Su majestad la igualdad
El fraude fiscal de un rey no es un simple delito individual, sino que atenta contra los principios del derecho democrático
Junto al filósofo Josep Ramoneda y el periodista Miguel Mora, me he sumado a la querella que nueve juristas de reconocido prestigio (entre ellos José Antonio Martín Pallín, Joaquín Urias y Javier Pérez Royo) ...
Junto al filósofo Josep Ramoneda y el periodista Miguel Mora, me he sumado a la querella que nueve juristas de reconocido prestigio (entre ellos José Antonio Martín Pallín, Joaquín Urias y Javier Pérez Royo) han presentado contra el rey honorífico Juan Carlos de Borbón por un delito fiscal. Quien quiera conocer los detalles de la denuncia puede acudir, por ejemplo, a un reciente artículo del mencionado Joaquín Urias, donde se exponen también, con claridad y rigor, algunos de los motivos de la iniciativa, a los que yo querría añadir ahora una reflexión más general.
Confieso que no abrigo muchas esperanzas de que el exrey de España acabe respondiendo de sus triles financieros frente a un tribunal y mucho menos de que termine en la cárcel. De hecho, creo que ninguno de los denunciantes deseamos que un hombre de su edad termine en prisión. Personalmente no se lo deseo a nadie y me parece, aún más, que este “deseo de prisión”, que a veces nuestra rabia o frustración trasladan al derecho, como si esa fuese su misión (¡a la cárcel con él!), responde a un atavismo muy primitivo que en otras épocas se habría expresado de un modo más terrible, pero que, en cualquier caso, reduce la esencia de la ley a su función punitiva, que es más una servidumbre arcaica que una propiedad sustancial.
Si el propósito no es el castigo, ¿qué se busca entonces cuando uno se querella contra un rey? Usemos una expresión coloquial muy elocuente: se pretende “bajarle los humos”. Cuidado: no es una cuestión moral o de despecho plebeyo. ¿Bajárselos hasta dónde? Bajárselos hasta ese nivel donde reside el común de los ciudadanos. En este sentido, el objetivo de la querella, que pide una fianza simbólica de un euro, se resume sin género de dudas en uno de sus primeros párrafos: “Los querellantes”, dice “solo tenemos el propósito de potenciar el valor superior de la justicia, los principios generales del Estado de derecho y en este caso, la igualdad ante la ley”.
Demos un pequeño rodeo. El exmagistrado italiano Roberto Scarpinato, que ha escrito mucho sobre la relación entre el Estado y la mafia, ha insistido siempre en que el cometido del derecho no es y no debe ser el establecimiento de justicia. La justicia es cosa divina o inhumana. Es cosa, digamos, de justicieros, no de legisladores o de magistrados; y el justiciero, en su afán metafísico, acaba cometiendo, como sabemos de sobra, muchos desaguisados al margen de la ley. ¿De qué debe ocuparse entonces el derecho democrático? De garantizar —valga la redundancia— dos derechos: el derecho a la fragilidad y el derecho a la igualdad.
El derecho a la fragilidad podría formularse de este modo: tenemos derecho a ser frágiles sin que ello nos cueste la vida. Tenemos derecho, sí, a estar enfermos y poder ser atendidos por un médico; a estar hambrientos y poder acceder a alimentos; a tener frío y poder volver a nuestra propia casa; a tener sueño y poder dormir en nuestra propia cama; a tener sed de conocimientos y poder ir a una escuela. Ahora bien, en un Estado social y de derecho, como lo es formalmente el español, la fragilidad es inseparable de la igualdad: cada fragilidad individual, es decir, reviste un derecho igual (no “total”, pues nadie puede librarnos de la muerte) a protección frente a la intemperie, frente al hambre, frente al frío y frente a la ignorancia, y ello con una consecuencia lógica inobjetable: la de que el fraude fiscal de los ricos y, más aún, el de un rey no es, por tanto, un simple delito individual, sino que atenta al mismo tiempo contra los dos principios enunciados: el de fragilidad y el de igualdad. Todos tenemos derecho, en definitiva, a ser protegidos por igual ante el huracán, la covid y la vejez; y todos tenemos derecho —pues es la condición de todo lo demás— a la igualdad ante la ley.
La idea de justicia, lo hemos dicho, es una peligrosa quimera en un mundo de cuerpos finitos disueltos en el tiempo, en el que las reparaciones son imposibles. Frente a la injusticia, durante siglos, los humanos buscaron, por así decirlo, el empate: esa era la ilusión, a veces feroz, que subyacía al talión bíblico o al qusás islámico; esa es la ilusión feroz que alienta también en el linchamiento, con sus tasas imposibles de equivalencias (ojo por ojo y diente por diente) orientadas a neutralizar y equilibrar por completo el daño sufrido. Se recurre a la justicia, esa utopía, cuando los individuos o los colectivos tienen la sensación, más o menos fundada, de que el derecho los ha abandonado (en favor de un partido, una clase o un rey) de tal manera que, sin esperanzas de igualdad, se busca de nuevo el empate al margen de las leyes. En el caso de los particulares ese empate se llama venganza; en el caso de los pueblos, revolución. En este sentido, puede decirse que (uno) hay una contradicción entre la justicia y el derecho, que (dos) el regreso de la justicia es, en realidad, un regreso al pasado religioso de la humanidad y que (tres) la pena de cárcel, según decíamos, más o menos necesaria, es como un recuerdo de la justicia incrustado en el cuerpo del derecho.
Ahora bien, lo contrario del empate es, en efecto, la igualdad. Si el derecho, con todas sus chapuzas, se ha impuesto trabajosamente al talión es porque la expresión pública de la igualdad proporciona más satisfacción a los humanos que ese empate imposible que reproduce sin parar, como una hidra, la injusticia y la violencia. Por eso es tan importante que el derecho chapucero no abandone nunca lo único que realmente puede hacer bien, aquello en lo que realmente consiste si es que debe seguir llamándose con ese nombre: esa afirmación pública de igualdad de la que dependen todos sus manifestaciones concretas (desde la presunción de inocencia a la libertad de expresión, desde el matrimonio igualitario a la libertad sindical). El derecho no puede hacer justicia; no puede resucitar a nuestros hijos ni poner en pie nuestras casas ni borrar las huellas de un golpe físico o moral; no puede evitar que hayan ocurrido las cosas que ya han ocurrido. No nace con ese propósito. Nace para afirmarse a sí mismo; nace para declarar públicamente la igualdad de todos ante la ley; y por eso su privatización en favor de un individuo o un grupo social nos deja a todos desnudos y desvalidos, y ello hasta el punto de que no por casualidad la idea del empate suele regresar allí donde se espera siempre lo peor de los tribunales y la desigualdad, la material y la formal, se impone desde las instituciones.
Así que “bajarle los humos” a un rey es sencillamente tratarlo como a un igual. O, lo que es lo mismo, poner el mundo en estado de derecho. Pues tratar a un rey como a un igual sería, en efecto, el acto por antonomasia mediante el cual se autoconfirmaría la forma misma de las leyes democráticas. Al tratar a un rey de esa manera, el derecho se presentaría ante los ciudadanos en su propia sustancia, como pura legalidad: su majestad la igualdad. Nada de cárcel; ningún castigo. Lo que verdaderamente nos tranquilizaría a los ciudadanos, y restauraría nuestra confianza en las leyes y los jueces, sería ver al rey honorífico tratado con la misma imparcialidad y el mismo garantismo que un camarero o una maestra de escuela. Si un rey puede ser juzgado, entonces el derecho existe; si no puede ser juzgado, entonces todos estamos desnudos y en peligro.