La Constitución ante el espejo del tiempo

El edificio que armó hace 45 años la Ley Fundamental resiste, pero con grietas cada vez más preocupantes. Obviar la necesidad de su actualización ante la incapacidad de los actores políticos para acometerla terminará restándole vigor

EVA VÁZQUEZ

Cumplir años brinda una excelente ocasión para hacer balance de la propia trayectoria existencial, señalando aciertos, reconociendo fracasos y, sobre todo, afrontando el devenir futuro con espíritu de superación. Nuestra Constitución, que alcanza hoy 45 años de vida, también se somete a este ejercicio de evaluación y lo hace en un ambiente no especialmente propicio para la celebración festiva. ...

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Cumplir años brinda una excelente ocasión para hacer balance de la propia trayectoria existencial, señalando aciertos, reconociendo fracasos y, sobre todo, afrontando el devenir futuro con espíritu de superación. Nuestra Constitución, que alcanza hoy 45 años de vida, también se somete a este ejercicio de evaluación y lo hace en un ambiente no especialmente propicio para la celebración festiva. Vivimos momentos políticamente atribulados que proyectan importantes sombras sobre nuestra Norma Suprema, que es fundamento del Estado y a la que están sometidos tanto los poderes públicos como la ciudadanía.

Lejos ha quedado la etapa inicial de la Constitución, alumbrada en 1978 como plasmación de la voluntad inmensamente mayoritaria de la sociedad española a favor de instaurar un Estado social y democrático de derecho en el que el reconocimiento de los derechos fundamentales asumía un rol protagonista y la afirmación de la soberanía popular, un valor esencial. Una Constitución fruto del esforzado consenso entre unos actores políticos situados en posturas ideológicas antagónicas, que sentó las bases para el desarrollo de un Estado plenamente homologado a nuestros vecinos europeos y que, llegado el momento, permitió la integración en las (entonces) comunidades europeas. Venía al mundo nuestra Constitución en el contexto de una España llamada a liberarse del pesado lastre de la dictadura y a implantar un sólido sistema de libertades. Fue especialmente fértil la etapa de construcción de una democracia solvente, y para ello el progresivo desarrollo legislativo de las previsiones constitucionales resultó determinante (ley del divorcio, despenalización del aborto, aprobación del Estatuto de los Trabajadores, etcétera). No menos esencial en esta fase de despegue resultó la preciosa contribución prestada por el Tribunal Constitucional que, integrado entonces por juristas de indiscutible prestigio profesional y plenamente comprometidos con la preservación de la Norma Suprema, adoptó una serie de resoluciones que hoy todavía siguen siendo referentes para nuestro constitucionalismo (la comprensión del concepto de contenido esencial de los derechos fundamentales, la afirmación de su eficacia directa, la inconstitucionalidad de la LOAPA).

Con el paulatino asentamiento del régimen de libertades y los correspondientes avances democráticos, la idea mítica —cuasi sagrada— de Constitución empezó a difuminarse. En su lugar, progresivamente, se abrió paso una percepción “normalizada” de la misma, interiorizándose como elemento basilar del sistema. Y, como sucede en las relaciones humanas, de la magia de los momentos iniciales en los que el descubrimiento de lo nuevo aporta un impulso de entusiasmo la Constitución vino a instalarse en la cotidianeidad del día a día. Una etapa de consolidación, desde luego no exenta de conflictos y controversias, en la que, integrados en Europa y en pleno proceso de modernización y desarrollo económico, nuestra joven cultura constitucional alcanzaba una cierta madurez.

Con el advenimiento del siglo XXI, sin embargo, las transformaciones de la realidad trajeron consigo sustanciales novedades de muy diversa índole. En el ámbito del estatus de ciudadanía se situaron en primer término las reivindicaciones de la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad de orientación sexual o la integración de las personas inmigrantes, cuyo número creció exponencialmente en España. En la esfera territorial, las demandas de mayores cuotas de autogobierno e, incluso, de superación del Estado autonómico procedentes de Euskadi, primero, y de Cataluña, después, plantearon un directo desafío al orden constitucional todavía pendiente de resolución. Todo ello en un contexto en el que los significativos avances del proceso de integración europea dejaban sentir sus efectos sobre las funciones constitucionalmente atribuidas a los poderes públicos, redefiniendo y modulando su efectiva comprensión. Por su parte, la profunda crisis económico-financiera originada a partir de 2008 supuso un duro trance para la viabilidad del Estado social, que tuvo que lidiar con la amarga receta europea de la estabilidad presupuestaria y los consiguientes recortes en políticas públicas esenciales (sanidad y educación, especialmente). El rechazo manifestado por una buena parte de la ciudadanía en esta etapa alcanzó cotas inéditas, lo que puso de manifiesto actitudes de profunda indignación y desafección institucional. Más recientemente, la gestión de la crisis causada por la pandemia añadió un nuevo y relevante elemento de tensión sobre el entramado constitucional.

En este escenario de profundos cambios estructurales y creciente descontento social es donde se perciben importantes señales de fatiga de materiales en la Norma Suprema que requieren una necesaria operación de puesta a punto. Porque, a pesar de que el contenido de las constituciones contemporáneas se muestra “abierto al tiempo”, gracias a la incorporación de cláusulas indeterminadas dotadas de una apreciable capacidad para adaptarse a las transformaciones que experimenta la realidad, lo cierto es que, cuando aquellas no encuentran acomodación en el texto constitucional el cambio se impone irremisiblemente. Llega entonces el momento de activar la reforma, esa válvula de seguridad para encauzar el necesario proceso de reajuste y actualización del contrato social originario que forjó la Constitución y que, a la postre, garantiza su supervivencia. Esta es la pauta habitual en los países de nuestro entorno y es precisamente la que no se sigue en España, donde existe una suerte de tabú al respecto. Si se dejan al margen las dos reformas realizadas por imperativo europeo (en 1992 y en 2011), la Constitución se mantiene inalterada ante la incapacidad de los actores políticos para acometer la tarea.

Y a pesar de ello, el edificio constitucional resiste. Eso sí con importantes y cada vez más preocupantes grietas. Unas, perfectamente soslayables, al estar provocadas por la ausencia de lealtad de determinados responsables públicos en el cumplimiento de sus deberes constitucionales (ahí está el bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, cuyo mandato caducó hace cinco años). Otras, por el contrario, son producto del inevitable paso del tiempo, que a nadie perdona. Como docente de las asignaturas de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, soy testigo directo de la distancia cada vez mayor que existe entre el texto constitucional y las jóvenes generaciones. Entre otros temas, el alumnado se interroga sobre la pervivencia de instituciones que perciben como vetustas (la Monarquía, cómo no), desfasadas (inmunidad parlamentaria y aforamientos) o simplemente inútiles en su configuración actual (el Senado se lleva la palma). Pero, sobre todo, se echa en falta (con razón) una mayor sintonía constitucional con la realidad: en clave de ciudadanía inclusiva, ¿cómo justificar que las personas inmigrantes residentes en España únicamente puedan votar en las elecciones municipales?; ¿dónde están las respuestas constitucionales a los ingentes retos que las nuevas tecnologías plantean sobre nuestros derechos y libertades?; ¿cómo se explica que en un Estado aconfesional la Iglesia católica sea objeto de una mención constitucional específica?; ¿el derecho a la vivienda goza de la adecuada protección? Pero junto a los comprometidos con la Constitución y su necesario aggiornamento, también hacen oír su voz en las aulas cada vez con más fuerza quienes la consideran agotada y abogan por sustituirla. Todo lo expuesto nos sitúa ante la reivindicación de la idea de Constitución como “árbol viviente”, esto es, como norma que debe reflejar y ser expresión de los valores mayoritariamente compartidos por la ciudadanía en cada momento histórico. Lo contrario desplaza a la Norma Suprema al peligroso terreno de la irrelevancia. 45 años después, ese riesgo está abandonando el terreno de la hipótesis teórica y adquiere preocupantes visos de realidad.

El trasfondo apuntado da pie para concluir recordando que a la propuesta formulada en 1789 por Thomas Jefferson en la que reivindicaba el derecho de cada generación a tener su propia Constitución siguió la lúcida respuesta de James Madison, quien afirmó que “la supervivencia de una forma de gobierno debe hallarse en la utilidad que pueda suponer a las generaciones futuras. Si dicha utilidad no existe, se deberá cambiar”. Y en esas estamos: seguir ignorando la necesidad de actualizar la Constitución 45 años después, conducirá a la pérdida de aceptación social y con ello, de su suprema fuerza jurídica.

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