Adam Michnik, el intelectual insumiso
El periodista polaco mantiene viva la exigencia de decir “verdades desagradables e incómodas”
Hay intelectuales a los que les gusta la corte, los salones del poder, y se ponen al servicio de los gobiernos de turno para reírles las gracias y facilitarles los argumentos con los que maquillan sus iniciativas. Hay otros, en cambio, que trabajan a la intemperie, y a estos les toca confundirse en las calles con la gente y defender ahí sus valores —y mostrar sus dudas—, batallando con lo que tienen, las palabras y un espíritu crítico que reniega de cualquier obediencia ciega. A esta última estirpe pertenece ...
Hay intelectuales a los que les gusta la corte, los salones del poder, y se ponen al servicio de los gobiernos de turno para reírles las gracias y facilitarles los argumentos con los que maquillan sus iniciativas. Hay otros, en cambio, que trabajan a la intemperie, y a estos les toca confundirse en las calles con la gente y defender ahí sus valores —y mostrar sus dudas—, batallando con lo que tienen, las palabras y un espíritu crítico que reniega de cualquier obediencia ciega. A esta última estirpe pertenece el polaco Adam Michnik. Cuando era joven decidió enfrentarse en mayo de 1968 al régimen comunista y participar en la contestación antiautoritaria que estalló entonces a través de innumerables revueltas por distintas ciudades de medio mundo. Lo metieron en la cárcel, a la que volvió un sinfín de veces mientras luchaba contra aquel sistema despótico, pero no cejó en su empeño por conquistar la democracia. Así que se unió al sindicato Solidaridad para acabar con la dictadura. Formó parte de la Mesa Redonda que en 1989 inició el proceso para devolver las libertades a Polonia y fundó y se convirtió en el director de la Gazeta Wyborcza, el periódico más influyente de su país. Ahí sigue.
En En busca del significado perdido (Acantilado), que apareció hace un par de años y que reúne una colección de sus ensayos, Michnik lamenta en uno de ellos que Solidaridad, “aquella magnífica confederación de gente unida por la resistencia contra la dictadura comunista”, no haya sabido encontrar “su sitio en la nueva realidad”, y señala también que, después de 1989 y en la democracia recién conquistada, en la Iglesia católica —que tan importante fue para aglutinar a los que rechazaban la tiranía— aparecieron “los fantasmas del integrismo, del triunfalismo, de la intolerancia y de la xenofobia”.
“El absolutismo moral es una gran fuerza de los hombres mientras están combatiendo la dictadura, pero se torna debilidad cuando procura instaurar la democracia sobre sus ruinas”, escribe Michnik en una de las piezas que forman parte de Elogio de la desobediencia, una antología de textos que ha ido escribiendo a lo largo de su vida y que acaba de publicar Ladera Norte. En el volumen están recogidos los trágicos desgarros de Centroeuropa y algunas de las tormentas intelectuales que han sacudido a los pensadores de su país, y están también sus reflexiones sobre las obras de autores con los que no ha dejado de dialogar: Thomas Mann, Leszek Kołakowski, Witold Gombrowicz o Václav Havel. Y recoge también esa ardua y complicada tarea que es la de pensar sin ese escudo del absolutismo moral que acaso solo sirve cuando se pelea contra un poder tiránico y que luego puede convertirse fácilmente en la pura impotencia de quienes no saben tolerar el pluralismo y la convivencia con el otro, acaso el mayor drama de esta época de excesos populistas.
“No renuncies al escepticismo”, escribe Michnik en un texto de 1987, “por ejemplo en tus compromisos políticos”. Dice también ahí que al intelectual insumiso no le toca celebrar los triunfos de quienes gobiernan, ni adular a su propio pueblo. “Lo tuyo es guardar fidelidad a causas perdidas”, señala, “decir verdades desagradables e incómodas, despertar el rechazo”. No claudicar ante “las ficciones de la vida cultural oficial”, como cuenta al recordar a Gombrowiz. Adam Michnik estuvo en Madrid, y en la Asociación de Periodistas Europeos analizó con su vibrante inteligencia estos malos tiempos que habitamos. Fue un verdadero lujo poder escucharlo.