Pedro Sánchez nunca fue el objetivo

La actuación del jefe del Ejecutivo lanza un aviso sobre la necesidad de tener un partido y un Gobierno menos presidencialistas

La comparecencia de Pedro Sánchez, en las televisiones de un comercio en Barcelona. Foto: Albert Gea (REUTERS) | Vídeo: EPV

Pedro Sánchez nunca fue el objetivo. La campaña de deslegitimación que lleva años sacudiendo al presidente del Gobierno no ha tenido otro propósito que quebrar a la persona, a sabiendas de que ir carcomiendo al ser humano podía ser el único camino para acabar destrozando su proyecto político. Jamás le perdonarán ...

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Pedro Sánchez nunca fue el objetivo. La campaña de deslegitimación que lleva años sacudiendo al presidente del Gobierno no ha tenido otro propósito que quebrar a la persona, a sabiendas de que ir carcomiendo al ser humano podía ser el único camino para acabar destrozando su proyecto político. Jamás le perdonarán sus pactos con Podemos y los independentistas. Pero ser un verso libre también tiene sus riesgos, máxime cuando los proyectos son tan presidencialistas.

Sánchez reventó una regla no escrita, que desde 2015 se extendió desde la vieja guardia del PSOE hasta la derecha, de que no se puede pactar con los llamados “enemigos de España”. No casualmente, dimitió como secretario general y Mariano Rajoy acabó gobernando porque España no estaba preparada, tras la implosión del bipartidismo, para algo que no pasase por algún entendimiento entre el Partido Popular y el PSOE. En definitiva, toda la animadversión que ha recaído sobre el presidente deriva de que se atrevió a configurar mayorías alternativas, con Pablo Iglesias, ERC, Carles Puigdemont o Bildu.

Sin embargo, que el proyecto haya sido tan propio o genuino, pivotando sobre la voluntad de un Sánchez a contracorriente todo el tiempo, ha supuesto a la vez la virtud y el talón de Aquiles para intentar destruirlo. Sus adversarios se dieron cuenta de que, si esto iba de una persona, era posible hacer caer la obra entera mediante la deshumanización y el todo vale contra él o su familia. Si el presidente se hubiera marchado este lunes, el resultado hubiese sido una izquierda a la deriva, un partido sin recambio y la dificultad de encontrar otra una figura que aunara desde el independentismo catalán y el vasco hasta la izquierda alternativa para culminar la amnistía o las políticas progresistas. Es decir, lo que sus adversarios más desearían.

El episodio de la reflexión lanza un aviso sobre la necesidad de los contrapesos en la política: un partido y un Gobierno menos presidencialistas. Algunos han criticado que Sánchez se haya tomado cinco días para aclararse y no van desencaminados: poner a la persona emocionalmente en jaque ha dejado a un país entero en suspense por el agujero que hubiese causado su renuncia. De un lado, por lo mucho que temían ERC o Carles Puigdemont quedarse sin amnistía, o Sumar y Podemos que les llevase a elecciones —quizás el toque ayude a una gobernabilidad más fluida—. Del otro, porque si Sánchez hubiese decidido emprender cualquier reforma o presentar una cuestión de confianza, sus ministros —que nada sabían— tendrían que haber salido a defenderla aun sin haber sido partícipes de la decisión.

Por ello, el caso invita a reflexionar sobre el impacto de ciertas prácticas mediáticas o judiciales en democracia, y a solidarizarse, aunque ello tampoco lleve a creer que nadie es intocable. Existe una vía intermedia entre hablar de “golpismo” o secundar acríticamente a cualquier líder. Pero la única forma de mitigar que Sánchez siga siendo el blanco para destrozar su proyecto político, el verdadero objetivo, pasa también porque ello no pivote únicamente sobre una sola persona, en el PSOE y en el Ejecutivo.

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