Una educación sentimental

La cultura es un organismo vivo y en evolución, y no debemos ser conservadores al juzgar los gustos del presente, pues es muy probable que lo hagamos desde nuestros prejuicios del pasado

martín elfman

Lo he contado otras veces pero, como las buenas historias (al menos para mí lo es), creo que merece volver a hacerlo, porque fue algo demasiado transcendente que, de manera muy precisa, marcaría el inicio de una educación sentimental.

Ocurrió una noche de 1964, cuando yo andaba por mis nueve años y un pariente mío se apareció en mi casa acompañado por un amigo porque nuestro viejo tocadiscos familiar todavía funcionaba. Y, en la Cuba de ese entonces, en la que hacía años no se vendía ese ni creo que ningún otro equipo eléctrico doméstico, tener un televisor que se viera o un tocadiscos ...

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Lo he contado otras veces pero, como las buenas historias (al menos para mí lo es), creo que merece volver a hacerlo, porque fue algo demasiado transcendente que, de manera muy precisa, marcaría el inicio de una educación sentimental.

Ocurrió una noche de 1964, cuando yo andaba por mis nueve años y un pariente mío se apareció en mi casa acompañado por un amigo porque nuestro viejo tocadiscos familiar todavía funcionaba. Y, en la Cuba de ese entonces, en la que hacía años no se vendía ese ni creo que ningún otro equipo eléctrico doméstico, tener un televisor que se viera o un tocadiscos que funcionara era poseer un tesoro.

Mi primo y su amigo me distinguieron esa noche con el privilegio de asistir a un milagro: porque querían probar una “placa” antes de pagar por ella la fortuna que supongo les pedían. Una placa, necesario resulta explicarlo, era una circunferencia de cartón, del tamaño de los discos de 78 rpm, sobre la cual se adhería una lámina magnetizada en la cual, por alquímicos procedimientos, podía grabarse música. No me pregunten cómo, el caso es que aquello funcionaba. Y la placa de marras contenía, recién llegadas a Cuba, dos canciones de unos muchachos ingleses que estaban revolviendo el mundo. Esos cuatro jóvenes habían formado una agrupación llamada The Beatles y la placa traía estampados dos de sus más recientes éxitos: A Hard Day’s Night y And I Love Her.

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Esa noche, mientras escuchábamos esas canciones, yo estaba sufriendo una de mis conmociones más memorables. Una verdadera epifanía. Porque esa música se convirtió no solo en una muesca en mi sensibilidad, sino y sobre todo, en una adquisición indeleble pues me estaba creando una adición de la que ya nunca me recuperaría.

Fue también por esos años cuando había comenzado a bosquejar mis gustos literarios. Era aquel tiempo en que perdíamos la virginidad intelectual leyendo novelas de Julio Verne y Emilio Salgari. Sin embargo fue cuando leí El Conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, y sufrí cada uno de los avatares de sus personajes, el momento en que descubrí el poder de seducción y manipulación de la buena literatura.

En ese mismo país y época en que muchas veces accedíamos a músicas y libros por caminos alternativos, con mis amigos del barrio solíamos irnos a los cines habaneros y, sin tener una idea definida del privilegio de que éramos beneficiarios, pudimos ver las películas de directores como François Truffaut, Luchino Visconti, Akira Kurosawa, Andrzej Wajda, Stanley Kubrick, Carlos Saura o Federico Fellini, e incorporamos a nuestras posesiones las historias del Gatopardo, de Rocco y sus hermanos, del perverso pero simpático Ripley de A pleno sol.

Crecíamos, ya éramos casi adultos cuando pudimos vivir el momento no menos iluminador en que, como una explosión con ruido y todo (¡boom!), casi por mandato generacional debimos leer a unos escritores que se pusieron de moda, porque el riesgo de no hacerlo era que podías perder referencias, ser excluido de las conversaciones. Y nos hicimos fieles lectores de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, y de Guillermo Cabrera Infante, que añadía el morbo de que debíamos leer su obra con la portada forrada para ocultar que se trataba Tres tristes tigres. Y sacábamos esos libros, creo, de debajo de las piedras, quizás de las mismas de las que extraíamos los casetes de esa música salsa que no se radiaba en Cuba y que nos ponían a bailar, mientras aprendíamos las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y las interpretaciones de un Joan Manuel Serrat que llevó a leer a Antonio Machado… Y con aquella banda sonora, esas imágenes en movimiento, esos libros, nos hicimos adultos y dueños de unas preferencias artísticas que nos confirieron una privilegiada educación sentimental.

Cada época, se sabe, tiene la expresión cultural que le corresponde. Y la que a mi generación le tocó en suerte en sus años formativos sucedió en aquel tiempo en el cual aún ni se soñaba con que existirían ordenadores personales y teléfonos móviles ni medios de comunicación e información como internet, el correo electrónico o las redes sociales. La revolución tecnológica que se comienza a vivir unos años más tarde, ese salto mortal que significó el paso a la era digital, seguramente ha sido una de las más grandes revoluciones sociales y culturales que ha vivido la humanidad. El acceso a la información y al consumo artístico se abarata y democratiza, se multiplican las vías de acceso al conocimiento y disfrute estético, y los jóvenes que crecen en el siglo XXI podrían considerarse mucho más privilegiados que aquellos con posibilidades tan rudimentarias como las que tuvimos los de mi tiempo formativo.

Pero algo ha pasado en las sociedades, o algo se ha hecho que suceda en ellas y ese proceso mucho está teniendo que ver con la educación sentimental que van recibiendo quienes hoy viven la plenitud de la adolescencia y la juventud. Para empezar, los referentes han cambiado y, por ejemplo, muchos de los best sellers que leen vienen firmados por influencers o youtubers reciclables.

Y, bueno, ya se sabe que la cultura es un organismo vivo, que evoluciona, y no debemos ser conservadores al juzgar las preferencias del presente, pues es probable que lo hagamos desde nuestros prejuicios de seres llegados del pasado. Admitamos que hoy, como reflejo de los tiempos, los más jóvenes habitantes de nuestros entornos pueden preferir modalidades musicales como el reguetón o el dembow adoptado por músicos hispanos del Caribe, y que son cultivados por megaestrellas como Bad Bunny, Karol G., Yailín la Más Viral, o la dominicana Tokischa.

Esa angelical Tokischa—ella asegura que su nombre significa “un ángel caído del cielo”—, estrella rutilante del dembow, ha tenido éxitos notables con piezas como Delincuente, que interpreta junto a sus colegas Anuel AA y Ñengo Flow, una creación cuyo vídeo alcanzó cerca de 100 millones de visualizaciones y en el cual los artistas entregan toda una visión del mundo. La canción, melódicamente elemental como corresponde al género, atraviesa lo soez para asomarse al porno, verbalmente expresado e ilustrado con imágenes escatológicas y sexistas de nalgas y pelvis en movimientos que llegan a parecer más zoológicos que humanos, mientras se enfoca a alguien defecando. Tan explícita en sus mensajes es Delincuente, como la colaboración entre la muy famosa Rosalía y Tokischa, el superéxito Linda, en que una de ellas afirma que llega tarde a la cita amorosa homo pues estaba teniendo sexo (dicho con otras palabras) con otra amante voraz… Lo más llamativo de las presentaciones de varios de estos artistas es que su trabajo tiene el soporte de grandes consorcios del espectáculo y los negocios. O sea, que de su origen de “urbano” e inconforme, ya no suele quedar ni el recuerdo. El dembow y sus parientes hoy forman parte del mainstream cultural.

Ya se sabe que las fiebres juveniles pueden tener expresiones extremas. Pero también que las trazas de una educación sentimental marcan, mucho, el destino de las personas. Y si manifestaciones como el dembow es un reflejo del arte en boga de este tiempo (en realidad es una consecuencia de determinadas causas), pues voy a rescatar mi viejo tocadiscos para escuchar por enésima vez A Hard Day’s Night.

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