El aceite español y la basura romana
Los restos de las ánforas acumuladas durante más de 300 años hasta formar un monte en Roma hablan, pero cada cual parece oír un mensaje distinto
Fueron, al menos, tres siglos de tirar basura en el mismo sitio, pero no una basura cualquiera: en general se lanzaban al vertedero ánforas que habían llegado al puerto fluvial de Roma cargadas de aceite de oliva y que, vaciadas, no tenía sentido reutilizar. Así que durante más de 300 años, sobre ese espacio concreto, de forma muy organizada y en terrazas, se formó una colina que albergó estos recipientes de arcilla (se ha calculado que aún conserva 25 millones) deliberadamente rotos, que iban llenando un basurero especializado y regado con cal. ...
Fueron, al menos, tres siglos de tirar basura en el mismo sitio, pero no una basura cualquiera: en general se lanzaban al vertedero ánforas que habían llegado al puerto fluvial de Roma cargadas de aceite de oliva y que, vaciadas, no tenía sentido reutilizar. Así que durante más de 300 años, sobre ese espacio concreto, de forma muy organizada y en terrazas, se formó una colina que albergó estos recipientes de arcilla (se ha calculado que aún conserva 25 millones) deliberadamente rotos, que iban llenando un basurero especializado y regado con cal. El resultado es visible hoy en la capital italiana: se llama Monte Testaccio o Monte dei Cocci, es decir, de los añicos o pedazos.
El Testaccio lleva años siendo excavado, porque la basura habla. Un resultado de esas investigaciones arqueológicas ha sido comprobar que las ánforas que se depositaron provenían mayoritariamente de la provincia romana de la Bética y habían servido para transportar cada una de ellas unos 75 litros de aceite de oliva. Estas investigaciones sobre la topografía de la basura romana se hermanan con las de los yacimientos preindustriales de Hispania, que confirman que la producción olivarera era una actividad agraria fundamental en la costa mediterránea y, con más profusión, en los valles del Guadalquivir y su afluente el Genil, así como en los entornos de las actuales Antequera y Jaén: la geografía de la producción de entonces no es muy distinta de los grandes ámbitos productores de la España actual. El aceite de oliva iba en odres desde las almazaras a los puertos de atraque y viajaba hasta los mercados del imperio en ánforas cocidas en los alfares locales, marcadas con inscripciones que hoy permiten reconstruir su historia excavando en este viejo vertedero del Testaccio.
Para Roma, el uso de las vías (los carros sobre sus sólidas calzadas, las rutas del Mediterráneo que señoreaban) era un síntoma de la fortaleza de su red administrativa; iba y venía el aceite pero también el vino, las salazones, los minerales de tantas canteras provechosas... Ver cómo por la morfología de los envases de transporte los arqueólogos elucubran que a un campamento militar de Germania llegó vino elaborado en la Tarraconense o que a los foros de Roma arribó un producto que indudablemente salió del puerto de Denia nos confirma que no había provincia romana que no importase o exportase.
La basura habla, sí, pero ante una montaña como esta cada cual parece oír un mensaje distinto. Los romanos del siglo I, que veían la colina mientras se iba colmatando, la tendrían quizá como símbolo del paso sedimentado del tiempo: verificarían que en su niñez el Testaccio estaba algo más bajo que en su vida anciana. Los habitantes de la Roma medieval, por su parte, consideraron ese monte una cantera fácil para sacar materiales de relleno para sus obras. Los arqueólogos, desde finales del siglo XIX, lo miran conjeturando la sucesión de estratos superpuestos que hay en su interior, la procedencia de los restos y la forma original de cada pieza reconstruida. Para los turistas distraídos que masivamente pasan por Roma, la referencia al Testaccio será una pintoresca anécdota histórica más dentro de la colección de datos de su guía de viaje.
Pero puede haber más mensajes. Un europeísta con cierta perspectiva histórica verá en ese vertedero especializado un hecho inspirador: la interdependencia provincial de los territorios adscritos al poder romano y las relaciones sociales y políticas que conllevaba una conexión así. Porque en la artificialidad de la colina se detecta algo natural y propio de la convivencia humana: el principio básico del comercio, el hecho de que los productos no siempre se quedan en los lugares que los ven nacer. El cultivo del olivo y la transformación de sus frutos son parte de la identidad mediterránea, pero el volumen de excedentes de producción en algunas zonas como el sur de la Hispania romana permitía superar el abastecimiento autóctono y salir a comerciar.
En Sabadell (Barcelona) se celebró hace unos días la Fiesta del Primer Aceite de Jaén. Salvador Illa, como presidente de la Generalitat, fue invitado institucionalmente por la Diputación de Jaén. Visitó la Feria, dio la bienvenida a todos, cató aceites, se hizo fotos, habló con las empresas representadas y, en declaraciones en español y catalán, alabó con toda justeza la contribución de la migración andaluza a la Cataluña del siglo XX (“No seríamos lo que somos sin los andaluces y las andaluzas que vinieron a Cataluña para contribuir a su progreso”). Pero de esta visita, el independentismo catalán hizo su propia montaña de ofensas: calificaron la presencia de Illa en Sabadell como un despropósito lamentable; arguyeron que suponía minusvalorar el aceite de oliva de Cataluña e insistieron en que eso de halagar lo ajeno era parte de una “agenda españolizadora” que no se podía tolerar.
Todo partido nacionalista reclama que lo propio sea lo único, con la implicación (se diga o no) de que lo ajeno es peor, intruso e indigno. Lo pienso mientras yo también miro la imagen verde de este monte Testaccio. “El aceite de oliva catalán es el mejor del mundo”, dijo Illa horas más tarde, y consiguió acallar las críticas. Cualquiera diría que es andaluz, por lo exagerado.