Limitaciones del idioma común
Permitir el uso de todas las lenguas oficiales en el Congreso de los Diputados da un paso para desactivar la letanía del agravio y la opresión y, lejos de debilitar el país, lo refuerza: robustece al Estado y debilita sus nacionalismos, incluido el español
El permiso para que en el Congreso se hable (y se escuche) en cualquiera de las lenguas oficiales ha suscitado un brote de argumentos precarios y sencillos de desmontar como el del coste (casi irrisorio), la comprensión (la traducción simultánea es un método fiable), o el desorden (muchos más idiomas se hablan en la Eurocámara). Argumentos que orbitan el mismo núcleo de aprensión: con esta medida España se debilita.
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El permiso para que en el Congreso se hable (y se escuche) en cualquiera de las lenguas oficiales ha suscitado un brote de argumentos precarios y sencillos de desmontar como el del coste (casi irrisorio), la comprensión (la traducción simultánea es un método fiable), o el desorden (muchos más idiomas se hablan en la Eurocámara). Argumentos que orbitan el mismo núcleo de aprensión: con esta medida España se debilita.
Entre tanto aspaviento retórico destaca, por atendible y razonable, el argumento de la “lengua común”. Si el Estado dispone de un idioma que hablan todos sus ciudadanos parece lógico que sea al que se recurra en la Cámara donde sus señorías se juntan para entenderse. El argumento suele apuntalarse con un ejemplo cotidiano: cuando un grupo se reúne en un bar, la cortesía sugiere hablar en el idioma que todos entienden.
Como puede apreciarse el argumento es práctico, sensato y cordial. Pero también incurre en algunas imprecisiones. La primera es que lo común (con todas sus prestigiosas resonancias) admite varios sentidos: puede referirse a un bien del que disfrutan todos, a un interés en conflicto con los de otros colectivos o incluso a una imposición. El abanico es amplio. A menudo las “lenguas francas” (como insiste Coetzee en relación con el dominio cultural del inglés) son el resultado de un largo proceso de sometimiento y depredación, y arrastran una sombra de sensibilidades heridas que no deberían despreciarse cuando se agita el banderín de la convivencia.
Dicho sin dramatismo: manejarse en dos lenguas no supone ser igual de competente en ambas. Raro es el hablante que no pierde cuando pasa de un idioma a otro, que no cede su competencia a costa de la cordialidad y la comunicación, un esfuerzo que debería agradecerse. Y en una Cámara donde se dan las condiciones para la traducción simultánea, ¿no invita la cortesía a que los diputados se expresen en el idioma (del Estado) en el que son más competentes, mejorando así la precisión de los discursos? ¿Que por una vez la cortesía la asuma quien no suele tener la molestia de ceder?
En segundo lugar, un Congreso no es un bar donde pasar un rato agradable. La prioridad no es “entenderse” de buenas a primeras, sino exponer desavenencias, discutirlas, y llegar a acuerdos que fastidiarán a quienes queden en minoría. Si es una Cámara de representación, ¿a quién beneficia esconder una constante de tensión para el Estado? Parece más democrático reconocer que a millones de españoles les importa expresarse en su idioma más familiar (mientras otros diputados manifiestan, en sus discursos o en una conga de entradas y salidas, lo intolerable de abandonar por unos minutos la lengua franca), al tiempo que debaten cuestiones económicas, educativas o sanitarias que pueden enfrentarles a otros miembros de su misma preferencia idiomática.
Se ha dicho que la medida convierte el Congreso en un gallinero o torre de Babel que debilita la imagen de España. Sería sencillo responder apelando a las asambleas de la ONU, pero propongo un rodeo más sustancioso. Uno de los logros del Estado español democrático ha sido articular un sistema de aceptación y defensa de sus lenguas periféricas inédito en los países del entorno. Basta con comprobar la salud de la que disfrutan en la educación o en sus instituciones el catalán o el euskera y compararla con la vida clandestina y casi dialectal en la que malviven el bretón o el napolitano en Francia o en Italia.
Un consenso insólito del que nadie parece sentirse particularmente orgulloso, como si fuese mejor llevarlo con discreción, y una punta de vergüenza. ¿Los motivos? Se intuye la inseguridad de un Estado que prefiere apuntalarse en las esencias nacionales (idioma, costumbres, enemigos) que en sus logros económicos o legislativos. ¿Y cómo iban a alimentar desde el independentismo la fábula de la persecución del Estado contra su cultura y su lengua si presumieran de todo lo bueno que han logrado? Todos ganan disimulando este éxito de Estado.
La medida por la que se permite hablar en el Congreso en cualquiera de los idiomas oficiales contribuye a revertir esta situación: da un paso para desactivar la letanía del agravio y la opresión, al tiempo que contribuye a fomentar la confianza del Estado en emplear idiomas que le pertenecen, ahora sí, como un bien común. Algo que cuidar y respetar. La medida, lejos de debilitar el país, lo refuerza o para ser más precisos: robustece al Estado y debilita sus nacionalismos, incluido el español.
De prolongarse la medida sospecho que los principales beneficiados seríamos los ciudadanos, familiarizados en la convivencia pacífica de las lenguas en el Congreso, quizás nos acostumbremos a juzgar los progresos de nuestros gobiernos (estatales, autonómicos y locales) no tanto por la supuesta defensa de unas esencias nacionales que nadie amenaza, sino por los beneficios que nos reportan en sanidad, vivienda, economía o educación. Los únicos motivos racionales por los que cabe sentirse orgulloso de vivir en un Estado.