¿Seguro que tus pensamientos son privados?
Nuestros representantes públicos van a experimentar una explicación solvente de los riesgos reales que la tecnología del cerebro plantea ahora mismo para nuestras sociedades
La ciencia de leer la mente va a llegar al Parlamento español. No, no es que el doctor Moreau vaya a implantar chips en los diputados para saber lo que van a votar, a qué partido se van a fugar ni cuál de ellos se va a equivocar con el dedito mientras está pensando en otra cosa. Verás, eso no estaría ni tan mal, y quizá acabe llegando en algún futuro distópico, pero todavía no estamos ahí. Lo que nuestros representantes públi...
La ciencia de leer la mente va a llegar al Parlamento español. No, no es que el doctor Moreau vaya a implantar chips en los diputados para saber lo que van a votar, a qué partido se van a fugar ni cuál de ellos se va a equivocar con el dedito mientras está pensando en otra cosa. Verás, eso no estaría ni tan mal, y quizá acabe llegando en algún futuro distópico, pero todavía no estamos ahí. Lo que nuestros representantes públicos van a experimentar, en caso de que asistan a la sesión, es una explicación solvente de los riesgos reales que la tecnología del cerebro plantea ahora mismo para nuestras sociedades. El ponente, Rafael Yuste, es un neurocientífico de primera línea que ya ha convencido a los legisladores de Chile, Brasil y Estados Unidos. Señorías, habrá que escuchar con atención sus argumentos.
Pensar algo no es delito ni en la dictadura más sanguinaria que podamos imaginar. Decir algo tampoco suele serlo en una democracia, salvo en casos extremos de odio o difamación, cuando te puede costar un multazo o una temporada a la sombra. Pero el mero pensamiento es inimputable, en el sentido jurídico de que no hay nada que imputarle. “You are innocent when you dream”, cantaba Tom Waits, eres inocente cuando sueñas. ¿Pero lo eres de verdad?
En las parejas tradicionales, el mero hecho de desear a otra persona suele generar mal rollo. Si una aspirante a un empleo piensa quedarse embarazada, lo mejor es que su empleador no lo sepa, porque lo más probable es que no la contrate así tenga un premio Nobel. El empleador, por cierto, tampoco querría que su intención de discriminar a la candidata se pudiera leer en su cerebro.
La razón de que todos estemos tan seguros de que nuestros pensamientos son privados es en realidad un error filosófico que llevamos puesto de serie: el dualismo, el mito de que la mente es una cosa distinta del cerebro. El culpable más famoso es Descartes, aunque lo único que hizo el pobre fue codificar un automatismo atávico que todos padecemos. Por desgracia para el chauvinismo sagrado de nuestra especie, la mente es el cerebro. Cuando piensas, sientes, recuerdas, planeas o lamentas algo, es porque el prodigio neuronal que llevas puesto en el cráneo se activa y reconfigura. No hay alma, no hay magma informe, no hay nada más. Sé que esta es una idea perturbadora, pero no está escrito en las estrellas que la realidad deba adaptarse a nuestros prejuicios.
La consecuencia inmediata de lo anterior es que tu alma se puede leer desde fuera de tu cráneo. Si estás pensando engañarme, yo lo puedo saber sin más que registrar la actividad de tu corteza cerebral. Lo mismo vale si estás planeando difamarme, robar mis ideas, aprovecharte de mis sentimientos o darme un garrotazo en la cabeza. La privacidad de tus pensamientos no es un fenómeno fundamental, sino una mera consecuencia de nuestra limitación tecnológica. Nada más que un problema técnico. Y ese problema técnico se está disipando a gran velocidad.
Hasta ahora, la privacidad del pensamiento ha estado garantizada por la imposibilidad de leerlo. Ahora tendremos que protegerla con leyes. Ese es el punto que Yuste hará en la Carrera de San Jerónimo.
Otra cuestión es si realmente queremos que nuestros pensamientos sean privados. Yo, por poner un ejemplo tonto, estaría encantado de que un neurólogo me explicara lo que estoy pensando, por muy inconfesable que sea. Tal vez la privacidad mental solo les preocupe a los delincuentes y a los adúlteros. Al fin y al cabo, los novelistas se ganan la vida desnudando su mente.