Inmensas minorías

Paradojas del populismo, ahora va a resultar que una cantaora o un músico de jazz son modelos de esnobismo y que lo antielitista es Taylor Swift

Fran Pulido

En algo se parecen el populismo cultural y el populismo político: en que sus instigadores, en su gran mayoría, son privilegiados. Megamillonarios con aviones y yates privados y candidatos políticos vendidos a las petrolíferas denuncian a voz en grito el dominio de las élites empeñadas en promover lo que en español ya también llamamos la “agenda woke”: las energías limpias, los derechos de las minorías, la justicia social. Crí...

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En algo se parecen el populismo cultural y el populismo político: en que sus instigadores, en su gran mayoría, son privilegiados. Megamillonarios con aviones y yates privados y candidatos políticos vendidos a las petrolíferas denuncian a voz en grito el dominio de las élites empeñadas en promover lo que en español ya también llamamos la “agenda woke”: las energías limpias, los derechos de las minorías, la justicia social. Críticos y expertos situados en los púlpitos más eminentes de la información cultural denigran o ponen en ridículo a esos pedantes residuales que no rinden una pleitesía incondicional e inmediata a los grandes fenómenos comerciales en la música o en el cine, o no reconocen los méritos de la televisión basura. No basta con que Taylor Swift, o Karol G, o estrellas semejantes, alcancen un éxito de escala planetaria, con que dominen los noticiarios, con que tengan una omnipresencia machacona en todos los medios, incluyendo docenas o centenares de millones de seguidores en las redes sociales. Hay que defenderlos a todos ellos del malévolo desdén, de los prejuicios elitistas de quienes rechazan lo popular por el simple hecho de que lo disfrutan inmensas mayorías, a las que se suman jubilosamente estos heroicos valedores intelectuales de los que ya lo tienen todo.

Y además no les basta con disfrutar tan sin reserva con las multitudes que llenan los estadios, o con las películas americanas de presupuestos tan abrumadores como las campañas publicitarias que llegan a cada esquina del mundo: también tienen que hacernos saber que esas músicas o esas películas no son el puro entretenimiento banal y saludable con el que cualquiera puede recrearse de vez en cuando. Si a ellos les gustan, vienen a sugerirnos, es porque son capaces de detectar, con su conocida agudeza, lo importante que hay por debajo de la liviana superficie, lo que a los elitistas su arrogancia no les permite ver: una película de superhéroes o de monstruos es, en realidad, una distopía tecnológica que arroja luz sobre los conflictos del presente; cantantes cuya presencia física, como sus canciones, parecen generadas por inteligencia artificial, y que ganan millones en cada concierto, resultan ser abanderadas del empoderamiento femenino, o autoras de letras que merecen la atención crítica de profesores eminentes en universidades.

Es curioso que los mismos medios que identifican lo masivo con lo popular y la calidad con las cifras de ventas y de reproducciones en Spotify se vuelven elitistas cuando se trata de juzgar los libros y el arte: en literatura, tienden a celebrar lo enrevesado y hasta hermético, la mística huraña de los escritores “de culto”; y en arte, la lengua en la que escriben y las obras que los entusiasman parecen tener la finalidad de ahuyentar al público común, el que no pertenece al muy estrecho círculo de los que están en el ajo.

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En mi escaso conocimiento personal del mundo literario de Nueva York, muchas veces pensé que parecía no haber término medio entre el esnobismo y el analfabetismo. Pero es justo en ese ancho espacio donde habita, en una sociedad culturalmente saludable, la inmensa mayoría del público, no los especialistas, ni los enterados —que, al fin y al cabo, lo tienen todo gratis—, sino la gente que compra y lee libros, la que escucha todas las variedades de la música, la que acude a los museos y a las exposiciones; y también la que da un paso más y, además de leer, tantea el ejercicio de la escritura; la que por pura afición estudia música, o se une a un coro; la que llena salas de conciertos o locales en los que tocan músicos de verdad. Los mandarines del arte decretaron hace tiempo que la pintura se ha vuelto irrelevante, pero el público no ha llegado a enterarse, y cada vez hay más personas de todas las edades que se apuntan a clases de dibujo y pintura, y pintores que siguen trabajando con entusiasmo y casi en total oscuridad, porque su arte no merece la atención de críticos y de comisarios.

En un mundo tan groseramente dominado por el dinero como este, las diferencias entre lo masivo y lo minoritario son más confusas que nunca, porque nunca han estado tan lejos los que lo tienen todo y los que no tienen nada; los que se benefician, sobre todo en la música, de las transformaciones tecnológicas y los que han sido arrinconados por ellas. En los mejores años de la música pop había un lugar hegemónico para artistas de máxima calidad y merecido éxito universal, los Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan, y también había sitio para luminarias no menos originales, pero sí de atractivo más limitado. Y había trabajo para músicos de estudio, y se editaban discos que compraba mucha gente, y que aseguraban un modo de vida aceptable a quienes los hacían.

Lo que han traído la tecnología y el sistema económico asociado a ella es la confirmación del triste axioma de san Mateo: “Al que tiene le será dado, y tendrá más; al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado”. Al mismo tiempo que unas cuantas figuras globales llenan estadios y copan las listas de streaming, los escenarios intermedios o pequeños en los que trabajaban la mayor parte de los músicos están desapareciendo, y lo que reciben por reproducciones de los discos que graban es una miseria humillante. El jazz o la canción de autor o el flamenco o lo que fue el rock de barrio no son minoritarios porque quienes se dedican a ellos sean elitistas y sus seguidores unos arrogantes: lo son porque hay muchas artes, entre ellas artes populares, que atraen a menos público; y también porque casi no se informa sobre sus conciertos ni sus grabaciones con la excusa de que no atraen a mucha gente. No vale la pena hacerte caso porque eres minoritario; y, como no te hacen caso, te vuelves más minoritario todavía.

No hay músicas más arraigadas en lo popular que el jazz y el flamenco, más marcadas por la capacidad de supervivencia y amor por la belleza de personas marginadas. Y ahora va a resultar, paradojas del populismo, que un cantaor o una cantaora, unos músicos de jazz que dedican su vida entera, con muy poca recompensa, a su arte y que tocan cada noche maravillas por unos cientos de euros, en el mejor de los casos, son modelos de esnobismo; y que lo popular, lo verdadero, lo antielitista es Taylor Swift facturando como una multinacional tecnológica, o una de esas figuras del reguetón que ostentan sus collares de oro macizo y sus dentaduras incrustadas de diamantes y se exhiben con las piernas abiertas en las poltronas de piel de sus aviones privados.

Algo que he aprendido tratando de cerca a músicos y a pintores es que carecen de prejuicios, porque saben el esfuerzo que cuesta cualquier obra original y bien hecha, al margen del género al que pertenece. Conozco a directores de orquesta apasionados por el flamenco o la copla, y a pintores figurativos que aprecian las abstracciones radicales de Mark Rothko, y también saben admirar el diseño de un cartel o de un buen grafiti en un muro. Educado de niño en la copla, cuando era la música popular dominante, y en el primer pop español que vino después, llevo toda mi vida disfrutando de músicas que unas veces son o han sido mayoritarias, y otras casi secretas, igual que me entusiasman rarezas del cine mudo y películas tan buenas, y tan comerciales, como las mejores de Hitchcock o Billy Wilder, por no hablar del más universal de todos los cineastas, que además es uno de los mejores, Charles Chaplin. Y también he aprendido que en el fondo hay muy poca diferencia entre el esnobismo de lo considerado exquisito y el de lo puramente comercial. Los dos consisten en inventar jerarquías artificiales y mirar por encima del hombro a quien no las acata.

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