Quedarse en X, una rebelión democrática
Musk ha convertido su red social en una plataforma política adaptada como un guante a las necesidades de la extrema derecha
Que levante la mano quien se saldría ahora mismo de Twitter, de X, para no volver más. Yo también he levantado el dedo. Sueño con cerrar mi cuenta y ahorrarme, de una vez por todas, el lamentable espectáculo de ver cómo se degrada, día a día, lo que fue una imponente herramienta para la comunicación política y periodística. Sería mucho más feliz sin tener que cruzarme cada día con esa banda de maleantes y extremistas, esos amigotes del jefe Elon Musk, cuyas publicaciones racistas, engañosas o faltonas reciben sistemáticamente más cariñito y difusión por parte del algoritmo. Anhelo ser rica en desconexión digital, el nuevo lujo contemporáneo, para no tener que lidiar con los tuits que el patrón vomita urbi et orbi y con los que ofrece al mundo una lección magistral de cómo ser multimillonario y patán a partes iguales. “Fuck your own face!” (“Jódete tu cara”) le lanzó hace algunos días al comisario europeo Thierry Breton, cuando este le recordó que debe cumplir la legislación de la UE sobre moderación de contenidos, horas antes de que Musk protagonizara un diálogo en directo con el candidato Donald Trump, a quien apoya con entusiasmo.
Musk ha convertido Twitter (X) en una plataforma política adaptada como un guante a las necesidades de la extrema derecha, con cuyos líderes mundiales (Javier Milei, Donald Trump, Jair Bolsonaro) derrocha complicidad. Lo que él invoca como “absolutismo” de la libertad de expresión implica en la realidad la desaparición de todas las barreras para que la desinformación y el odio, las dos grandes herramientas de comunicación ultra, puedan circular sin límites por sus dominios. La mutación de X plantea a las democracias y a sus instituciones un potente desafío cuyas peligrosas consecuencias empezamos a vislumbrar.
Ya es posible degustar un aperitivo de esta borrachera de libertad en los prolegómenos de la campaña electoral de EE UU con Musk volcado en el hostigamiento a Kamala Harris, la rival demócrata de Trump. Impresionante resulta el caudal de publicaciones que desde finales de julio tocan todos los palos de la desinformación en un intento de dañar la imagen de Harris. En una enésima reedición del bulo tránsfobo lanzado en su día contra Brigitte Macron, Michelle Obama, Britta Ernst, esposa del canciller alemán Olaf Scholz, o Begoña Gómez, numerosas publicaciones —como la de @qthestormm— aseguran que la candidata demócrata es un hombre llamado Kamal Aroush, afirmación que apoyan con fotos manipuladas, algunas con ayuda de inteligencia artificial. “Una puta para los mundialistas”, publica @smo_vz, que atribuye a sus relaciones sexuales con hombres de poder su exitosa carrera de fiscal y candidata, un argumento que compartió durante una entrevista la congresista republicana Marjorie Taylor Greene. Otra hornada de publicaciones implica a Harris en una red de tráfico de fetos, y otros tuits la acusan de reclutar a su hermana pequeña para trabajar en una red de prostitución infantil, tal y como afirma @americanHubener, un perfil que cuenta con el símbolo de verificación comprado y más de 73.000 seguidores.
Las paletadas de desinformación extra bajo las que los usuarios de X quedaremos un poco más enterrados a lo largo de los próximos tres meses, antes de las elecciones estadounidenses, constituyen un nuevo revulsivo para salir corriendo. Sin embargo, nunca fue tan necesario quedarse, como un acto de rebelión democrática. Los periodistas necesitamos observar y contar; los ciudadanos, comprender la dimensión del peligro que las redes desbocadas suponen para sus vidas y las instituciones deben actuar para proteger la convivencia en nuestras sociedades. Conviene recordar, además, que los actores de la desinformación juegan siempre con una carta bajo la manga: la posibilidad de que sus oponentes acaben tirando la toalla y despejen el terreno. No convendría darles ese gusto.