Antes de que España infarte
En la posible amnistía que exige Junts a Sánchez, la sociedad española necesita visualizar el inicio de una ruta que descarte la repetición de la tensión vivida en 2017 y permita devolver las aspiraciones de los independentistas al cauce democrático
La excepcionalidad de una medida de gracia como la que negocian el PSOE y Sumar con los partidos independentistas ha extremado la suspicacia y hasta la alarma democrática de buena parte de la población: perdonar, exonerar, olvidar o cancelar las consecuencias penales que corresponden a altos carg...
La excepcionalidad de una medida de gracia como la que negocian el PSOE y Sumar con los partidos independentistas ha extremado la suspicacia y hasta la alarma democrática de buena parte de la población: perdonar, exonerar, olvidar o cancelar las consecuencias penales que corresponden a altos cargos —y al más alto cargo, el expresident de la Generalitat— por los hechos de septiembre y octubre de 2017 resulta profundamente difícil de asumir para una gran parte de españoles y para muchos catalanes que padecieron una insumisión democrática perpetrada desde el poder autonómico y que los puso al borde del enfrentamiento personal, intrafamiliar y laboral. Fueron la temeridad y la incompetencia combinadas, no de España y Cataluña, sino de dos gobiernos —y sus respectivas terminales políticas y mediáticas— quienes condujeron al país a una extrema tensión. Cálculos temerarios, tacticismo imprudente y el desbordamiento pasional de la calle y los despachos acabaron llevando al independentismo a donde seguramente no querían llegar parte de sus propios líderes: fuera de la ley y sin obtener a cambio ningún resultado práctico ni simbólico favorable a su causa sino todo lo contrario.
La necesidad de los votos de Junts que hoy tiene Pedro Sánchez para obtener la investidura es la causa material e inmediata que ha activado la negociación sobre una amnistía tras los resultados del 23-J. El actual presidente en funciones busca legítimamente los instrumentos que permitan garantizar el voto afirmativo o la abstención de un independentismo que ha vivido la larga resaca de su propia temeridad con cifras decrecientes de respaldo y una desmovilización consecuencia directa de un error garrafal de método: la unilateralidad no es un procedimiento democrático. La evidencia de un Ejecutivo de otro talante en Madrid quedó cifrada en la decisión política de Sánchez de indultar a quienes habían incurrido flagrantemente en él y llevaban ya cuatro años presos, tras ser condenados varios de ellos a más de 10 años de cárcel por el Tribunal Supremo. Los indultos facilitaron así el regreso de uno de los dos partidos mayoritarios independentistas (ERC) al cauce democrático.
La coyuntura actual puede ser la ocasión para que Junts haga lo mismo. El objetivo práctico de la coalición de gobierno de los dos partidos de izquierda, PSOE y Sumar, incluye la voluntad de garantizar la consolidación de la estabilidad y la conciencia de mantener discrepancias y confrontaciones propias de democracias vivas y en perpetua transformación. La pregunta es si medidas como la amnistía parcial o condicionada, o cualquier otra fórmula, podrán cambiar de escala la calidad de nuestra democracia para que un choque político en ningún caso conduzca a nadie a la tentación de traspasar las fronteras tangibles e intangibles de la legalidad y el respeto al discrepante. Serán medios para un fin, en efecto, pero tanto el fin de un gobierno de coalición como el medio de una amnistía deben poder ser defendibles sin retorcer la Constitución y sin ofender a la inteligencia de la mayoría de la población. ¿Cabe argumentar racionalmente en favor de una medida que cancela los efectos penales de delitos cometidos hace seis años, o bien cualquier argumento imaginable en favor de la amnistía no será más que retórica florida para justificar lo injustificable?
El fondo de la cuestión tiene naturaleza esencialmente política y lo que pone en juego es la legitimidad de aprobar una ley en el Parlamento que libre a unos líderes políticos de pagar las consecuencias que otros líderes ya pagaron ante el Tribunal Supremo. La magnanimidad que voten los diputados al aprobar la ley debe estar contrabalanceada por el reconocimiento del dolor causado, el desamparo en que el Govern mantuvo a los no independentistas durante años y la conciencia de haber llevado al país a una situación extrema.
Estoy entre quienes creen que perdura en el corazón y las vísceras de muchos catalanes la memoria de la humillación institucional y la aberración política. La votación del 1 de octubre de 2017 fue el punto de infarto de España y una parte del corazón catalán se necrosó también. Más de la mitad de ciudadanos vivieron con consternación que una exigua mayoría en el Parlament echase a rodar las leyes de desconexión de los días 6 y 7 de septiembre con artimañas chapuceras y convocase sin ningún acuerdo previo con el Gobierno de España (pero tampoco con las fuerzas no independentistas catalanas) un referéndum que no fue sobre la independencia, sino a favor de la independencia, sin pactar la participación mínima, sin acordar la valoración de los resultados, sin atisbo de neutralidad institucional, sin que los no independentistas nos sintiésemos llamados a votar porque íbamos en realidad a una encerrona.
Pero vaya por delante también que creo que buena parte de la población catalana que más sintió el acoso de su propio Gobierno hoy puede entender una medida de gracia en un contexto nuevo y con una ventaja decisiva: arrancar del independentismo institucional —el de ERC y el de Junts— el compromiso democrático de preservar la legalidad sin perjuicio de que persigan el objetivo de ensanchar las bases que apoyan la independencia de Cataluña, hoy visiblemente mermadas. No cabe en ninguna cabeza, ni aquí ni en el resto de Europa, la imposición de la independencia a toque unilateral de silbato.
Este es el horizonte real en el que se mueve hoy el secesionismo. Si la propuesta de repensar una posible ley de claridad que delimite las condiciones acordadas de una votación no es descartable de plano, seguramente es más inmediata la necesidad de reconsiderar la anomalía democrática de que Cataluña esté regida por un Estatut que no votó: parte del origen del procés nace de que ni lo votado por la ciudadanía ni por el Parlament ni por el Congreso de los Diputados acabó siendo el Estatut real. Y nada impediría constitucionalmente que los catalanes votasen una reforma con capacidad para satisfacer a la mayoría de los catalanes, por mucho que sean previsibles sectores descontentos. El compromiso de afrontar esa reforma puede formar parte del punto de encuentro y también ser el punto de arranque que justifique una amnistía y abra la puerta a un futuro que impida las condiciones que llevaron a la pesadilla que culminó en el verano y el otoño de 2017. Las ventajas para el actual Gobierno son obvias, pero los efectos beneficiosos para la derecha lo son todavía más, al reducir de forma inequívoca la conflictividad asociada a la evidencia de que seguirá habiendo partidos y votantes independentistas en la Cataluña de las próximas décadas. Ese compromiso significaría, de hecho, la exclusión legal de cualquier tentación de unilateralidad.
Seis años después, un gobierno de izquierdas ha devuelto la confianza en la negociación como instrumento de funcionamiento político. ¿Entendería la mayoría de la población catalana y española la extinción de las consecuencias penales de hechos tan graves a cambio de armar el protocolo del futuro en dirección a un nuevo Estatut que sirva de referente común y pactado por todas las fuerzas políticas y, por tanto, con exclusión forzosa de cualquier variante unilateral o antidemocrática? La condición central es que las medidas de gracia sean entendidas por la mayoría como una forma de cerrar un ciclo político y social traumático y abrir una etapa en la que el independentismo muestre explícitamente su compromiso democrático con quienes no creen lo mismo que ellos. Sánchez necesita los siete votos de Junts, pero la sociedad española necesita visualizar el inicio de una ruta que descarte la repetición de una tensión como la vivida entonces y permita encauzar las aspiraciones, legítimas y constitucionales, de los independentistas. La desdramatización emocional, la desactivación del instinto de castigo y la racionalidad política tanto de las izquierdas españolas como del independentismo catalán pueden ser en realidad a la vez el medio y el fin para reducir drásticamente los riesgos de sacudir de nuevo los cimientos de una sociedad.