No viajar, no leer, no hablar

Más que alejarnos de nuestro ser, tendemos a pensar que son precisamente las experiencias las que lo configuran. Se les atribuye propiedades casi mágicas

Crispin la valiente (Getty Images)

Releer un libro es releerse a uno mismo: volver al que era cuando subrayó eso que hoy no resuena dentro de sí, descubrirse haciendo anotaciones de perogrullo o de una brillantez que no recuerda tener, sorprenderse por no haber reparado lo suficiente en lo que hoy le parece lo esencial del texto. Estos días me está ocurriendo con Biografía del silencio, de Pablo D’Ors.

Hay una cita que me impactó tanto la primera vez que la leí como esta segunda. “Había tenido tantas experienc...

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Releer un libro es releerse a uno mismo: volver al que era cuando subrayó eso que hoy no resuena dentro de sí, descubrirse haciendo anotaciones de perogrullo o de una brillantez que no recuerda tener, sorprenderse por no haber reparado lo suficiente en lo que hoy le parece lo esencial del texto. Estos días me está ocurriendo con Biografía del silencio, de Pablo D’Ors.

Hay una cita que me impactó tanto la primera vez que la leí como esta segunda. “Había tenido tantas experiencias a lo largo de mi vida que había llegado a un punto en que, sin temor a exagerar, puedo decir que no sabía bien ni quién era: había viajado a muchos países; había leído miles de libros; tenía una agenda con muchísimos contactos y me había enamorado de más mujeres de las que podía recordar”, relata D’Ors a contracorriente. Pues, más que alejarnos de nuestro ser, tendemos a pensar que son precisamente las experiencias —los libros que se leen, los sellos en el pasaporte, las mujeres a las que se besa— las que lo configuran.

A las experiencias se les atribuye propiedades casi mágicas: todos hemos oído eso de que el fascismo se cura viajando o leyendo, como si Ezra Pound, Knut Hamsun o Mercedes Formica, que además de lectores fueron maravillosos escritores, nunca hubieran existido. La sacralización de la experiencia es generalizada, y supongo que sus causas son múltiples. La primera que se me ocurre es que, muerto Dios, empezamos a tener fe en lo profano. La segunda, que el capitalismo siempre encuentra la manera de reinventarse, y convertir las experiencias en mercancías era un paso lógico: “Toda vez que la experiencia subjetiva del consumo individual es el fin último de la producción, resulta lógico sortear el objeto para mercantilizar y vender directamente esta experiencia”, escribe Slavoj Žižek en Repetir Lenin. Y la tercera, que el capital tiene una propuesta no solo económica, sino también antropológica; le interesa que consumamos vidas en lugar de vivirlas. E incluso que, como le ocurre a mi generación, nos contentemos con disfrutar de experiencias cada vez más baratas —como los viajes— mientras no podemos poseer bienes cada vez más caros —como las viviendas—.

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Pienso todo esto mientras releo a D’Ors, con el verano tocando su fin y justo después de haber subido a redes las fotos de mis vacaciones y me siento un poco ridícula. Aunque reconozco la verdad en su planteamiento, no puedo evitar que me caiga como un jarro de agua fría. “Todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e incluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar: todo esto es casi siempre mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y la paz”.

El párrafo escandalizará a muchos; a mí, al menos, me ocurrió, y apunté justo al lado “privilegio de clase”, supongo que pensando que poner en cuestión el valor de las experiencias está muy bien solo cuando antes has podido vivirlas, pero pregúntale tú a una anciana analfabeta de una aldea si no hubiera estado mejor poder viajar y leer. Hoy, releyéndolo, me he sorprendido escandalizándome un poco menos, barajando la posibilidad de que la respuesta de esa anciana hipotética me sorprendiera y sabiendo que su vida no ha estado más vacía que la de sus nietos, sino quizá incluso al contrario. Escribió Pasolini que los modos de consumo superfluos generan vidas superfluas. Y, mal que nos pese, la mayoría de nuestras experiencias lo son.

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