La revolución de ir pisando huevos
Mientras la estafa piramidal que es el capitalismo opere, pedirle cambiar a los que están en su base no es de ley
Iba yo subiendo las escaleras del metro por el lado izquierdo, el de los que llevan prisa, cuando uno con más prisa que yo me pisó el zapato desde atrás. Casi me rompo los dientes, pero el susodicho no se percató porque iba mirando el móvil. Yo también tuve que apartar la vista del mío para echarle una mirada de desprecio que no recibió.
Cuando estaba embarazada, me sucedía algo parecido; había días que nadie me cedía el asiento, y no era por falta de educación, sino porque no veían más allá de su pantalla. Entonces me preguntaba por la cantidad de embarazadas a las que yo misma no habr...
Iba yo subiendo las escaleras del metro por el lado izquierdo, el de los que llevan prisa, cuando uno con más prisa que yo me pisó el zapato desde atrás. Casi me rompo los dientes, pero el susodicho no se percató porque iba mirando el móvil. Yo también tuve que apartar la vista del mío para echarle una mirada de desprecio que no recibió.
Cuando estaba embarazada, me sucedía algo parecido; había días que nadie me cedía el asiento, y no era por falta de educación, sino porque no veían más allá de su pantalla. Entonces me preguntaba por la cantidad de embarazadas a las que yo misma no habría cedido el sitio por ir respondiendo un wasap, después hacía propósito de enmienda y entre medias pasaba por una serie de estadios que oscilaban entre el viejo cascarrabias que murmura que esto antes no pasaba —y seguramente esto no, aunque sí otras cosas— y el chaval que ha aprendido lo que es el Kali Yuga y lo saca a colación siempre que puede para hablar de la ruina espiritual de Occidente, que queda patente en lo grande, pero también en lo pequeño.
Así me sucedió el día del zapato. A ello se añadió la idea sobrevenida de escribir una columna reivindicando andar por el espacio público pisando huevos como acto anticapitalista y antimoderno. De algo hay que vivir. La tesis sería que, en un mundo que nos quiere con la lengua fuera, lo revolucionario solo puede ser ir más lento que el caballo del malo. Quizá empezaría contando lo negra que me ponía cuando vivía en el centro de Madrid y alguien tardaba más de la cuenta en embolsar su compra en el Carrefour Express, y que la cura llegó cuando empecé a frecuentar el mercado de abastos. A tener que entretenerme mirando las manos del charcutero mientras él se jugaba los dedos en el cortafiambres y yo recitaba “200 gramos de pavo sin sal, 200 de jamón serrano”. Igual podría incluso intentar argumentar que la batalla cultural no consiste en poner cuatro tuits defendiendo o atacando que cuelguen la bandera LGTBI en no sé qué balcón. La auténtica gesta, el combate definitivo de nuestro lugar y nuestro tiempo, escribiría, es aplicar el mindfulness de los viejos y los críos: no tener miedo a perder el tiempo. No tener siquiera la noción de que el tiempo puede perderse.
Pero no sé en qué momento se jodió el Perú y me di cuenta de que estaba muy bien invitar a la gente a ser Jep Gambardella, a ir al trabajo con calma y gracejo, mirando al otro a los ojos e incluso disfrutando del trayecto. Estaba bien querer luchar contra un sistema que pudre las sociedades y las almas desde la cotidianidad. Pero la mayoría de los que suben las escaleras del metro pisando al resto en vez de huevos van o vienen de currar 10 horas al día por mil euros, cogerán un tren lleno y con retraso y, cuando lleguen a casa, tendrán que hacer la compra por Internet porque el súper ya estará cerrado. Así que de haber escuchado mi monólogo interno, el artículo que tenía en mente, más de uno me habría mandado a la mierda. Más de uno me habría dicho, con razón, que mientras la estafa piramidal que es el capitalismo opere, pedirle cambiar a los que están en su base no es de ley. Porque el mismo sistema que deja tiritando las cuentas corrientes con sueldos de miseria y tipos al 4,5% es el que congela las almas.