Desbordados y humillados
Si el liderazgo se manifiesta en las crisis, la tragedia de Valencia nos ha demostrado con lo que podemos contar
A principios de siglo, España soñó con ser parte del G-7: 20 años después, en España se ha leído la expresión “Estado fallido”. No será una expresión ajustada, pero tampoco ha sido un desahogo inexplicable. En 1755, tras el terremoto de Lisboa, una pregunta recorrió Europa: ante esta catástrofe, ¿dónde estaba Dios? Ha pasado mucho t...
A principios de siglo, España soñó con ser parte del G-7: 20 años después, en España se ha leído la expresión “Estado fallido”. No será una expresión ajustada, pero tampoco ha sido un desahogo inexplicable. En 1755, tras el terremoto de Lisboa, una pregunta recorrió Europa: ante esta catástrofe, ¿dónde estaba Dios? Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Las esperanzas, en buena parte, se han inmanentizado. Pero la pregunta en Valencia también apelaba a la providencia que esperamos: ¿dónde está el Estado? Quizá no hablemos de un Estado fallido, pero sin duda nuestro Estado democrático ha sido humillado: hoy tenemos la tecnología para saber a qué hora llueve en la Malvarrosa y a qué hora llueve en Torrent, y sin embargo lo mejor que ha funcionado en la riada proviene de Primo de Rivera —las confederaciones hidrográficas— o, como el desvío del Turia, de un franquismo para más inri aún autárquico. Más humillación: podemos encarecer el ejemplo y el afecto de los Reyes en su visita a Paiporta; en los diarios del mundo, la lectura fue que por poco los españoles no se comen a su rey.
La tormenta deja lecturas en las que es incómodo reconocerse. Estos días hemos llegado a oír que semejante desastre no tiene precedentes cuando lo característico de estos fenómenos es que son recurrentes. Sin duda, un poder central berroqueño puede impulsar una política hídrica hoy obligada a armonizar intereses —pensemos en Aragón o Murcia— que no cuadran ni dentro de un mismo partido. Pero el déficit de infraestructuras o la permisividad urbanística responden, en última instancia, a un cálculo incorporado a nuestra política, según el cual huimos tanto de la legislación como del gasto público que no tienen rédito electoral inmediato. Las obras en el barranco del Poyo llegaron a ir a —y a desaparecer de— los Presupuestos.
¿Han dejado de funcionar las cosas en España? Todos recordamos cuando no había que hacerse la pregunta. En solo unos años, hemos pasado de creer que teníamos el mejor sistema sanitario —y de emergencias— de Europa a verlo desarbolado. De inaugurar aeropuertos a alegrarnos si llega a su hora el Cercanías. Los gobiernos no solo acumulan años de ineficacia contra problemas, como la vivienda, convertidos en crónicos: también han desarrollado un don para convertir en problemáticas nuevas realidades como la Administración electrónica. Así, hemos ido pasando de la desilusión a la desprotección: hace no tanto, ver a miles de españoles clamando por la presencia del Ejército hubiese puesto un editorial en cada periódico. Los interesados en convertir el malestar en una requisitoria de desconfianza contra el sistema han visto, desde el primer minuto, una oportunidad en el fango de Valencia.
Valencia nos ha cogido débiles. La humillación es minuciosa cuando hasta los detalles parecen manifestaciones macabras de los peores usos y costumbres de nuestra política. Comidas de tres o cuatro horas y a saber cuántos gin-tonics: mientras el agua crecía, el presidente autonómico estaba asegurándose el control de su televisión regional. Tampoco en Madrid hubo más ejemplaridad: con el agua crecida, no se pospuso el pleno para que el Gobierno se asegurara el control de la televisión nacional. La gente entiende que los gobiernos central y autonómico pueden tener algún roce. Pero llama la atención haber vivido el Estado autonómico como una pugna por la titularidad de las competencias para que se instale el vacío cuando llega la hora de ejercerlas.
Fue célebre un mensaje que Mariano Rajoy le puso a Luis de Guindos: “No somos Uganda”. Quizá tendría que haber añadido “todavía”. En un caso como este, en el que ha fallado la coordinación más que los medios, ya ni nos sorprende preguntarnos si el planteamiento de las administraciones no ha sido un pulso por la atribución de las culpas. Ya ni nos sorprende pensar que, en los gabinetes, la preocupación por el relato hacía excesiva competencia a la preocupación por la riada. En Valencia se ha intentado despejar hacia el Gobierno central. Sobre el Gobierno central se sospecha que no reacciona igual según unas autonomías sean de unos o de otros. Hace poco más de un mes, la alcaldesa de Tampa, ante la llegada del huracán Milton, afirmó —no tuiteó— que quien no evacuara se arriesgaba a morir. Eran palabras con un peso. Ahora, si el liderazgo se manifiesta en las crisis, nosotros ya sabemos con lo que podemos contar. He ahí otra humillación para nuestro Estado: los políticos que ha atraído.
En los primeros noventa, la Comunidad Valenciana abrió paso a un escenario nuevo: una tierra históricamente de izquierdas, de memoria republicana, comenzó a votar en masa al centroderecha. Valencia y Madrid acoplaron energías, a veces con cierta voluntad de instrumentalizar a Valencia como contraejemplo frente al pujolismo. Francisco Camps iba a sellar el dominio de Rajoy sobre el PP y —fuera de la política partidista— a virar hacia la competencia interna el modelo autonómico con la “cláusula Camps”. El protagonismo y la prosperidad adquiridos vendrían con una dolorosa: ninguna autonomía capitalizó en mayor grado una corrupción que —Andalucía, Madrid, Cataluña— se daba en todas partes. Ahora, el dolor y la solidaridad con Valencia —el afecto— ha sido expresivo de esos vínculos que solo se dan en el espacio moral de una nación. El golpe ha sido tan brutal que cunde la idea de que estamos llamados a hacer de la reconstrucción una catarsis. Hay motivos para el escepticismo, claro. Pero no sería la primera vez que la contemplación de las ruinas inspira un renacer.