín diputado, un protagonismo excesivo, aunque sea indirecto.
En puridad, la fecha que una democracia debería conmemorar debería ser el 15 de junio de 1977 —primeras elecciones por sufragio universal masculino y femenino desde febrero de 1936— o el 6 de diciembre de 1978, fecha de aprobación por referéndum de la primera Constitución democrática, la segunda del siglo XX. Sin duda, ambas opciones presentan problemas, más allá de la agenda político-electoral actual. En 1977 no todas las organizaciones, sobre todo las republicanas, estaban legalizadas, aunque recurrieron a estratagemas toleradas para concurrir a elecciones. Una parte de los senadores fueron designados por el monarca. Y el sistema electoral entonces diseñado, que fijaba la provincia como circunscripción, consagró ya un elemento estructural del sistema político español: la sobrerrepresentación de zonas poco pobladas. La Constitución es cuestionada hoy por parte de la izquierda —por monárquica y por ver en ella un trágala de los reformistas del franquismo—, y por los nacionalismos periféricos con diversa intensidad —desde el rechazo frontal al acatamiento condicionado—, por no reconocer de modo contundente la plurinacionalidad. Pero no hay que olvidar que los poderes del Rey derivan de esa Constitución, y que la España autonómica contribuyó a profundizar y mejorar la democracia.
Libelos antisanchistas aparte, se ha sugerido que las motivaciones del programa variado y ambicioso de conmemoraciones diseñado desde el Gobierno obedecen a un cálculo político oportunista: colocar en un brete al Partido Popular, enredado en sus propias contradicciones. Un partido que reivindica la Transición y la monarquía constitucional como legados incuestionables; pero siempre renuente o contrario —salvo fugazmente y en sede parlamentaria en noviembre de 2002— a reprobar la dictadura y el golpe de Estado de 1936 de forma inequívoca. Demasiados recuerdos incómodos, incluido su propio origen posfranquista, Alianza Popular. Había democristianos y liberales opuestos a Franco, como recuerda Óscar Alzaga; pero nunca fueron dominantes dentro de la derecha española. La reacción de Vox y adláteres 2.0 es previsible: el revisionismo histórico nacional-cuñadista. Quien pacte con ellos debe pasar por el trágala de ese revisionismo, aunque se disfrace de torero. He ahí el dilema.
Ardua tarea es delinear las políticas sobre el pasado y buscar consensos. Más aún en el polarizado escenario político de la España actual, aunque sea difícil rechazar objetivos tan inclusivos, y casi genéricos, como los enunciados el 8 de enero por el presidente Sánchez, resumibles en celebrar la gran transformación de la sociedad española en 50 años de libertad. Es sin duda pedagógico y urgente combatir la desinformación y los nuevos bulos —viejos mitos— sobre el franquismo entre las generaciones más jóvenes, que canalizarían su descontento a través de una distópica nostalgia de tiempos pasados.
Con todo, una política de memoria proactiva no sólo debe fijar los valores clave que se quieren recordar. También debe considerar el sentido de su oportunidad. Es difícil consensuar nada con quien prefiere correr velos de silencio en nombre de la reconciliación, porque toca tensar la cuerda y “p’alante”. Pero, aunque se evite mencionarlo, la sombra del dictador que murió en la cama sigue presente. Y no es un hecho conmemorable. Sí debe ser objeto de debate historiográfico por qué el franquismo resistió, a diferencia de otras dictaduras europeas, hasta la muerte del autócrata y más allá; y si realmente estaba todo atado y bien atado. Pero es evidente que 1975 difícilmente puede ser una fecha fundacional de la democracia; tampoco de la recuperación de libertades básicas y derechos fundamentales. La lucha por ellas, conviene recordarlo, comenzó en la sociedad española, en la calle, las fábricas, los bufetes de abogados y las universidades mucho antes de 1975.
Arrojar luz a la complejidad de aquellos años es el auténtico desafío interpretativo para la memoria, que se debe ganar abiertamente en el espacio público y en las aulas para afirmar así la democracia y el espíritu —hoy también debatido— de la amnistía de octubre de 1977. Recordar aquel momento podría ser, ciertamente, una oportunidad para honrar a las víctimas. A todas ellas, incluyendo las que produjo el terrorismo de ETA, que redoblaría su horror a medida que la democracia y el autogobierno vasco se asentaban. De modo particular deben recordarse ahora las últimas víctimas de aquel régimen cuya legitimidad derivaba de la victoria en una guerra civil; que murió torturando, fusilando y encarcelando, resistiéndose a escuchar voces de clemencia; y que cobijó todavía después de muerto a gentes como las que, un día de enero de hace 48 años, segaron las vidas de cinco abogados laboralistas.