La relevancia del 9-J
La importancia de las elecciones europeas obliga a España a no permanecer aislada o indiferente de los temas que marcan la agenda de la UE
El próximo 9 de junio se celebran las elecciones al Parlamento Europeo, en un momento muy delicado para todos los ciudadanos de la UE. Los españoles no somos una excepción. Los electores y los partidos cometerían un error si no prestan la atención debida a lo que está en juego y a las consecuencias que puedan derivarse de los resultados. La política española no puede minusvalorar cuestiones tan relevantes como las que se dilucidan. Hay que hacer un esfuerzo para dejar a un lado querellas internas y concentrarse...
El próximo 9 de junio se celebran las elecciones al Parlamento Europeo, en un momento muy delicado para todos los ciudadanos de la UE. Los españoles no somos una excepción. Los electores y los partidos cometerían un error si no prestan la atención debida a lo que está en juego y a las consecuencias que puedan derivarse de los resultados. La política española no puede minusvalorar cuestiones tan relevantes como las que se dilucidan. Hay que hacer un esfuerzo para dejar a un lado querellas internas y concentrarse en los temas que marcan hoy la agenda de la UE. Nuestro país no puede permanecer aislado o indiferente.
La guerra de Ucrania y la situación de Gaza ofrecen diariamente motivos de seria preocupación, que remueven nuestra conciencia y ponen en riesgo nuestra seguridad. Las dificultades económicas siguen estando presentes, aunque estamos dominando la inflación y el crecimiento económico vuelve, incluso en Alemania. Decisiones muy importantes para Europa siguen pendientes: la UE ha de impulsar avances en materia de defensa, el Pacto Verde requiere nuevos impulsos políticos frente a las reticencias observadas recientemente, el mercado único alberga en su seno barreras y, como señala el exprimer ministro italiano Enrico Letta en su informe sobre competitividad, muestra carencias evidentes. En junio, el expresidente de la Comisión Mario Draghi añadirá las que se presentan en otros aspectos de nuestra competitividad, que nos sitúan por detrás de Estados Unidos y China. Hemos comprometido una nueva ampliación de la UE hacia Ucrania y otros países vecinos del Este, que permita su incorporación a un espacio político y socioeconómico común y que a su vez proteja nuestra seguridad colectiva, bajo las amenazas de un Vladímir Putin agresivo, del auge de populismos reaccionarios dentro de nuestras fronteras, y de una posible victoria de Donald Trump en noviembre en Estados Unidos.
Los retos tienen una enorme envergadura: seguridad, crecimiento económico, competitividad, pacto verde, inmigración, ampliación, fortalecimiento de la democracia... ¿Puede la UE, tras las elecciones, acometer todas esas políticas con perspectivas de éxito? Emmanuel Macron ha pronunciado recientemente augurios pesimistas y sus temores tienen fundamento, pero las raíces que sustentan el proyecto europeo son muy profundas. Lo hemos visto en la manera en que la UE ha superado las peores consecuencias de la crisis económica y financiera de 2008 a 2013, el Brexit en 2016, la pandemia de la covid en 2020-2021 y la inflación alimentada por el aumento de los precios energéticos. También en su actitud firme ante la guerra de Ucrania.
La cohesión mostrada por la UE ante estas crisis invita al optimismo. Pero hemos de reforzar nuestra determinación, sin flaquear ante el mantenimiento de nuestros grandes objetivos comunes ni negar la complejidad de los desafíos. Los valores y principios en los que se apoya el proyecto europeo están siendo sometidos a una dura prueba, mientras que la fortaleza de los líderes europeos y su capacidad de reacción es bastante mejorable.
Si los sondeos de opinión aciertan, la extrema derecha va a aumentar sus votos en las elecciones al Parlamento Europeo del 9-J: alrededor de uno de cada cinco diputados entre los 720 que se sientan en el hemiciclo de Estrasburgo podrían pertenecer a cualquiera de los dos grupos que se sitúan en ese espacio: los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR), al que pertenecen Santiago Abascal, Jarosław Kaczyński, Georgia Meloni, Eric Zemmour y quizás algún día Viktor Orbán, o a Identidad y Democracia (ID), cuyos líderes son Marine Le Pen, los extremistas alemanes de AfD, Matteo Salvini y Geert Wilders. Aunque difieran entre sí en determinados aspectos, ninguno de ellos está comprometido seriamente con el proyecto europeo, aunque algunos traten de ocultarlo. Eso sí, sus miembros están unidos por ideas profundamente reaccionarias que chocan frontalmente con los valores y convicciones que sostienen el proyecto de integración.
La candidata del Partido Popular Europeo (PPE) Ursula Von der Leyen, que aspira a permanecer en la presidencia de la Comisión, ha dejado entrever en un debate que podría pactar con ECR a cambio de recibir apoyo para su investidura. El candidato de los socialdemócratas, Nicolas Schmit, reaccionó inmediatamente, en ese mismo debate, cuestionando en ese caso su acuerdo con Von der Leyen. Si la alianza en la que siempre se ha sustentado la integración europea se quebrase por la falta de entendimiento entre los europeístas a uno y otro lado del espectro político, no solo quedaría en el aire a corto plazo la elección de la presidencia de la Comisión —que requiere su investidura en Estrasburgo— sino que el próximo Parlamento sería enormemente inestable con independencia de quien ocupase la presidencia de la Comisión.
Precisamente, lo que la UE necesita a partir de la elección de sus nuevos responsables al mando de las instituciones para los próximos años es más estabilidad, tanto en el Parlamento —que hasta ahora ha dispuesto de una confortable mayoría proeuropea— como en la composición de la Comisión y del Consejo. Unos líderes europeos sin acuerdos sólidos entre sus respectivas familias políticas transmitirían mucha zozobra al conjunto de la opinión pública, aumentando el riesgo de polarización y haciendo muy difícil el diseño de una visión estratégica y deteriorando los niveles de confianza entre ellos a la altura de las difíciles decisiones que estarán encima de la mesa.
Por eso, la relevancia de la consulta del 9-J es considerable. Quien sea investido por el próximo Parlamento para presidir la Comisión, ya sea Von der Leyen u otro candidato, no solo deberá superar ese voto inicial, sino que a partir de ese momento habrá de lograr el respaldo político de una sólida mayoría proeuropea, emanada de las urnas, que respalde unas orientaciones estratégicas y prioridades políticas de la UE, como la condición necesaria para el éxito de Europa en los próximos años.
La situación previsible del Consejo Europeo y de los líderes nacionales que lo componen van a requerir de un sólido contrapunto. Emmanuel Macron y Olaf Scholz mantienen una posición política frágil en sus países, y su relación bilateral dista de ser cálida. Sus discrepancias en temas geoestratégicos, energéticos o fiscales les resta liderazgo ante los demás países europeos y les debilita en su imagen exterior. Italia y Hungría despiertan recelos por el color político de sus gobiernos. Y las diferencias nacionales en cuanto a la percepción de inseguridad no genera demandas de priorización del gasto militar de la misma intensidad en los países más occidentales del continente que en Polonia o en los países bálticos. Por eso, las voces del Parlamento y la Comisión deberían escucharse ahora con más fuerza, para ahormar posiciones y facilitar la toma de decisiones del conjunto de los Veintisiete. La fractura de las alianzas proeuropeas sería por ello un enorme error, con el riego de abonar el terreno de los populismos de extrema derecha.
En España, mientras tanto, abordamos estas elecciones con un nivel de polarización elevado, y con un agrio debate público alejado de los asuntos que están realmente en juego a escala europea. Estamos acostumbrados en ocasiones anteriores a convertir las campañas de elecciones europeas en terreno propicio para ahondar en debates españoles. No podemos repetir esas malas prácticas, y menos en los tiempos que vivimos. Los asuntos que se van a dirimir en Europa en estos años son muy relevantes para los españoles, ciudadanos de una Europa que es, de modo cada vez más evidente, el marco idóneo para resolver nuestros problemas. El cambio climático, la inmigración, la seguridad de nuestro flanco sur, y el futuro mancomunado o no de la financiación de las inversiones necesarias para las transiciones energética y digitales, nos afectan mucho. Y de cómo los abordemos va a depender nuestro futuro.