La ultraderecha que llevo dentro

Si el sueño europeo resultó contagioso en un país tantos años encerrado sobre sí mismo, también puede resultarlo la pesadilla que ya afecta a otras naciones

La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, votaba el sábado en Roma.Yara Nardi (REUTERS)

Lo encontré por casualidad en esa gran oficina de tiempos perdidos que son las redes sociales y en especial X, la antigua Twitter. Se trata de un vídeo de apenas 50 segundos publicado por el diario Ouest-France (editado en Rennes, la capital de Bretaña) y rescatado para la Red por el tuitero Fabián Pérez. Lo tuve que ver un par de veces o tres hasta asegurarme de que no se trataba de una de esas diabluras infantiles de la inteligencia artificial, ni de las escenas cortadas de una película de humor. En la secuencia —sin cortes, grabada seguramente con un teléfono móvil— se ve a un grupo de paracaidistas británicos que acaban de participar en la conmemoración del 80º aniversario del desembarco de Normandía. Ya han recogido los bártulos después del salto y se dirigen hacia unas mesas portátiles instaladas en medio de la campiña, donde agentes de aduanas franceses en mangas de camisa supervisan, auxiliados por ordenadores portátiles, los pasaportes de las tropas de Su Graciosa Majestad.

—Son las cosas del Brexit —apunta el tuitero.

La tarde de elecciones discurre lánguidamente entre la apatía de los votantes españoles y los malos augurios que anticipaban los sondeos que iban llegando de Europa: “Los ultras, segunda fuerza en Alemania y primera en Austria”. Llama la atención esa desgana del electorado, como si la Unión Europea fuera cosa de otros, como si lo que allí se discute no afectara directamente a nuestra vida, como si los logros conseguidos no pudieran venirse abajo. Y resulta aún más alarmante la forma en que los partidos españoles —unos más y otros menos, pero al fin y al cabo todos, por iniciativa o por contagio— han contribuido a esa apatía convirtiendo de nuevo una campaña electoral en un cruce de eslóganes y descalificaciones, sin detenerse a discutir de lo verdaderamente importante. ¿Quién se acuerda de lo que piensan el PSOE o el PP sobre tal o cual asunto? ¿A quién le ha seducido verdaderamente una idea, una propuesta, un proyecto?

—Su pasaporte, por favor.

El vídeo de los paracaidistas británicos entregando su documentación a los aduaneros franceses es, si se quiere, una anécdota simpática, pero también —basta observar la borrasca que se cierne sobre Alemania y Austria, también sobre Francia— una advertencia. Ningún logro es eterno, y si remontarse al Día D puede ser una exageración, traer a colación el Brexit no lo es tanto. Hay una buena parte de la izquierda tan preocupada por el auge de la ultraderecha que parece más pendiente de garantizar su propia supervivencia a corto plazo que de anclarla en sus valores. Y, enfrente, una derecha tan preocupada por la ultraderecha que se está mimetizando con ella hasta hacerse casi indistinguible. Si el sueño europeo resultó contagioso en un país tantos años encerrado sobre sí mismo, también puede resultarlo la pesadilla que ya afecta a otras naciones. Ahí están si no las declaraciones de Alberto Núñez Feijóo quitándole hierro a la amenaza que supone Giorgia Meloni, alumna aventajada de Silvio Berlusconi. Por eso, no está de más recordar aquello que el artista Giorgio Gaber dijo sobre el efecto que había tenido en una generación entera de italianos la política tramposa y marrullera de Il Cavaliere: “No tengo miedo de Berlusconi en sí; tengo miedo del Berlusconi que llevo dentro”.

La ultraderecha ya no es una amenaza en Europa, sino una realidad, y el ejemplo italiano nos dice que nadie está a salvo de interiorizar —y de exteriorizar—ciertas maneras de actuar que creíamos superadas.



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