El debate | ¿Por qué no hay sitio en los Juegos Olímpicos para el ajedrez?

En París hay 329 pruebas y más de mil medallas a repartir. Con cada vez más deportes con el marchamo de olímpicos, como el ‘skateboarding’ o el ‘breakdance’, ¿por qué no se incluye el ajedrez?

Celebración por parte de un grupo de estudiantes de la Olimpiada de Ajedrez de 2022 en Madrás (India).IDREES MOHAMMED (EFE)

En los Juegos Olímpicos que terminan esta semana en París se van a celebrar un total de 329 pruebas, en 48 disciplinas de 32 deportes diferentes. La incorporación o no de los distintos deportes a cada edición siempre despierta la polémica, con muchos orgullos nacionales, inversiones publicitarias y horas y horas de entrenamiento en juego. Visto que el Comité Olímpico Internacional (COI) está incorporando cada vez más deportes a los juegos, ¿por qué no el ajedrez, el juego mental más popular del planeta?

El experto en ajedrez de EL PAÍS Leontxo García y el escritor ...

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En los Juegos Olímpicos que terminan esta semana en París se van a celebrar un total de 329 pruebas, en 48 disciplinas de 32 deportes diferentes. La incorporación o no de los distintos deportes a cada edición siempre despierta la polémica, con muchos orgullos nacionales, inversiones publicitarias y horas y horas de entrenamiento en juego. Visto que el Comité Olímpico Internacional (COI) está incorporando cada vez más deportes a los juegos, ¿por qué no el ajedrez, el juego mental más popular del planeta?

El experto en ajedrez de EL PAÍS Leontxo García y el escritor Paco Cerdà ofrecen dos puntos de vista sobre esta ausencia.


El desgaste físico de un ajedrecista no es menor que el de otros deportes

Leontxo García

Juan Antonio Samaranch (1920-2010), presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) de 1980 a 2001, explicó a EL PAÍS en 1998 por qué iba a proponer a la siguiente Asamblea General que se aceptara como miembro a la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE): “En nuestros archivos no tenemos una definición oficial de lo que es deporte. El ajedrez es el deporte mental por excelencia, y está organizado como tal en todo el mundo. Encaja perfectamente con el lema Mens sana in corpore sano (mente sana en cuerpo sano, en latín) y nos dará una imagen ligada a la inteligencia”. La Asamblea aprobó su propuesta por aclamación en 1999. Y el ajedrez fue deporte de exhibición en los Juegos de Sídney, en 2000.

La FIDE cuenta hoy con 201 países miembros (no todos son independientes; por ejemplo, Escocia, Gales o Islas Feroe). Sólo el fútbol, baloncesto y atletismo tienen más. El ajedrez tiene sus propias Olimpiadas (bienales), desde 1927. Y ha entrado ya o lo hará pronto en los Juegos de Centroamérica y el Caribe, los Suramericanos, los Asiáticos y los Africanos, con el objetivo de formar parte algún día de los JJ OO, de Verano o de Invierno.

Cuando Samaranch me recibió en su despacho de Lausana (Suiza), sobre su mesa estaba un informe de varios cientos de folios que contenía un experimento médico de la Universidad de Lovaina (Bélgica) en el que se demuestra que el desgaste físico (nervioso, hormonal y cardiovascular, principalmente) de un ajedrecista de alta competición no es inferior al de varios deportes olímpicos.

Al ajedrez como pasatiempo puede jugar cualquiera, aunque su salud sea horrible. Pero el de alta competición, con partidas que duran cuatro o cinco horas, exige una preparación física esmerada. Es normal que un ajedrecista pierda varios kilos en un torneo (o duelo a muchas partidas) de dos o tres semanas. Entre los 50 primeros del escalafón actual solo hay siete que hayan cumplido los 40; y sólo uno —el pentacampeón indio Viswanathan Anand— con más de 50. Cabe preguntarse si Lionel Messi jugaría igual de bien al fútbol con un cerebro distinto. Y la respuesta obvia es no. El cerebro también es físico, y actúa como sala de máquinas del resto del cuerpo. Diversos estudios científicos indican que los ajedrecistas utilizan mucho algunas partes del cerebro poco ejercitadas por el resto de la gente, y también que usan intensamente ambos hemisferios a la vez, de forma coordinada.

Buena parte de lo explicado en los párrafos anteriores sirve para afirmar que el mus o el dominó están a años luz del ajedrez para reivindicar su entrada en los JJ OO. Conviene subrayar una cuestión pragmática, señalada por Samaranch: el ajedrez está organizado como un deporte incluso en los países que no lo han reconocido todavía oficialmente como tal (sobre todo, algunos anglosajones); cambiar eso provocaría serios problemas en cuanto a subvenciones de dinero público y ubicación en los medios de comunicación. Por ejemplo, si yo ofreciese un reportaje sobre ajedrez y cine (o literatura) a la sección de Cultura de EL PAÍS tendría pleno sentido porque hay muchas películas y novelas sobre ajedrez. Pero si fuera sobre la Olimpiada de Ajedrez de Budapest, la respuesta sería: “No, eso es para Deportes”.

Y está el argumento histórico. Muy pocas actividades humanas —y menos aún deportivas, excepto el maratón— tienen más de 1.500 años de historia documentada. El ajedrez nació probablemente en algún lugar cercano a la actual India antes del siglo VI, y los musulmanes lo trajeron en el VIII a España, donde se creó el ajedrez moderno (prácticamente con las reglas actuales) a finales del XV; se extendió de inmediato por América y buena parte de lo que hoy es la UE. El primer campeón del mundo oficioso, en el XVI, fue el clérigo español Ruy López de Segura, patrocinado por Felipe II.

Dos jugadores murieron durante la Olimpiada de Ajedrez de Tromso (Noruega) de 2014. Kurt Meier (Seychelles, 67 años) por infarto en plena partida. El uzbeko Anisher Anarkúlov, de 46, en su habitación “por causas naturales”, según la policía. Los análisis demostraron que sus arterias coronarias no eran apropiadas para la alta competición, que consiste en llevar el cuerpo y la mente al límite. Todo ajedrecista de élite ha sufrido eso en propia carne.


Sobran pruebas y faltan deportes con poética olímpica

Paco Cerdà

Comencé los Juegos comprándome un libro de cuatro mil páginas: Le siècle olympique, una maravillosa locura donde Pierre Lagrue reconstruye el día a día de todos los Juegos de la Historia. En sus páginas laten las vidas y milagros de los santos laicos de este siglo: los deportistas. Por ejemplo, Alain Mimoun. Siempre vio las suelas del gran Emil Zátopek delante de sus narices. Fue plata en Londres 1948 y logró dos platas en Helsinki 1952: siempre por detrás de Zátopek. Pero en Melbourne 1956 pasó lo inesperado. La noche anterior al maratón, Mimoun recibió una llamada: había nacido su hija Olimpia. Ese caluroso sábado corrió como nunca y ganó. Zátopek, que llegó sexto, se descubrió ante él y abrazó a su eterno poulidor. Es una historia preciosa. Contiene el peso de la tradición, el aura del maratón: la pureza de un humano persiguiendo el horizonte y sus límites. ¿Puede levantar esa poesía el breakdance?

Los primeros Juegos de Atenas 1896 empezaron con nueve deportes: atletismo, ciclismo, esgrima, gimnasia, tiro deportivo, natación, tenis, halterofilia y lucha grecorromana. Entre todos sumaban 43 pruebas. Citius, altius, fortius. Ahí estaba la esencia olímpica: correr, saltar, lanzar, levantar, tumbar, nadar, tirar, pedalear, y conectar con la Antigüedad.

Pero los Juegos comenzaron a crecer de una forma desigual. En la segunda edición ya había 19 deportes y se llegó con 21 hasta Los Ángeles 1984. Fue ahí, con el muro de Berlín resquebrajado y el capitalismo ganando el oro mundial sin control antidopaje, cuando todo se disparó. En París hay 32 disciplinas. Pero en el número de deportes no está la gran transformación. Criticar a los monopatines o a la danza urbana es lo fácil. Solo un espejismo.

La verdadera mutación atañe al número de competiciones. Aquellas 43 pruebas de Atenas 1896 pronto se doblaron. En 1908 se superaron las 100. En Roma 1960 se rebasaron las 150. En Moscú 1980 se saltaron las 200. Solo veinte años después se produjo el gran salto: 300 pruebas en Sídney 2000. Así pues, aunque parezca lo contrario, el aumento ha sido tenue en este siglo: 300 competiciones en Sídney, 301 en Atenas, 302 en Beijing, 302 en Londres, 306 en Río, 324 en Tokio y 329 en París. En estos Juegos hay 10.500 atletas y más de mil medallas en juego. Pero algunas son de pruebas por equipos. Así, en los Juegos de Tokio, 2.175 atletas ganaron medalla. Una medalla por cada cinco atletas no parece la media de la excelencia.

Tras los datos vienen las preguntas. ¿Tiene sentido que el ciclismo olímpico compita en pista, en ruta, en montaña y en cross hasta llegar a las 22 pruebas? ¿Es proporcional que 91 pruebas —el 28 % del total— se disputen en el agua? ¿Es sensato que la natación se subdivida en libres, braza, espalda, mariposa, estilos, aguas abiertas, relevos, 50 metros, 100, 200, 400, 800, 1.500, 10 kilómetros, relevos, mixto y así hasta repartir 111 medallas? ¿Es pertinente que el piragüismo tenga 16 pruebas, el remo 14 y la vela 10? ¿Es lógico que los saltos acuáticos tengan ocho pruebas, como si sumáramos todas las de balonmano, hockey, waterpolo o voleibol? Parece indiscutible que el atletismo alcance las 48 competiciones: es el origen olímpico. Más cuestionable es que el combate reúna 66 pruebas entre lucha (18), judo (15), boxeo (13), esgrima (12) y taekwondo (8). Porque lo que sobran son pruebas, más que deportes.

Uno preferiría ver incluso más deportes alineados con el espíritu olímpico y su poética. Por ejemplo la pelota a mano en frontón, que ya fue olímpica; por ejemplo el alpinismo, con montañistas ascendiendo cumbres, como quiso el barón de Coubertin; por ejemplo algunos juegos populares que fueron olímpicos, como el tira y afloja con una cuerda. Para ello deberían reducirse pruebas. Y si el COI no lo hace, que al menos no nos dé gato por liebre con baloncesto 3x3, ni descafeinado de sobre con fútbol amateur. Que los Juegos coronen a los mejores. Al mejor corriendo, luchando, nadando, saltando; no a los dos mil mejores en cada microespecialidad.

De todos modos, la poética del olimpismo no solo brilla en los mejores. También late en la tragedia de Carolina Marín. También en la derrota sin final feliz de Rafa Nadal. También en la evocadora historia de Mimoun: sin sus amargas platas, nadie recordaría su oro.



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