La tristeza, pero con qué palabras
Ha muerto la periodista Sara Vítores. En mi móvil guardo mensajes suyos y me empeño en escuchar de nuevo su voz congelada, que no envejecerá conmigo. ¿Cómo nombrar esta paradoja? ¿Dónde se guarda la pena?
Una no sabe cómo se expresarían los antepasados más lejanos, los de las cuevas y las pinturas de manos rojas tintadas. Pero puedo imaginar que esas manos que trazaban bisontes, que tejían rudimentariamente frazadas para abrigarse y que sacaban de la tierra frutos que comían, sin certeza de que contuvieran alimento o veneno, eran las mismas que iban al rostro cuando la pena les invadía. Se echaban las manos a la cara y, a saber con qué palabras, avisaban a los otros: estoy triste.
Sé que hay...
Una no sabe cómo se expresarían los antepasados más lejanos, los de las cuevas y las pinturas de manos rojas tintadas. Pero puedo imaginar que esas manos que trazaban bisontes, que tejían rudimentariamente frazadas para abrigarse y que sacaban de la tierra frutos que comían, sin certeza de que contuvieran alimento o veneno, eran las mismas que iban al rostro cuando la pena les invadía. Se echaban las manos a la cara y, a saber con qué palabras, avisaban a los otros: estoy triste.
Sé que hay muchas formas de llamar a la tristeza, pero qué difícil es encontrar la palabra apropiada para denominar cada manera de estar triste. Yo creo que para todo hay palabras. Es más, como soy filóloga, me empeño en repetir, en clase o en la tribuna pública que me corresponda, que tenemos que armarnos de palabras, porque cada una de ellas nos servirá para reflejar todas nuestras necesidades y peticiones. Insisto: ¡Tengamos palabras, no nos pueden faltar palabras! Pero, al tiempo que lo repito, tengo en mi cabeza unos versos muy conocidos de César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios”. Esos versos han sido la banda sonora del hacha que alguna vez se ha clavado en mi vida. Y esas tres palabras del “yo no sé” viajan ahora a la contra de mi propio pensamiento. Sí, creo que para todo hay palabras, pero hay veces que se nos atascan en la boca y no sabemos. No tenemos palabras.
Hay muchas formas de estar triste. Pero desde que hablamos esta lengua en que escribo, estar triste se dice exactamente así: estar triste. Desde el siglo XII, miles y miles de personas han dicho que están tristes en días que han pasado hace años, y lo han expresado con esta misma palabra, o con alguna de su familia léxica, la que heredamos del latín tristis, la que usaron Gonzalo de Berceo en el siglo XIII o Lope de Vega en el XVI, la misma que decimos hoy.
Cada cual estaba triste por sus razones, desde las más aciagas y trágicas a las más superficiales a ojos de otro. Algunos penaron cantando (en Argentina y Perú un triste es una canción popular que lamenta un amor perdido), otros lo hicieron versificando su dolor, y otros, ante un lienzo en blanco, emborronaron pinturas negras. Yo lo hago hoy buscando qué palabras dan nombre a la tristeza. Porque la tristeza se ha refinado en su expresión con términos para delimitar los confines de un sentimiento que nadie quiere alojar sin poner frontera: en el siglo XVII, Francisco de Quevedo introdujo en nuestra lengua el adjetivo cariacontecido y llamaba vasija penada a la que estaba resquebrajada, sabedor de que quien pena se parte un poco por dentro. Contrito se quedó como adjetivo para la literatura, pero sale del mismo tronco del que deriva la expresión hacer trizas, porque es verdad que la pena nos rompe cuando estalla, como se destroza un jarrón que cae. Junto con estas palabras, se hicieron frecuentes todas las que tienen que ver con los golpes: en latín affligere significaba golpear, battuere era derribar y pungere era punzar. Hoy, estar afligido, abatido o compungido es estar triste. Son los golpes que decía César Vallejo, en él estaban codificados poéticamente, y en los diccionarios están escondidos dentro de esos paréntesis etimológicos llenos de cursivas y latín.
Rebusco en mi diccionario mental porque algo ha ocurrido y he sentido el golpe. En una mañana cualquiera, antes del café que preparas en modo automático, sin saber que algo puede suceder, sin que tengas otro afán al mirar el teléfono que comprobar si hoy llueve fuerte o si es solo harinilla, llega un mensaje que me habla de Sara, la de la sonrisa en la voz, la de la mano tendida al otro lado de la radio, la que llevaba meses en tratamientos médicos contra su enfermedad. Ha muerto Sara Vítores, la compañera a la que, ella en Madrid, yo en Sevilla, he visto poco pero he frecuentado mucho desde 2020. Y este se convierte en un día triste, todo es diferente a como era hace un par de segundos.
Pero, ¿qué tipo de tristeza es esta, que no me impide terminar el café, coger mis bártulos y salir a la universidad? ¿Qué palabra nombra a esta paradoja tecnológica? Ya no la puedo ni ver ni oír viva, pero tengo en mi teléfono mensajes de audio suyos que me empeño en escuchar de nuevo, con los auriculares puestos, machacándome mientras voy por la calle, con su voz que quedará congelada en el tiempo y que no envejecerá conmigo. ¿Qué clase de luto guarda quien, como yo, siente que hoy ha recibido por la mañana a un heraldo negro y que, un par de horas más tarde, se ríe al llegar a clase porque un estudiante ha hecho un comentario jocoso sobre la bibliografía de la asignatura? ¿Dónde se guarda la pena? Porque escribir este texto de los sábados es para mí uno de los gozos de la semana: por la oportunidad de la escritura, por ustedes, que me leen al otro lado, por la intensidad de que me contesten con sus acuerdos y sus desacuerdos. Pero hoy, queriendo escribir de lo que ocurre en la vida política y social, me parece que todo se ha quedado callado. Y yo misma, aunque me esté expresando en estas líneas, siento que estoy en silencio y que escribo taciturna, el derivado del adjetivo tácito: callada, triste, sin saber explicarme bien con palabras.